lunes, 3 de febrero de 2014

San Ansgario o San Óscar o San Angar – Obispo y Confesor

En 657, al levantar la abadía de Corbie, decía Santa Batilde, reina de los francos: «Creemos trabajar por la gloria de Dios y adquirir derechos a la recompensa eterna siempre que contribuímos a la salvación de las almas abriendo asilos donde se formen los santos.»

Legiones de sabios y santos monjes vinieron a realizar las esperanzas de la piadosa fundadora. Pero ninguno dio tanta gloria a la nueva fundación como Ansgario. Hijo de la Picardía, nacido de generosa estirpe, se alista en su adolescencia entre los donceles que seguían la corte de Carlomagno. En medio de las esperanzas cortesanas, empieza a comprender los terrores del infierno y la gloria del paraíso. Y entra en Corbie. San Adalardo fue allí el padre y guía de su alma, y Pascasio Radberto, el gran teólogo y controversista del siglo IX, a quien su abad Wala decía al borde del sepulcro: «Hijo mío, practica todo lo bueno que sabes, para que no se diga que eres inferior a tí mismo.»

Era un muchacho alegre, travieso, decidor, amigo de juegos y de burlas; pero su carácter cambió completamente a consecuencia, primero, de la muerte de su madre, y luego, de una visión, en la que su sensibilidad para las llamadas del Cielo vio un fenómeno sobrenatural. Una noche creyó que se encontraba en un barranco oscuro y enlodado, del cual intentaba salir sin conseguirlo. Cerca de él se abría un camino llano y seguro, que se iluminaba con la presencia de una señora bellísima, espléndidamente ataviada y rodeada de un coro de mujeres, entre las cuales pudo distinguir a su madre. Otra vez se esforzó por salir de aquel antro, para ir en pos de aquella luz maravillosa, pero su buena voluntad se estrellaba contra los riscos y los arbustos; hasta que vio con estupefacción que aquellas mujeres se le acercaban, y oyó que la más hermosa de ellas, la Virgen María sin duda, le preguntaba:

—¿Quieres venir adonde está tu madre?

—Con toda mi alma—respondió él.

—Lo conseguirás—le dijo la misteriosa dama, tendiéndole la mano—; pero has de promelerme que desde hoy has de dejar esas chiquillerías que tanto te deleitan y dar de mano a toda vanidad, indigna de un cristiano.

Desde este momento Angcario fue el discípulo más aplicado, el más formal, el más humilde de cuantos oían la voz autorizada del maestro Radberto. Tenía catorce años cuando el abad le dio la noticia de la muerte de Carlomagno en Aquisgram. Él, que había visto la gloria imperial, el cortejo de los cortesanos, el esplendor de los doce pares y la magnificencia de los desfiles guerreros, se echó a llorar amargamente. Había en su llanto una pena muy grande por la desaparición del restaurador del Imperio, y, a la vez, una amargura indecible por la vanidad de todas las cosas humanas. Desde entonces se cubrió su rostro con un halo de tristeza, que a veces llegaba a parecer desprecio y cansancio de la vida. Hablaba poco, evitaba cualquier sonrisa, y toda su preocupación se reducía a la oración, al estudio y a la penitencia. Como dice su discípulo Rimberto, que vivió mucho tiempo a su lado y escribió su vida, era ya un atleta de Dios.

Las visiones seguían purificando e inquietando su espíritu. Una noche, después de celebrar con especial fervor la fiesta de Pentecostés, se sintió arrancado del cuerpo y trasladado a un mundo maravilloso. Allí salieron a su encuentro dos hombres, en los cuales reconoció a los dos apóstoles de su especial devoción: San Pedro y San Juan; el primero, un anciano de pequeña estatura, de rostro rubicundo y melancólico, de vestido de armiño y de grana, de cabellera abundante, pero lisa y blanca; el segundo, de estatura procer, de barba ensortijada, de cabello castaño y crespo, de rostro plácido y fino y vestido de seda blanca. En compañía de ambos entró en los antros del Purgatorio, donde todo era una densa tiniebla, una atmósfera sofocante y un inenarrable tormento. «Me pareció—decía él más tarde—que había estado allí mil años; pero afortunadamente mis dos guías se apresuraron a sacarme de aquellas mazmorras; para introducirme en una escancia de maravillosa claridad. Allí vi diversas categorías de santos, colocados unos más lejos, otros más cerca del Oriente, mirando todos hacia él, y adorando, unos con las cabezas inclinadas, oíros con los cuerpos erguidos y las manos extendidas. Y, al llegar a los umbrales del Oriente, pude distinguir a los veinticuatro ancianos de que nos habla el Apocalipsis, sentados en magníficos tronos. Los himnos que cantaban llenaban de una vida inefable todo mi ser, pero no he podido recordarlos después de volver al cuerpo. Allí, en el Oriente, estaba el esplendor increado, la luz inaccesible, de la cual brota todo color y todo placer. Yo no podía ver más que la superficie; pero no dudé de que allí se escondía Aquel al cual, según San Pedro, desean contemplar los ángeles.»

