domingo, 4 de agosto de 2013

Homilía



Con estas palabras se inicia el Libro del Eclesiastés o Qohélet, que nos presenta la liturgia de hoy.
Sorprenden estas expresiones en uno de los Libros más bellamente escritos de la Biblia cuando muchas familias están disfrutando de vacaciones largamente esperadas.
San Pablo incide en parecidos términos al invitarnos a poner nuestro punto de mira en los bienes de arriba, no en los de la tierra.

¿Tenemos que despreciar los cristianos los bienes de la tierra?
Nada más lejos de la realidad.

El cristianismo, al aspirar a los bienes celestiales, valora también los bienes de la tierra que han sido puestos por el Creador al servicio del hombre. Dios nos ha creado para que seamos felices, para que busquemos el bien, la paz, la libertad, el amor...

He escuchado decir a un joven tras la victoria de España en el Mundial de Fútbol que había llegado al éxtasis, a la plenitud; que ya podía morir tranquilo.
Todo esto es idolatría, como la avaricia y la codicia, de las que habla San Pablo.
La vida nos termina colocando a cada uno en nuestro sitio, en una realidad efímera que nos lleva a reflexionar sobre su auténtico sentido.

¿Para qué acumular riquezas?
¿A qué responde la esclavitud de la imagen que queremos dar para ser para ser bien vistos por la sociedad?
¿Somos más felices por ello?
¿Cómo explicar los vacíos interiores que sufrimos, los desencantos, las frustraciones y el negativismo en general?

Surgió, después de la II Guerra Mundial, una filosofía existencialista, pesimista, cuyos argumentos finales desembocaban en la nada. Jean Paul Sastre, uno de los más cualificados pensadores de esta corriente, afirmaba en su libro “La Náusea” que “ todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”.
No hay alusión a la trascendencia.

El Eclesiastés, si bien insiste en que “no hay nada nuevo bajo el sol” y que “la única felicidad del hombre está en comer, beber y disfrutar del fruto de su trabajo”, reafirma al final que “toda felicidad posible es don de Dios”.
Si la nada invade nuestro mundo, falta fe y todo da lo mismo, incluyendo la libertad personal: ¿qué sentido tiene la vida?

Las palabras del evangelio, en labios de un labrador avaro, dan en la clave sobre los vacíos de la existencia cuando se ningunea al Creador.
Rellenar la nada con bienes y aliviar el hastío con comida y bebida es lo que hacemos en las sociedades capitalistas, que han llevado el consumo a límites extremos.
Sin embargo, todo cambia cuando nuestra vida se deja empapar por la lluvia de la transcendencia y es Dios el árbitro supremo.
Entonces cobra vigor el respeto a la naturaleza, la sucesión de las estaciones, los pequeños detalles de cada día, la comunicación humana, el trabajo que ennoblece, el amor entregado, la muerte como encuentro definitivo con la Nueva Vida que nos aguarda.
Desde esta perspectiva no tiene razón de ser la codicia.

La condena del labrador avaro no apunta al trabajo desarrollado por él, ni a los bienes que ha ganado, sino a su egoísmo y a no querer compartirlos.
“Ser rico a los ojos de Dios” supone autodisciplina, humildad y respeto, para no imponer nuestro “dominio espiritual” sobre las personas, ni nuestro poder económico.

Hace bastantes años que Mons. Buxarrais, obispo de Málaga, dejó la diócesis para sumergirse en el anonimato de una leprosería. Lo mismo cabe decir de Mons. Nicolás Castellanos, obispo de Palencia, que ejerce su apostolado como coadjutor de una parroquia en el altiplano boliviano.
Ambos ejemplos nos reconfortan.

Y es que la vida sólo merece la pena vivirla cuando se vive como un ideal.
Teresa de Calcuta, prácticamente canonizada en vida, la expresaba maravillosamente así:

“La vida es oportunidad, aprovéchala.
La vida es belleza, admírala.
La vida es sueño, hazla realidad.
La vida es un reto, afróntalo.
La vida es un deber, cúmplelo.
La vida es un hermoso juego, juégalo.
La vida es preciosa, cuídala.
La vida es riqueza, valórala.
La vida es amor, vívela”.

Vivir de esta manera no es “vaciedad sin sentido”, sino plenitud con sentido.
Cuando comprobamos a nuestros alrededor cómo se construyen ídolos con pies de barro que se evaporan rápidamente, dar valor a las cosas pequeñas, sembrar esperanza y gozar con paz interior de todo lo que nos ha sido dado, provoca admiración.

¡Ojalá nos enamoremos así de esta vida!

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