viernes, 22 de julio de 2011

Santa María Magdalena

María Magdalena irrumpe en el Evangelio y en la historia cuando entra, temblorosa pero resuelta, en Casa del fariseo Simón.

La escena relatada por San Lucas (7,36-50) parte en dos vertientes la vida de esta mujer: antes y después de su encuentro con Jesús.

De este episodio, que la liturgia nos propone en el Evangelio de su fiesta, hemos de arrancar para conocerla Delicadamente, el evangelista silencia en este lugar su nombre, pero en el capítulo siguiente nos habla de María Magdalena, de quien Jesús había arrojado siete demonios (Lc. 8,2).

La semejanza íntima entre la María Magdalena nombrada por los cuatro evangelistas con la pecadora innominada que se arroja a los pies de Jesús en casa del fariseo justifican plenamente la identificación que la tradición cristiana y la liturgia hacen de estas dos figuras evangélicas.

Recogiendo los datos necesarios para reconstruir "su pasado" hallamos que era una mujer pecadora que había en la ciudad (Lc. 7,37), que esta ciudad era Magdala, y que le fueron perdonados sus pecados porque había amado mucho (Lc. 7,47); luego antes de la escena en casa de Simón había conocido a Jesús, había sido transformada por El.

Era Magdala una ciudad próspera. Recostada en la ribera del mar de Galilea, se había enriquecido con la industria de salazón de pescado. A esto había que añadir la riqueza de su suelo cruzado de corrientes, que le permitían el lujo de ceñirse de árboles.

María, ávida y hermosa, pasearía por aquellas calles su belleza aderezada de lino finísimo, de brazaletes y de collares. La admiración de los hombres y el tintineo de sus tobillos anillados, que suscitaban miradas de envidia y de deseo, le distraían la tristeza. Pero las horas de placer se le escapaban de las manos sin remedio, como las cuentas de un collar roto, dejándole insatisfecho el corazón.

Jesús iniciaba su vida pública eligiendo como centro de su predicación y sus milagros a la pequeña Galilea.

Un día cualquiera llegó hasta Magdala el rumor. Iba creciendo como la brisa vespertina que riza apenas la superficie del lago para estallar al fin en ola sobre la orilla.

— ¡Ha aparecido un Profeta! Se rodea de discípulos. ¡Anuncia el reino de Dios y dice que está dentro de nosotros! Viene hacia Magdala... ¡Ya llega!... Está aquí. ¡El Profeta!

Se dejó arrastrar por un grupo que corría. Fue sólo un instante. Divisó su estatura destacada. Más cerca pudo distinguir sus rasgos. Le agradaron. Eran regulares y firmes, pero..., ¿y sus ojos? No podía verlos. Fue sólo un instante. Él, al pasar, la miró. Hubiera querido retenerle, pero Él seguía ya su camino.

No podía María olvidar los ojos del Profeta. ¿Qué había en aquellos ojos? ¿Reproche? Sí, reproche; pero también compasión, una compasión inmensa. La vida se le hizo insoportable. Cada pecado grababa más hondo en su recuerdo aquella mirada. Le dijeron que Cafarnaúm era su residencia más frecuente.

La tarde estaba ahíta de polvo y la ciudad parecía desierta; pronto descubrió un apiñado enjambre frente a una casa del barrio de los pescadores. Magdalena tardó horas en ir ganando puestos pacientemente hasta llegar al umbral en que Jesús inagotablemente se inclinaba sobre las necesidades de todos. Le golpeaba apresuradamente el corazón. Se había cubierto con un velo tupido que ocultaba por entero su vestido rico, sus cabellos. ¿Qué le pediría ella al Profeta? Nada. Realmente. No tenía nada que pedirle. Ni sabía ahora por qué había venido.

De pronto se produjo un gran revuelo. Alguien por la parte posterior de la casa había logrado levantar la techumbre y en este momento, ante un murmullo expectante, descolgaban una camilla con un hombre totalmente rígido e inmóvil (Mc. 2, 1-2; Mt. 9, 1-18; Lc. 5, 17-26).

Los escribas y personas importantes que rodeaban a Jesús se apartaron, y quedó el hombre tendido en el centro de la habitación delante de Él. El enfermo, intensamente pálido, imploraba con los ojos. Jesús le miró largamente —se hizo un silencio total—; después, posando una mano sobre su frente, dijo en tono solemne:

Hijo, ten confianza; perdonados te son tus pecados.