Este sueño dejó una impresión profunda en el espíritu de Ansgario, del cual no se borrarán nunca, ni aquellos terrores subterráneos, ni aquellos deleites paradisíacos. Día y noche resonarán en sus oídos las palabras de despedida que salieron de aquel globo luminoso: «Vete seguro; volverás a Mí después de sufrir muchos trabajos.»

Cuando, en 823, de Corbie salen los monjes que han de fundar Nueva Corbie, en el norte de Alemania, Ansgario va con ellos; va gozoso, porque se acerca a los campos donde albea la mies que ha de segar para Cristo. Sigue a Wala, su jefe y maestro, nieto, como Carlomagno, de Carlos Martel. Un noble sajón les ha dicho: «Conozco en las tierras de mi padre, junto a la desembocadura del Wesser, un lugar espléndido, alegrado por una fuente cristalina.» Wala había atravesado antes aquellas tierras, mandando los escuadrones del emperador. Los germanos admiraban al guerrero transformado en monje, pero sufridor de las fatigas como antaño. Durante su peregrinación, despreciaba las tiendas y dormía al raso. «Es dulce—decía—este sueño sobre la hierba, cantado por los poetas.» Al llegar la noche, abría en la selva un surco ancho y profundo, extendía una piel encima, y, poniendo en un extremo la silla de montar, se echaba allí con su compañero. Agradóles por completo el lugar que el sajón les había señalado, se postraron en tierra, rezaron las letanías, circunscribieron los planos a golpes de azada, y empezaron la construcción. Así nació la escuela más famosa del norte de Germania, lo que Fulda era para el centro, y San Galo para el sur, foco de educación y formación del pueblo, del cultivo de las artes y de la predicación evangélica.

Fue, además, avanzada de la civilización frente a la barbarie de los escandinavos. A sus puertas llamó un día el rey de Dinamarca, Haraido, pidiendo catcquesis y bautismo. Ansgario, que era el jefe de la escuela monacal, se ofreció a ir con él a su reino y poner nuevas tierras a los pies de Cristo. Su mirada se extendía más allá de la Dania hasla los bosques nevados de Suecia y Noruega. El instinto de la invasión agitaba todavía estos pueblos misteriosos. Sus hordas rondaban constantemente las fronteras del imperio carolingio. El emperador de la barba florida se había dado cuenta del peligro, cuando al ver, desde una ventana abierta al mar, sus naves ligeras, exclamó sollozando: «Si en vida mía se atreven a llegar a estas costas, ¿qué no harán cuando yo haya desaparecido?» Montados en sus cuencos de madera de encina, a veces en cascarones de mimbre forrados de cuero, afrontaban todos los peligros del mar y pasaban sembrando el terror por las ciudades costeras de Occidente. Las gentes les llamaban normandos, hombres del Norte, aunque nadie sabía con precisión de dónde salían. «Si vierais a sus remeros—escribía ya Sidonio Apolinar—, tendríais la verdadera idea de los maestros en piraterías. No encontraréis enemigos más feroces. Acechadlos, y se os escaparán; corradles el paso, y se escabullirán, riéndose de vosotros; para aquellos, un naufragio no es tanto un motivo de espanto como un ejercicio de navegación. Conocen los peligros del abismo como hombres que lo desafían todos los días.»

