domingo, 4 de noviembre de 2012

Homilías



El “Shema, Israel” marca la carta de identidad de un pueblo, que sabe que Dios está de su parte y se siente escogido por Él.
Generaciones y generaciones de israelitas han mantenido viva esta experiencia, que ha condicionado positivamente sus vidas, porque sentirse amado y vivir una pertenencia dinámica es uno de los mejores antídotos contra el anonimato y la confusión.
Aquí está el secreto de que el pueblo judío no haya desaparecido de la faz de la Tierra, a pesar de las guerras, persecuciones y exterminios contra él llevados a cabo.
En todo itinerario hay un punto de partida, una ruta a seguir y un punto de llegada que la motive. Pues bien: se inicia el camino, con Dios como valedor supremo, con un ideal, la alianza, que fortalece la mente y el corazón para seguir adelante, y un fin: el encuentro definitivo con quien es el autor de la Vida.
Esta claridad en los principios desconcierta a los no creyentes y provoca sana envidia en quienes no han logrado todavía un ideal por el que dar la vida.
Ser “diferente” no es bien visto en ciertos sectores, que imponen el pensamiento único y la sumisión al poder establecido. Algo que choca con la tradición judeo-cristiana, que considera a Ýahvé-Dios como Pastor soberano.
El ser humano pierde el rumbo, va a la deriva, cuando aparca a Dios de su vida. Las más recientes experiencias del marxismo y el capitalismo salvaje demuestran hasta dónde puede llegar el sojuzgamiento y esclavitud de las personas si el poder y el dinero suplantan la función de Dios.
En la palabra: “Shema, escucha” está la clave del misterio de toda la Creación.
Dios habla con palabras de amor, no sólo al Pueblo de la Alianza, el Pueblo de Israel, sino a todos los hombres. Nos comunica con palabras de vida su amor infinito y pide ser correspondido: “Yo soy vuestro Dios y vosotros seréis mi Pueblo”.(Jeremías 30, 22)
La obediencia del Pueblo, pues Él no falla nunca, es la medida que calibra el amor que profesamos.
Este amor deriva en dos vertientes: una tiende hacia Dios y otra hacia el prójimo.


Según la Ley, que fija los términos de la Alianza, el Primer Mandamiento es “amar a Dios sobre todas las cosas”. Así fue a partir de Moisés, pero con el paso del tiempo y la intervención de los escribas, fariseos y saduceos, que introdujeron numerosos preceptos nuevos, cuyo no cumplimiento acarreaba castigo, imperaba la confusión entre los creyentes judíos.
En tales circunstancias, tiene mucha importancia la pregunta del letrado judío, dirigida a Jesús, sobre cuál es el principal Mandamiento.
La respuesta del Maestro, en el evangelio según San Marcos, pone al mismo nivel el amor al Dios único (Deuteronomio) y el amor al prójimo como a uno mismo (Levítico).

San Juan, en su primera Carta va más allá, y dirá que “no podemos amar a Dios, a quien no vemos, sin mar antes al prójimo a quien vemos” ( I Juan 4, 20)


¿En qué consiste este amor? ¿Cómo lo podemos calibrar? ¿Es equiparable con el amor que sentimos por nuestra familia o con una persona concreta?
Según Eric From: “Si una persona ama sólo a otra y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino una relación simbiótica, o un egoísmo ampliado”.

El amor es entrega, es donación, es mirar al otro desde sí mismo y, a través de él, abarcar a todos.
Esto no se logra con una teología que se basa en el conocimiento de Dios por el pensamiento, sino por una experiencia de unión con Él.

“El cristiano del siglo XXI- afirmaba Karl Rähner- o será místico o no será”.

Por eso debemos estar con los ojos bien abiertos para percibir la presencia amorosa de Dios en nuestra vida, tanto en las experiencias sublimes como en las que están marcadas por las propias miserias.
No somos los dueños de nuestro destino, ni los árbitros de la historia, ni los inventores del amor. El protagonista es Dios y, si amamos, es porque Él nos amó primero con total gratuidad.
Cuando uno es amado y se sabe amado de verdad, sin reservas, siendo consciente de esta realidad, el amor se convierte en la experiencia más gozosa de la vida.
La persona amada se adentra así en una dinámica, creadora de autenticidad, y se transforma en principio activo de realización.

La fe en Jesús, que murió por todos y es el Sacramento, el signo supremo del Amor que Dios nos tiene, nos da la medida de un amor sin medida.

En consecuencia, el amor a Dios y al prójimo son inseparables, como las dos caras de una misma moneda.

Los cristianos, como los judíos, deberíamos tener grabado con letras de oro, en la mente y en el corazón, este Gran Mandamiento, para recordar cada día el amor que recibimos de Dios y damos a los demás.

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