jueves, 8 de septiembre de 2011

Natividad de la Santísima Virgen María

Nuestros ojos se alegran cuando en las cimas de los montes ven el oro de la luz primera, precursora de la claridad del sol. Así se alegra la Iglesia en este día de la Natividad de la Santísima Virgen. «Tu nacimiento, ¡oh Virgen gloriosa!, anuncia para el mundo entero la más pura de las alegrías.» Así canta la liturgia, invitándonos a participar en ese regocijo, a honrar esa luz naciente, a coronar esa cuna con los lirios y las rosas de los santos deseos y las alabanzas sinceras. Y añade, en un éxtasis de admiración ante la belleza de la criatura privilegiada que acaba de venir al mundo: « ¿Quién es ésta que avanza con la gracia de la aurora, hermosa como la luna, escogida como el sol, envuelta en los aromas de todas las virtudes? Bella imagen, que en esta hija de David tiene la más alta realidad, que nos sugiere el encanto de sus misteriosos destinos y nos resume la gloria de su formidable grandeza. Ella será sobre el horizonte del mundo como el alba del día de la verdad, como el despuntar de la luz de la fe; ella anuncia el sol de la gracia, preconiza la alegría de la salvación y asegura la realización de nuestras esperanzas. Su aparición es un gozoso despertar para el mundo entumecido. Huyen las sombras, se disipan los miedos, un dulce fulgor inunda todas las cosas; se entreabren las flores, ávidas de claridad, se llenan de esencias los campos y los aires de armonías; resucita la naturaleza, danzan las aguas, fulguran las hojas de los árboles, y agitado por un anhelo de vida universal, se prepara a recibir al astro del día. Esto es la aurora, esto es el nacimiento de María; es la alborada del Señor, Termina la noche de la incertidumbre, que hacía llorar a Jeremías; asoma el amanecer en que desciende el rocío del Cielo, y a la voz del vidente, que pregunta al centinela sobre los terrores nocturnos, contesta el grito alborozado: «Las sombras huyen, la estrella matutina fulgura en medio de la niebla, y una gran luz aparece para los que se sentaban en la oscuridad de la muerte.» Y el terrible Elías, el profeta del fuego, suaviza su semblante, y desde sus místicas almenas nos dice, dibujando una sonrisa entre sus barbas de nieve: «He aquí que veo una nubecilla, chiquita como la huella de un hombre, que sube desde la llanura del mar.»

Porque esta niña que acaba de nacer en un humilde lugar de Palestina, en una casa humilde, de unos padres humildes y desconocidos, aunque no ha sido recibida en una cuna de oro y de marfil, trae todas las señales de la predestinación. No ha sido su nacimiento como los demás nacimientos. Por vez primera no lloraban los ángeles cuando aparecía un ser humano en la tierra; por vez primera se alejaba confusa la serpiente del paraíso, y sonreía Yahvé y se alegraba el Cielo y temblaban las potencias infernales. Sin embargo, nada nos dijeron los libros santos de aquel nacimiento, ni de los padres de la niña, ni de la grandeza de sus antepasados. Ni las hazañas de David, ni la gloria de Salomón, ni los cantos de los coros angélicos deben ocupar nuestra atención al acercarnos a esa cuna gloriosa. Ninguna de esas cosas nos da la verdadera grandeza de la criatura que acaba de nacer. Lo que ella es, lo que representa en la historia del mundo, lo que significa en el tejido maravilloso de los caminos de Dios, se encuentra en aquellas palabras evangélicas, de una profundidad insondable: «Maria de qua natus est Jesús. Esta niña es María, de quien nacerá Jesús.»
Día vendrá en que el Salvador de los hombres, la Sabiduría del Padre, el iluminador de las almas, la alegría del género humano, tomará carne humana en el seno de esa niña que hoy viene al mundo. Ella recibirá el mensaje divino, verá al Mesías salir de sus entrañas purísimas, le mecerá entre sus brazos, le alimentará con la leche de sus castos pechos, y cuando Él empiece a hablar, la llamará Madre, se abrazará a su cuello, se dormirá en su recazo, y asido a su túnica aprenderá a dar sus primeros pasos sobre la tierra. La gloria, la grandeza, el fin, el destino de esta niña, es ser Madre de Dios. Para eso fue creada por el mismo Dios, que de ella quiso nacer. Es al mismo tiempo Hija de Dios y Madre de Dios. Tal vez por eso los Evangelios no nos hablan de sus antepasados. Su genealogía comienza por la divinidad y acaba por la humanidad de su Hijo. Todo en María dice relación a Jesús, de quien se dirá en Galilea: « ¿No es éste el Hijo de María? Y en relación a Jesús la predestinó Dios Padre desde toda eternidad, y la formó el Verbo Creador, a quien todo debe la existencia, y la enriqueció y hermoseó el Espíritu Santificador, que infunde los celestes dones en las almas santas. La Madre era como un primer esbozo del Hijo. En lo físico y en lo moral. Jesús debía recordar a María; debía ser, en cuanto a su humanidad, como un retrato de María. «Quiso—dice San Bernardo—nacer de una Virgen para no tener mancha alguna en su origen; quiso que ella fuese humilde para heredar su humildad y su mansedumbre.» Del mismo modo que el artista empieza bosquejando en pequeño la figura que se propone ejecutar en mayores proporciones, así Dios hace ya aparecer en la Natividad de María un comienzo, un esbozo de Jesús, un anuncio de sus infinitas perfecciones, una expresión viva y natural de su deslumbrante belleza.

