lunes, 26 de noviembre de 2012

SAN SILVESTRE GOZZOLINI

Un santo es siempre un gran carácter. Para realizar su ideal de santidad, necesita una valentía a toda prueba, un espíritu de desprendimiento y de vencimiento propio que rara vez, alcanzan los héroes de los combates, o los de la ciencia.

Carácter indomable fue el de San Silvestre, gloria de Osimo. Su padre, Gislerio, hombre noble y de mucho prestigio en toda la comarca de Ancona, le envió primero a Padua y después a Bolonia para estudiar la jurisprudencia, que entonces y siempre ha sido utilísimo instrumento para labrarse una posición hermosa en el mundo. Pero no era eso precisamente lo que Silvestre deseaba. Más que hacia el mundo, su espíritu se encaminaba hacia Dios; y por eso, en vez de la ciencia del mundo, dedicóse a estudiar la teología, que es la ciencia de Dios. Cuando volvió a su casa díjole su padre:

—¿Quién eres?
—Tu hijo Silvestre Gozzolini—respondió él.
—No—respondió el ambicioso Gislerio—, tú no eres mi hijo; un teólogo no puede ser mi hijo Cuando venga mi hijo el jurisconsulto entonces le admitiré en mi casa...—y cerró la puerta.

Silvestre se marchó sin saber dónde iría. Dios lo guiaba. En el camino iba pensando como el pobrecillo de Asís: «Desde ahora podré decir más libre y confiadamente: Padre nuestro, que estás en los Cielos.»

En vez de embrollar pleitos, quiso salvar almas. Se hizo sacerdote, y después le dieron una canonjía en Osimo, y predicaba y buscaba las ovejas extraviadas de Cristo; y hablaba con amor a los pobres y a los humildes, y con fortaleza a los soberbios y a los poderosos. El obispo de la ciudad era un obispo como había muchos en aquel tiempo, en que los emperadores repartían las mitras y los báculos:

Gratiam Dei transferentes in luxuriam. También a él le predicó Silvestre el non licet de San Juan Bautista.

Era aquél un siglo de rebeldías y ambiciones. Había crímenes inauditos, luchas fratricidas de güelfos y gibelinos, de capuletos y monteseos, verdaderas aberraciones heréticas y lacras de vicios repugnantes. Las pasiones hervían; pero en el fondo de los corazones palpitaba aún la llama santa de la fe. La conciencia no se había adulterado todavía. El mal se llamaba mal, y el bien era respetado. San Francisco oyó una voz que le decía: «Afianza mi casa, porque se cae.» Esta voz sonó también en el corazón de Silvestre, y Silvestre fue uno de los grandes constructores de 1300.

Dios habla de muchas maneras a los hombres; y es un gran arte saber descifrar el lenguaje divino. Fue un día Silvestre al entierro de un pariente suyo, que había sido un hombre muy celebrado por su belleza. Pero la muerte había destruído aquello que fue el orgullo de su vida. Silvestre no pudo ver un rastro siquiera de su tez rosada, de la viveza de sus ojos, de sus formas intachables. Era un montón informe y monstruoso de podredumbre. Las cuencas de los ojos habíanse trocado en nido de gusanos. Este espectáculo encierra siempre una profunda lección. Las almas delicadas la comprenden. El canónigo de Osimo la comprendió también, como la comprenderá más tarde el duque de Gandía. Desde aquel instante se le clavaron a Silvestre en el corazón aquellas, palabras que había leído en el sarcófago de San Pedro Damiano: «Lo que tú eres, yo lo fuí; lo que yo soy, tú lo serás.» ¿Qué interés puede tener toda esperanza terrena para quien ha llegado a comprender el profundo sentido de esta sentencia?

Esa inteligencia iluminó el alma del joven clérigo como un relámpago. Otro relámpago fue para él aquella sentencia de Cristo: «El que quiera venir en pos de Mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» Silvestre dejó la canonjía, salió de la ciudad y se fue a buscar a Cristo en el desierto. Y allí vio pasar la gloria de Dios, como el profeta Elias.

El Fano es un monte cuya cresta verde se divisa entre nubes desde la cercana ciudad de Fabriano; es el monte donde se abrió el Cielo a los ojos de Silvestre. Pero antes tuvo él que cerrarlos a todo cuanto significa placer y comodidad. Tenia frecuentes coloquios con los habitantes del Paraíso. Los santos venían a visitarlo, rodeados de claridad, entre el silencio oscuro de la noche. Unas veces lo encontraban rezando de rodillas en un ángulo de su gruta: otras, durmiendo tendido en la tierra, que era su único lecho; otras, cenando su cuenco de hierbas y su vaso de agua limpia. Los ángeles cantaban entre tanto por el bosque. Si Silvestre hubiera sido poeta, habría dicho seguramente lo de San Juan de la Cruz:

¡Oh noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora!
¡Oh música callada,
oh soledad sonora,
oh cena que recrea y enamora!

Por toda la comarca de Ancona, por toda Italia, empezó a hablarse de estas austeridades y penitencias. Las muchedumbres se acercaban al solitario y le confesaban sus pecados. Muchos se quedaron a hacerle compañía. En verdad que aquél era un siglo de generosidades. El que caía sabía levantarse y reintegrarse por la penitencia. Silvestre levanto para sus compañeros un monasterio, que se llamó de Monte Fano, y les dio una túnica azul, un ceñidor azul y un escapulario azul. Al monasterio de Monte Fano siguieron otros muchos de hombres y mujeres. En todos ellos se guardaba la regla de San Benito, pero Silvestre introdujo innovaciones en la organización; todas las fundaciones debían estar sujetas a las de Monte Fano, y los superiores serían temporales, perdiendo el título de abad. El abad feudal de aquella época feudal era un gran dignatario, que representaba riqueza, pompa, preeminencia social, y Silvestre estaba enamorado de la sencillez, de la pobreza, del silencio.

Era natural que el demonio estuviese irritado contra aquel hombre que le arrebataba un botín precioso. Y tal era su rabia, que llego a perseguirle de una manera pueril. El odio lo cegaba, y no le dejaba ver que estaba haciendo el ridículo. Trataba de asustar al anciano monje de mil maneras. Una noche simuló un furioso asalto al monasterio. Silvestre levantó la mano con una sonrisa de piadosa ironía, y todo desapareció. El enemigo, en venganza, cogió al santo y lo lanzó de una escalera abajo. Esto fue más grave, porque del golpe estuvo Silvestre a punto de morir; pero la Virgen vino a su celda, lo tocó y lo curó graciosamente. Las manos de la Virgen son medicina suave contra las enfermedades del cuerpo y del alma. Silvestre era un siervo enamorado de la bienaventurada Virgen María. Pero estaba ya viejo; había trabajado mucho, había levantado muchos monasterios, había hecho penitencias inverosímiles, y tenía ya noventa años. Al fin, su cuerpo se desmoronó y su alma voló al Cielo. Pero su aliento vive todavía en la Congregación de los Silvestrinos por él fundada.

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