domingo, 27 de octubre de 2013

Homilía



Todos los profetas, tanto los de Antiguo como los del Nuevo testamento, denuncian la indefensión de los seres más desprotegidos de la sociedad: los huérfanos, las viudas, los parados, los inmigrantes sin papeles y sin hogar…

La gente humilde, abandonada por los poderosos, se ve abocada a poner la confianza únicamente en Dios.

Hay ricos que creen que con sus bienes lo pueden comprar todo, incluso el favor divino, su bendición y su perdón mediante donaciones a obras de beneficencia o al mantenimiento de la Iglesia.

Desde siempre se ha marginado a los pobres sin recursos y se ha cortado su promoción y defensa para evitar sus justas reclamaciones. Pero los gritos, acallados por la represión y el olvido, terminan estallando en la cara de los verdugos de la libertad y Dios, supremo juez y su más fiel valedor escucha sus súplicas y asume la defensa de sus reclamaciones:

“Los gritos del pobre atraviesan las nubes y no descansan hasta alcanzar a Dios” (Eclesiástico 35,21).

No se puede ser buen cristiano, buen seguidor de Jesús, si primero no nos identificamos con el sentimiento de los pobres, no porque sean pobres, sino por su soledad y marginación.

El egoísmo y el desamor son la raíz de toda injustita.
Quien ama de verdad es incapaz de hacer daño al más débil. Al contrario, gasta sus mejores desvelos en promover su dignidad.

Lo que en el trasfondo nos están comunicando los profetas y las mentes más preclaras de la actualidad es el establecimiento de un nuevo orden ético basado en la solidaridad, la fraternidad y “la caridad cristiana”, que no es limosna para descargar la mala conciencia, sino entrega personal y compasión interior.

El evangelio de hoy empalma con el del domingo anterior sobre la viuda y el juez injusto acerca del valor de la oración

San Lucas, según su costumbre, nos presenta el contraste de dos actitudes ante Dios: la del fariseo es arrogante, orgullosa, fruto de su seguridad personal y de su interpretación de la condescendencia de Dios.

Su oración refleja la importancia de ser fiel a la Ley, pagando los diezmos al templo, ayunando, guardando el sábado y cumpliendo las numerosas normas establecidas.
Jesús no niega su compromiso social, pero su plegaria está vacía de amor al prójimo y llena de de privilegios conquistados por su propios méritos, que dejan a Dios sin margen de maniobra.

La oración del publicano es sincera, consciente de su bajeza moral. Sabe que, después de haber robado y extorsionado, no puede exhibir más mérito que el de su propia miseria e indignidad ante la misericordia infinita de Dios.

“La justificación, dice San Pablo, viene por la f e en Jesucristo” (Romanos 3,28).

Sin el reconocimiento de la gratuidad del don divino, las obras se convierten un canto al orgullo.

Nuestro posicionamiento ante Dios pasa por reconocer primero, como el publicano, nuestros pecados.

Dios nos pide hoy también desechar la estrechez de miras del fariseo y dejar el círculo vicioso de nuestros ruines intereses abriendo el horizonte de nuestra vida.

Está claro que caminamos hacia un nuevo orden ético, en el prevalece la actitud humilde ante Dios y respeto a los valores e ideas del prójimo. Ello implica abrir el corazón y buscar la verdad, sin creernos en la total posesión de la misma.

Estuve una semana en Londres a mediados de Junio del presente año con los compañeros maristas que llevan “Notre Dame de France”, parroquia francesa ubicada en el mismo corazón de la Ciudad.

Viví una experiencia extraordinario, porque mi estancia coincidió con la puesta en marcha de “Spirit in the City”, una semana de evangelización en la que se suceden celebraciones litúrgicas en el templo, animadas por grupos de oración y diversos

Movimientos eclesiales: Camino Neocatecumenal, Renovación Carismática, Taizé..., así como un ejercicio de misión por las calles, con actuación de grupos musicales de inspiración católica. Toda una pequeña y bullanguera revolución, con el único objetivo de manifestar la alegría de ser cristiano y de dar a conocer a Cristo sin complejos.

Se terminó la semana con una concurrida procesión eucarística a las 10 de la noche por el centro de Londres, entre dos parroquias católicas, con un entusiasmo que para sí quisiéramos en países de fuerte tradición cristiana.

Me conmoví, porque el domingo celebré la Eucaristía con africanos francófonos (durante el resto de la semana las Misas son en inglés) y comprobé el empuje y dinamismo de las Iglesia Jóvenes en sus cantos y en su profundo fervor religioso. Nadie miró el reloj y se palpaba un gozo contagioso.

Por el contrario, me dio pena entrar en la catedral de San Pablo, de una preciosa estructura neogótica, pero vacía de signos religiosos. Participé con el clero anglicano en el rezo de vísperas y escuché al coro catedralicio, todo un alarde musical, casi perfecto en su ejecución. Algo parecido viví en la Abadía de Wesminster y en otros templos anglicanos.

¿Qué es lo que pasa en nuestro viejo cristianismo para que la manifestación de la fe desemboque en meros actos culturales religiosos, donde se participa como oyente, pero no como miembro responsable en la vivencia y propagación de la fe?

Es fácil constatar dónde hay comunidades vivas o muertas.

En muchas parroquias, y durante este Año de la Fe, tratamos de “desmenuzar” los distintos apartados del credo y profundizar en su contenido. Hay personas que lo agradecen, porque, al encontrar las raíces de su fe, se alejan de su anterior cristianismo descafeinado para adentrarse en un camino nuevo, en el que se valora la oración en común, el compartir de bienes, la Eucaristía y la acción apostólica; todos ellos adobados con la sal de la pertenencia a Cristo y a su Iglesia.

Se atisban nuevos horizontes de esperanza..
El contacto con africanos, chinos, hindúes, sudamericanos… en “Notre Dame de France” me hizo pensar en las palabras de Jesús:

“Vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de Dios” (Mateo 8,11-12).

La parábola de hoy da pie para pensar y analizar nuestra vivencia cristiana, polarizada, a menudo, más en el fariseo que en el publicano. Necesitamos una buena cura de humildad, como el fariseo, y la clarividencia del publicano, que reconoce los malos frutos de su condición pecadora, se convierte y quiere cambiar de vida.

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