Los cantos de sus poetas, compuestos en una lengua oscura, cargados de elipsis, de perífrasis y de fórmulas sacramentales, resonaban entre el rugido de las tempestades y el estruendo de las batallas. Uno de ellos decía: «He nacido en lo más alto de Noruega, entre los pueblos que manejan el arco con habilidad; pero he preferido izar entre las olas mi vela aventurera, espanto del labrador costeño.» «Quiero tener entre mis manos el corazón de Hogui—cantaba otro—. Le han sacado sangrando de su pecho, le han arrancado con un puñal embolado. Ya le veo rojo y palpitante. Colocado en la bandeja de plata, estremécese levemente. Temblaba menos cuando latía en el pecho del héroe.» Los dioses de estos hombres tenían su misma violencia. A Odín, la inteligencia soberana e impasible, preferían la impetuosidad de Thor, el matador de gigantes, armado del martillo formidable. Las valquirias, sus cooperadoras, amaban el olor de la muerte y los alaridos de la batalla. Tejían con entrañas humanas, las flechas eran sus punzones, y los cantos de guerra su distracción en el trabajo. El sacrificio humano era la ofrenda más agradable en esta religión de piratas.

Mientras que estos hombres salvajes se internaban en el corazón del imperio de Carlomagno, remontando las aguas de los grandes ríos, incendiando las mieses y saqueando las ciudades. Ansgario, con algunos compañeros, se lanzaba pacíficamente a la conquista de su tierra.

Un día el rey de los daneses, Herioldo, se había presentado en la corte de Ludovico Pío pidiendo auxilio para reconquistar su trono, y al mismo tiempo predicadores para anunciar el Evangelio en aquellas tierras septentrionales. El emperador convocó sus obispos y sus abades y pidió voluntarios para aquella empresa. Y calló todo el mundo. El terror que inspiraban aquellos bárbaros encogía los corazones.

—¡Cómo! ¿No hay ningún apóstol en lodo mi imperio?—preguntó con extrañeza el emperador.

—Señor—dijo entonces el abad de Corbie—, yo sé de un monje lleno de fervor religioso, cuyo único anhelo es padecer por el nombre de Dios.

Ansgario fue llevado al palacio imperial. Ludovico Pío admiró su resolución, y se le presentó al rey de los daneses. Pero entonces empezaron para él los dolores del apostolado: los desprecios, las injurias, los sarcasmos.

—Es un idiota—decían unos—; loco se necesita estar para dejar los parientes, los amigos, los honores, y meterse entre una gente que acabaría por sacrificarle a los ídolos.

—Es un amigo de novedades—replicaban otros—; le pesa la regla del convento, y se va en busca de aventuras y excentricidades.

Ansgario escuchaba en silencio todos estos pareceres, pero una angustia mortal le atenazaba el alma. Cerca de la casa donde vivía su abad había una viña, y en la vina un rincón más escondido, donde él se refugiaba para orar, para llorar y consultar la voluntad de Dios. Allí le sorprendió un día un compañero suyo, llamado Antberto, el cual, viéndole tan triste y preocupado, compadecióse de él y le dijo:

—¿Pero es verdad, hermano, que quieres lanzarte a esa peregrinación?

—¿Y a vos qué os importa?—respondió Ansgario, creyendo que se trataba de una insidia más—. No vengáis a inquietar mi alma con tales preguntas.

—No creas que vengo a aumentar tu dolor—replicó Antberto—. Sólo deseaba saber si es verdad que te decides a acometer esa empresa, y consolarte en estos duros momentos por que pasa tu alma.

—Es verdad—dijo Ansgario—; me lo han propuesto, y no podía rechazarlo; es más: ardo en deseos de llevar la fe a aquellos pobres infieles, aunque tenga que sufrir todos los martirios.

—Y yo no te dejaré ir solo—exclamó Antberto—; iré contigo por el amor de Dios y la bendición de nuestro abad.

Los dos monjes se abrazaron, jurando ayudarse mutuamente en medio de los peligros, y unos días más tarde surcaban las aguas del Rin, juntamente con el rey Herioldo, en una barca de dos cabinas que había puesto a su disposición Hadebaldo, arzobispo de Colonia.