Magdalena, en la misma puerta, tembló: ¡sus pecados!

Hubo un instante de sorpresa y desencanto. Miradas de reprobación de los escribas. Pareció que uno de ellos iba a hablar, pero Jesús le tomó la palabra.

— ¿Por qué os escandalizáis de que yo perdone los pecados? Pensáis, sin duda, que sólo Dios puede hacerlo... Pues, para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad de perdonar los pecados, a ti lo digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

María comprendió entonces la profundidad de la mirada compasiva de Jesús. Creyó que Él, con su poder divino, había taladrado su conciencia y que la había visto a ella, manchada de lujuria, de envidia, de codicia. De repente, aquellas palabras de Jesús anteponiendo el perdón de los pecados a la salud del cuerpo, la habían colocado frente a sí misma. Todo su orgullo de mujer hambrienta de halagos se rebelaba. No podía soportar el pensamiento de su propio espectáculo. Sentía asco de su vida y juntamente una rebeldía indomable que le impedía reconocerse indigna, despreciable, merecedora de la infinita compasión de Jesús.

El remordimiento es amargo cuando el amor no lo ha transformado aún en contrición. Es como una losa que nos oprime, amenazando aplastarnos para siempre; como una serpiente que se revuelve en el alma.

Lentamente, por debajo del orgullo encabritado, y a medida que éste se amansaba, la gracia iba abriéndose paso. A la rebeldía sucedía la esperanza que habían dejado prendida en su alma aquellas palabras dirigidas al paralítico: Hijo, ten confianza; tus pecados te son perdonados. Ella también podía ser perdonada.

Sus pecados le pesaban ahora como una cadena insoportable. Pero las cadenas atan a la tierra. Ella, para liberarse, tenía que romperlas, y se sentía sin fuerzas, impotente. En esta agonía que le deshace el alma, porque ya no quiere pecar y peca, busca de nuevo a Jesús.

Ahora Él enseña en el Monte. Entre Caná y Cafarnaúm, en la ladera del Poniente, que conserva fresca la hierba hasta el centro del verano. La muchedumbre que le rodea es compacta. No logra acercarse al Maestro, pero le escucha:

—Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.

—Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos también alcanzarán misericordia.

—Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

Y estas palabras abren su alma a un deseo acuciante de bondad y de bien.

Como el aliento del amanecer despertando a las palmeras del desierto, como el primer vuelo de un pájaro recién nacido, aletea en su corazón un amor nuevo, un amor puro que le empuja sin violencias hacia aquella verdad, hacia aquel bien vislumbrado que se personifica en Jesús.

Sólo Él podía saciar los verdaderos deseos de su corazón.

Como la esposa del Cantar ella quiere buscar al amado por calles y por plazas e increpar a los centinelas de la ciudad: "¿No habéis visto al amado de mi alma?"

Supo que estaba en casa de Simón. Entró muy de prisa, apretando fuertemente su frasco de perfume. Hubiera querido pasar desapercibida, pero no fue posible. Casi la echaron para atrás las miradas de escándalo y de desprecio. No importaba. Se lo merecía. Su orgullo se había fundido porque había triunfado el amor.

Le vio y se arrojó a sus pies. Quiso decirle su arrepentimiento, suplicar su perdón. Pero no pudo. Se le ahogaron en lágrimas las palabras. Sólo supo besarlos y llorar, no sabía si de amor o de dolor. Él comprendía.

Derramó sobre sus pies el perfume. Quería darle esta muestra de gratitud; pero... ¡qué poco era aquello! Se soltó en gesto rápido las trenzas. Eran algo muy suyo, algo que ella había cuidado con esmero como a su gala preferida, justo era emplearlas ahora en enjugarle a Él los pies.

Ahí seguía, ajena a la irritación circundante cuando habló Jesús:

—Simón, quiero decirte una cosa.

—Dila, Maestro.

—Un acreedor tenía dos deudores...

Aludida por Él, María se estremeció desde sus plantas escuchando aturdida la defensa que ¡de ella! hacía el Maestro.

Lentamente irguió la cabeza y se atrevió, al fin, a mirarle.

—Mujer, perdonados te son tus pecados...

