domingo, 13 de octubre de 2013

Homilía



Vaya por delante que durante los últimos lustros hemos ido estrechando el espacio de la gratitud a favor de un mercantilismo materialista. Todo se compra, vende, invierte, presta. Hasta los mismos regalos entran en este juego de intereses: “te doy, porque me das o me vas a dar”.

Y esta cultura ha empapado de tal manera nuestra sociedad occidental que quedamos atrapados en un callejón sin salida, inmersos en derechos y reivindicaciones, con un denominador común: el egoísmo.

Y seguimos educando a los niños en esta dinámica, alimentando su “ego”, complaciendo sus exigencias e intentando ganarnos así su cariño. ¡Grave error!

Por eso quien regala algo, sin esperar nada a cambio, aparece como sospechoso de encubrir intenciones torcidas.

La lección que nos ofrece la liturgia de hoy puede abrirnos los ojos al sentido auténtico de la gratitud.

Naamán siente en su interior que el Dios que es capaz de curar su enfermedad por las palabras de un profeta y utilizando las aguas del Jordán, río de escaso caudal, sólo puede ser el Dios verdadero, el Dios de la gracia y de la vida.

Además, el profeta Eliseo, el servidor de Dios, sólo admite una paga: el reconocimiento del Dios de Israel.
Naamán retorna curado a Siria, dando gracias por el incalculable don recibido.

¡Cuánto debemos reconocer cada uno de nosotros los regalos recibidos, empezando por nuestros padres, abuelos, miembros de nuestra familia, educadores, amigos...!

Algunos de éstos probablemente hayan muerto, y no obtuvieron en vida el agradecimiento que merecían por sus buenas acciones. ¡Qué vacío dejaron!

Por algo dice el refrán que “es de bien nacidos ser agradecidos” y que “hay más alegría en dar que en recibir”.

Esto ocurre cuando el alma se abandona a la voluntad de Dios y busca su presencia en el hermano, especialmente en el necesitado. No desea recompensa humana, porque sabe que su riqueza es Dios.

Quizás el estado de bienestar nos ha vuelto más insensibles que antaño para curar las heridas del corazón a quienes se sienten solos y abandonados.

Ahora, que mucha gente se ha quedado sin trabajo, sin casa, y, a veces, sin familia, tiene más sentido el don de la gratuidad, que lleva implícito la satisfacción del deber humanitario cumplido.

Nos lo recuerda la Carta de San Pablo a Timoteo.

Cristo, que entró en nuestra vida mediante el bautismo, ha ido empapando nuestra existencia y nos ha transformado con su mensaje de amor; nos ha regalado la fe y la esperanza; nos ha protegido misteriosamente, y continuará siendo el compañero diario de nuestro itinerario vital hasta que El nos llame.

Le reconocemos como Señor y Salvador, con la boca pequeña y con la grande.

Los domingos nos llenamos de frases hechas: “te doy gracias, Señor”, “te damos gracias”. ¿Es por rutina o por convicción personal?

No está de más que San Pablo reitere la expresión : “hacer memoria”, porque somos muy olvidadizos.

La fórmula ritual que repetimos cada domingo en la Eucaristía: “Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”, es una llamada al reconocimiento actualizado de ”dar gracias”. Y “es justo y necesario,” como reiteran las palabras del prefacio.

San Lucas enmarca el milagro de la curación de los diez leprosos en el camino hacia Jerusalén.

Jerusalén, la Ciudad Santa, será testigo de la consumación de la Redención con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Hacia ahí converge la misión final de Jesús, de la que nadie le puede apartar.

El camino es un lugar de encuentro de transeúntes y, para el evangelista, escenario de la misericordia, la compasión y el perdón.

Los personajes son diez leprosos: nueve judíos y un samaritano.

La lepra despertaba un profundo estigma social. Era una enfermedad repelente, por los malos olores originados por las llagas y, para la gente de aquel tiempo, incurable. Se confinaba a los infectados en lugares alejados de la población. La ley prohibía su incorporación a la sociedad hasta ser curados. Para ello debían obtener un certificado de curación que expedían los sacerdotes.

A los dolores físicos, se añadían los morales, por la terrible marginación.

Conocemos películas como “Ben-Hur” o “Molokai, la isla maldita” donde se aborda la realidad de la lepra.

Los diez son curados por Jesús. Los nueve judíos marchan a Jerusalén sin volver la vista atrás, gozosos de convertirse en personas normales. El samaritano, retorna a Jesús y da gracias de corazón, al tiempo que adora a Dios.

Aquí convergen dos versiones religiosas: la judía, que tiene por centro la Ley y Jerusalén, y la samaritana, cuyo centro radica en el Monte Garizin.

Ambas adoran a Yahvé, pero con mentalidad distinta.

El samaritano no se siente atado por leyes esclavizantes, y es libre para expresar el sentir de su corazón. El judío, en cambio, no da un paso adelante si no es avalado por la Ley.

Lo que en el fondo nos está transmitiendo el evangelio, y que San Pablo profundiza en su Carta a los Romanos, es que la mera Ley no salva, sino la fe, acompañada de las buenas obras.

El samaritano, considerado como extranjero, se adentra en la larga caravana de los salvados que saben interpretar el paso de Jesús, camino de la vida eterna.

También en nuestra vida, al igual que con los nueve judíos, hay mecanismos sicológicos que bloquean nuestro agradecimiento. Se refleja en olvidarnos del dolor que padecimos el día anterior cuando recobramos la salud o en ignorar las escaseces sufridas cuando nadamos en la abundancia.

Todos hemos vivido lo que llamamos “casualidades”, momentos en los que hemos percibido la cercanía de Dios, actos reflejos clarividentes, no habituales: alerta de un peligro, empatías, encuentros que nos han cambiado... Algo así como “pequeños milagros”.

La vida misma, el orden de la naturaleza, la sucesión de las estaciones... Todo, en una visión de fe, es motivo más que suficiente para dar gracias a Dios por el inmenso don que nos ha sido regalado por su “mano” providente.

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