domingo, 25 de agosto de 2013

Homilía



“Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... a Tarsis, Etiopía, Masac, Tubal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria” ( Is.66, 18-20).

Citando a Tarsis, enclavada en Andalucía, en la tierra de los tartesos, como una de las tierras más renotas del mundo entonces conocido, Isaías nos da a entender la universalidad de la salvación, puesta en duda por los judíos radicales de la época de Jesús.
Estos habían impuesto unas normas tan rígidas que terminaron reduciendo la salvación en los límites estrechos de la ley y el nacionalismo, que sólo podían superar los llamados “puros”.

Jesús rechazó siempre esta religiosidad y predicó lo profetizado por Isaías y otros profetas: la misericordia, la justicia y la buena fe.
Pero, al mismo tiempo, invita a entrar por la puerta estrecha, lo que suscita una pregunta por parte de sus discípulos: “¿Son pocos, Señor, los que se salvan?” (Lucas 13,23).

Un interrogante, que se despierta a menudo en nuestros corazones: ¿Cuántos se salvan?
¿Quiénes se salvan?; y lo más importante: ¿me salvaré yo?
Nos preocupa el destino de nuestra vida, en hacernos merecedores por las buenas obras, en conquistar algo que nos pertenece como fruto de nuestro trabajo.
Sin embargo, en la propuesta de Jesús, los méritos debemos dejarlos aparcados a la entrada. Parece absurdo, pero no puede ser de otro modo, pues Dios sería innecesario, y el cielo un vacío sin El.

La gratuidad excluye el narcisismo, el creernos los mejores.
No nos salvamos porque somos buenos, sino porque Dios es bueno con nosotros.
Y tiene sentido lo dicho por Jesús:
“El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la recuperará” (Mateo 10, 39).

Un clásico humorista español ponía al pie de una de sus dibujos:

“Al cielo, lo que se dice al cielo, iremos las católicas- o los católicos- de toda la vida”.

La reflexión tiene “miga”, pues nos obliga a cuestionar nuestras actitudes, porque nos podemos encontrar, después de la muerte, con la desagradable sorpresa de no vernos reconocidos.

“No todo el que me dice: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mateo 7,21).

Y la voluntad de Dios, reflejada en Jesús, es que nos amemos como hermanos.
Amar significa respetar, denunciar las injusticias, protestar las leyes injustas, pero en modo alguno insultar, descalificar y demonizar a los que no piensan como nosotros.

Es frecuente hoy la crítica destructiva ante la mala gestión económica, religiosa, política y social del Gobierno. Yo también lo creo así, pero como cristianos hemos de guardar las formas, escoger las palabras y reclamar los derechos con educación y respeto. Hay medios correctos para afrontar los problemas. Hagamos buen uso de ellos y no nos quedemos en lamentaciones estériles.

El camino angosto y la puerta estrecha del compromiso cristiano exige entrega, sin esperar otra recompensa que la satisfacción del deber cumplido.
Quienes actúan de esta manera no suelen ser esclavos de la ley ni observadores habituales de las tradiciones, pero sí se vacían de sí mismos en busca de algo o Alguien que les llene de verdad. Según Jesús, no están lejos del Reino de Dios.

La puerta ancha y el camino ancho los ha marcado Jesús.
El mismo nos ha dicho que la adhesión a su persona es el camino más corto para llegar al Padre:

“El que cree en mí no morirá para siempre, sino que tendrá la luz de la vida ” (Juan 11,25).

Y, seguir a Jesús no es fácil. Tampoco lo es ser testigo de su presencia entre los hombres, porque nos enfrentamos a menudo con circunstancias negativas, viéndonos abocados a navegar contra corriente, fuera de los límites “políticamente correctos”.
Dios es, por fortuna, nuestro árbitro supremo, y ojalá amemos y nos dejemos amar por El.

Miguel de Unamuno escribía estos sencillos versos:

“Agranda la puerta, Padre, para que pueda pasar.
La hiciste para los niños, yo he crecido a mi pesar.
Si no la agrandas, oh Padre, achícame, por piedad”.

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