Es prodigioso lo que Ansgario hubo de trabajar, viajando infatigablemente, predicando en las ciudades y en los campos, en las cortes y en las plazas, discutiendo con los sacerdotes de los ídolos, recorriendo primero las orillas del Océano y sus islas, arribando después a las del Báltico, regando con su sudor y con la sangre de sus pies llagados las tierras de Dania, Jutlandia, Suecia y Noruega. Su gran deseo hubiera sido derramar todas las gotas de su sangre apostólica. No le fue concedido ser mártir, «pero las autoridades de la penitencia—dice su biógrafo—, unidas a los trabajos de su apostolado, hicieron en él veces de martirio». Predicaba a los rudos marineros, rescataba a los esclavos, instruía a los niños y catequizaba a los pobres; pero no siempre el fruto correspondía al trabajo. Las conversiones eran difíciles y a veces superficiales. Se aceptaba la nueva religión y se la volvía a abandonar sin escrúpulo. Un día, como llegasen a faltar los vestidos blancos a causa del crecido número de neófitos, un anciano recibió una vestidura menos decorosa; pero él la rechazó diciendo: «Por vigésima vez me habéis bautizado ya, y siempre me habéis dado un vestido decente. ¡El que ahora me ofrecéis es más propio de un pastor que de un guerrero!»

Comprendiendo Ansgario que era preciso organizar seriamente la misión, abrió en Schieswig una escuela de evangelizadores, compró esclavos conocedores de la lengua de aquellos países, y cuando volvía de sus campañas apostólicas, les instruía en el Evangelio, les transmitía el aliento caldeado en el mar divino que abrasaba su corazón y los preparaba para las fatigas, para la predicación, para el martirio. AI mismo tiempo les contaba sus triunfos y sus contratiempos; cómo en Hamburgo después de haber fundado una cristiandad floreciente, todo fue destruido por el rey de Jutlandia, que vino sobre la ciudad con una flota de seiscientas naves; cómo en Suecia, despojado de todo, había tenido que ganarse la vida con el trabajo de sus manos, a semejanza del Apóstol. Esta vez el susto había sido mayor. Una banda de piratas asaltó el barco donde iba con algunos compañeros para evangelizar los países del hielo. Los soldados de la paz tuvieron que empuñar la espada, y vencieron una vez; pero sorprendidos de nuevo, perdieron su pequeño ajuar, sus libros y los regalos que el piadoso emperador Ludovico les había dado para el rey de aquellas tierras. Lejos de desalentarse, siguieron navegando en la nave saqueada, que Dios guiaba a las playas del sacrificio y del triunfo.

Los ojos azules de los jóvenes discípulos se iluminaban al escuchar estos relatos de labios del maestro; inflamábanse sus rostros sombreados por las largas cabelleras rubias, y agitaba sus corazones el deseo de revelar a sus compatriotas aquel amor cuyas dulzuras habían empezado a gozar cuando el buen Padre los sacó del mercado de la esclavitud para hacerlos hijos de Dios. Pero un día se estremecieron al oír estas palabras que el buen Padre les decía con los ojos arrasados de lágrimas: «Hijos míos, el demonio quiere destruir toda nuestra obra en tierras de Suecia.» Luego les relató cómo el pueblo se había levantado contra los monjes predicadores, robando y saqueando sus casas e iglesias, martirizando a uno de ellos, San Nitardo; aprisionando a los demás y arrojándolos de la tierra.

El golpe partía de los ministros de los ídolos. Ansgario se había dado cuenta de que ellos eran sus verdaderos enemigos. El sacerdocio escandinavo gozaba de una gran influencia sobre el pueblo. Depositario de la enseñanza y la oración, tenía también la clave de una ciencia misteriosa que le aseguraba el imperio de los elementos y el dominio de las voluntades. Un canto de los Eddas expresa con valentía este poder terrible de los magos septentrionales. Gloríase el poeta de haber estado colgado de un árbol, herido de muerte, en honor de Odín, durante nueve noches. En todo este tiempo sus labios no habían tocado ni el pan ni el vaso de hidromiel; pero entretanto, íbase apoderando de las fórmulas mágicas, cuyo secreto tenían los dioses. Al descender del árbol sagrado, su poder era formidable: «Conozco—dice—los cantos que ahuyentan las rencillas, las tristezas y los cuidados. Si los hombres me cargan de cadenas, sé la manera de hacer que los grillos caigan a mis pies; si quiero salvar mi nave agitada por las olas, acallo los vientos y tranquilizo la mar; si veo un cuerpo que se balancea suspendido sobre el patíbulo, con los rasgos que escribo hago bajar a la muerte y viene a conversar conmigo; si en la asamblea de los hombres tengo que enumerar los dioses uno a uno, me es fácil recordar los nombres todos de los elfos y los ases; si quiero, puedo dominar el corazón de una doncella, transformar su alma y hacer girar a mi placer sus brazos de marfil.»