Cuando Yahvé formaba al primer hombre, al modelar el barro, sus manos debían temblar de amor, porque en aquel barro, dice Tertuliano, consideraba a Cristo, que debía hacerse hombre algún día. «Pues bien—observa Rossuet—, si al crear al primer padre de la humanidad pensaba Dios en el segundo Adán; si en consideración al Salvador Jesús, le formó con tan moroso y amoroso cuidado, porque de él había de nacer su Hijo después de una larga serie de siglos y generaciones, ¿no podemos concluir que al formar a María, a la Virgen que debía llevarle en sus entrañas, sólo pensaba en Jesús, y trabajaba para Jesús y anunciaba a Jesús?» Porque de todas las relaciones que la humanidad tiene con el Hijo de Dios, después de la unión hipostática, no hay ninguna más estrecha que esta unión de María; relación única, inefable, incomparable, por ser individual, exclusiva, inmediata, virginal, maternal, divina. En cierto modo, la maternidad de María es a la humanidad de Jesucristo lo que la humanidad es a la divinidad.
He aquí el fundamento de todas las perfecciones de María. Formada en el laboratorio de la divina sabiduría, como reflejo del Verbo, nada defectuoso debía caber en ella. Un ángel, un mensajero de la corte celestial, podría saludarla con las más graciosas palabras que han bajado del Cielo a la tierra: «Dios te salve, María; llena eres de gracia.» Y este saludo no es solamente un testimonio de admiración y de homenaje, sino la expresión plena de la realidad. Todas las gracias, todas las virtudes, todas las perfecciones, debían reunirse en esta criatura privilegiada. Hija del Padre. Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo. La pureza infunde en su cuerpo un soplo celeste y aromático, la gracia le anima, la caridad forma su corazón, la prudencia organiza su cerebro, el pudor modela su frente, la dulzura derrama suavidad en sus labios, el recato hace su nido en sus mejillas, la modestia y la virginidad vierten divinos encantos sobre todo su ser, y toda ella, en sus palabras, en su andar, en sus gestos, en sus facciones, es como un acorde maravilloso de modestia, de gracia, de dulzura, de paciencia, de discreción, de fe, de fortaleza, de caridad y, para decirlo en una palabra, una cifra de todas las perfecciones que los hombres han cantado y admirado. «No había orgullo en su mirada—dice San Ambrosio—, ni ligereza en su hablar, ni en su semblante dureza, ni precipitación en su voz, ni en sus movimientos abandono. Todo el aspecto de su cuerpo era como la imagen de su alma y el retrato de su santidad. Tan noble era su andar, que no parecía apoyarse en el suelo, sino elevarse sobre él por su propia virtud.» Los Santos Padres han visto condensadas en ella todas las maravillas derramadas a través del mundo visible; San Agustín la llama la forma, el molde de Dios; y al aplicarla los más bellos pasajes de los libros sapienciales, la Iglesia nos la presenta como el boceto purísimo de la creación entera. Ordenada desde toda eternidad, existía antes que la tierra con toda su hermosura. Antes que fluyesen las fuentes, que los montes levantasen sus cimas hacia las estrellas, antes que de los labios de Dios brotase la primera palabra creadora, ella era ya soberana del pensamiento divino. Los ángeles aparecen como un reflejo de su alma, las flores como una sonrisa de su boca, los astros como un parpadeo de su mirada, el mar como un espejo de su belleza, las nubes como el escabel de su pie, los Cielos como el dosel de su gloria.

Todo esto es lo que representa el nombre dulce, amable y gracioso de esta niña que hoy aparece en nuestra tierra, llenándola de esperanza, inundándola de gozo, bañándola de luz. «Y el nombre de la Virgen, María», dice el texto sagrado; María estrella de la mar; María, estrella del amanecer, aquella estrella de la cual se había dicho en el Oriente: «Yo le veré, mas no ahora; yo le miraré, mas no de cerca. Una estrella se levantará de Jacob; un cetro se levantará de Israel; herirá a los príncipes de Moab y reinará Sobre todos los hijos de Set.» El cetro reina ya sobre la raza humana; y el principio de su reinado fue la aparición de la Estrella en los horizontes del mundo. Su luz sigue brillando dulce, clara y benigna, para guiar a los extraviados hacia la casa paterna, para alegrar el alma de los que lloran, para calentar los corazones que tiritan entre los hielos del odio y de la indiferencia. «Oh, vosotros—dice San Bernardo—, que flotáis sobre la corriente de ese siglo, entre las tormentas y los vendavales, tened los ojos fijos en la Estrella, si no queréis sumergiros en las olas. Te sientes asaltado por el huracán de la tentación, arrojado contra los escollos de las tribulaciones: mira a la Estrella, invoca a María. Tiemblas agitado por el oleaje del orgullo, de la ambición, de la envidia, de la concupiscencia: mira a la Estrella, invoca a María. Te aterra el horror del juicio, te turba la enormidad de tus crímenes, te sientes arrastrado por el abismo de la tristeza y la desesperación: piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las vacilaciones, piensa en María, invoca a María. Tenia siempre en los labios, siempre en el corazón; y para obtener el apoyo de su oración, no dejes de seguir el ejemplo de su vida. El que la sigue, no yerra; el que la implora, no desespera; el que en ella medita, camina seguro....»

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