Sin miedo a las amenazas de este poder, no por exagerado menos temible, que se ponía frente a él, Ansgario cruzó el mar, desembarcó en Suecia, invitó a su mesa al mismo rey, y con una audacia heroica presentóse en la asamblea nacional de Byrka. A su voz, las turbas amotinadas se apaciguaron, los encantamientos diabólicos perdieron su virtud misteriosa, los magos se acobardaron, y hasta hubo un viejo que se puso de parte del extranjero, pronunciando este discurso, de una lógica muy apta para convencer a aquellos hijos del mar: «Rey y pueblos, escuchadme: Muchos de nosotros sabemos por experiencia que este Dios que Ansgario nos predica puede socorrer a sus adeptos, pues lo han probado muchas veces entre las olas embravecidas. Antes, algunos de nosotros que iban a Dortstad, abrazaban esa doctrina, viendo cuánto les convenía; ahora ese camino se nos ha hecho casi impracticable por las asechanzas de los ladrones del mar; ¿no os parece prudente recibir en nuestra casa lo que antes íbamos a buscar tan lejos? Escuchad mis palabras y procurad vuestro provecho. No estará de más tener la gracia de ese Dios que, según dicen, auxilia a cuantos le invocan, para cuando los nuestros no nos sean propicios.»

La causa del misionero franco empezaba a triunfar: pero no faltaban todavía quienes tenían escrúpulos de dar aquel paso, y propusieron consultarlo con sus dioses en presencia de la multitud: Odín, el padre universal; Thor, el batallador terrible; Feya, la bella magia, la Venus del Olimpo escandinavo; los Elfos auxiliares y las sanguinarias vírgenes cuyas cabelleras destilan rocío de carmín, sintiéronse generosos aquel día. Los pobres no debían saber que aquel nuevo Dios no quería colegas en su imperio, y asi lo comprendieron más tarde aquellos hombres del Norte, tan prácticos, tan sesudos, que si al principio recibieron a Cristo porque los libraba de los huracanes, luego le consagraron todo el amor de su corazón.

Ansgario volvió a Brema, centro ahora de sus expediciones, desde donde atalayaba la marcha de sus obras misionales. Los viajes y las penitencias habían roto su cuerpo, pero aún seguía siendo el gran conquistador de almas. Enseñaba, predicaba y formaba nuevos apóstoles, y para dar gracias a Dios de sus victorias, moría cantando el himno triunfal de la Iglesia, el Te Deum. Sus últimas palabras fueron para recomendar a los reyes, a los obispos y a los monjes la continuación de aquella obra en que había consumido su vida. Fue un gran bienhechor de los pueblos, y la Historia le ha llamado con razón el Apóstol del Norte. Su memoria, dice un moderno historiador de Dinamarca, debe ser sagrada para los daneses, porque pocas naciones han sido favorecidas con la evangelizacíón de un apóstol de tanta mansedumbre y austeridad a la vez, de tan plena abnegación y bondad evangélica. También los otros pueblos escandinavos guardan su nombre con veneración. La religión cristiana siguió luchando todavía en ellos más de un siglo con las dignidades del Valhalla; pero él fue quien le hizo dar los primeros pasos y quien aseguró su triunfo definitivo por medio de sus discípulos y continuadores. Gracias a ellos, al declinar el primer milenio cristiano, el Evangelio había sustituido al Edda en Suecia y Noruega, en Halland y en Fionia, en Islandia y en las islas Feroe. Hasta en Groenlandia han hallado los exploradores modernos recuerdos cristianos de aquella época. Son las huellas de los monjes que Ansgario había formado en las escuelas de Thurolt y Schieswig.

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