Movió ella los labios sin lograr emitir ningún sonido

—Tu fe te ha salvado, vete en paz (Lc. 7,36-50),

Las palabras del Señor fueron eficaces en su alma, que quedó inundada de paz.

¡Oh hijas de Jerusalén!, conjuros por las cabras y por los ciervos de los campos que no despertéis ni desveléis a mi amada (Cant. 3,5).

María, renovada y libre, se une al grupo de mujeres que asisten a Jesús. En adelante su vida aparece íntimamente trenzada con los principales acontecimientos de la vida de Cristo: vicisitudes de su ministerio mesiánico, pasión y muerte, resurrección.

Y aconteció luego que recorrió Él una tras otra las ciudades y aldeas predicando y anunciando la buena nueva del Reino de Dios. Con Él iban los doce y algunas mujeres... María, la llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, la mujer de Cuza..., y otras muchas que le servían con sus haberes (Lc. 8,1-3).

Seguir a Jesús, servirle, pudo parecer a Magdalena una felicidad indecible. Pronto comprobó que estaba sembrado de sacrificios. Pero amaba. Amaba con sinceridad, tenía una deuda que pagar y siguió adelante.

La vida pública del Señor cosechó algo más que éxitos.

A los pocos días de iniciar el peregrinaje en su seguimiento estuvieron a punto de lapidarle en Nazaret (Mc. 6,16; Mt. 13,53-58). El entusiasmo que produjo la multiplicación de los panes se trocó en desvío cuando Jesús prometió a su auditorio que Él les daría a comer su carne y a beber su sangre. María no entendía nada, pero no podía dejar de creer en Él. ¿No estaban todos ellos a cada paso comprobando su poder divino? ¿Cómo podían dudar? ¿No palpaban en si mismos una transformación inexplicable a su solo contacto? ¡Ah! Ella no tenía derecho a dudar. ¡Había experimentado tan ciertamente que era Él y sólo Él quien la había curado atrayéndola tan suave pero tan fuertemente hasta arrancarla del pecado!

Menos mal que aquel día Simón, en un arranque, había sabido interpretar lo que ella misma sentía.

—No, Señor, nosotros no te dejaremos. ¿Adónde iríamos? ¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna! (lo. 6,60-70).

Galilea, Fenicia, Decápolis, Judea. En Judea el ambiente era hostil, preñado de peligros. Pero ella no tenía miedo. Tampoco comprendió entonces por qué algunos discípulos tenían miedo.

Hasta que... Parecía imposible. Imposible. Habían vuelto a Jerusalén para la Pascua. Se precipitaron los acontecimientos. Ella no lo había creído, a pesar de los rumores, a pesar de las amenazas, y el golpe la anonadó.

¡Habían prendido al Maestro! (Mt. 26; Mc. 14; Lc. 22. lo. 18).

Habían prendido al Maestro de noche, mientras ella dormía. ¿Cómo era posible que durmiera? Y ahora —estaba amaneciendo— le acababan de llevar a Pilato después que el sanedrín hubo decretado su muerte (Mt. 27; Mc. 15: Lc. 23).

Alzaron la cruz.

María se quedó helada de horror. No podía ser Él. No podía serlo. Sus ojos —aquellos ojos— estaban turbios de sangre. Su cuerpo, como un gusano retorcido y lívido.

— ¡Si eres el Hijo de Dios baja de la cruz! (Mt. 27,40).

¿Bajaría? ¿Por qué no se desclavaba? Podía hacerlo. Estaba segura. ¿Por qué no lo hacia? ¿Por qué?

—Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc. 23,34).

Sí, era Jesús. Este era Jesús. Perdonando, siempre perdonando. ¿Cómo era posible que Él, tan bueno... acabase así? Él no lo merecía, ella sí. Lo hubiese merecido, pero Él...

—Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

Miró a lo alto. Esta voz parecía venir de uno de los malhechores crucificados junto al Maestro. Ahora Jesús le miraba y parecía querer hablarle:

—Yo te lo digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso (Le. 23, 42-43).

¡Con qué facilidad perdonaba Jesús! ¡Con qué facilidad la había perdonado a ella! ¡Con qué facilidad perdonaba ahora a este malhechor! ¿No sería que Jesús sufría para tener derecho a perdonar?

Le daba vértigo el misterio que se abría a su entendimiento como una sima.

La justicia de Dios —ella lo había sabido siempre— era inexorable. Necesariamente inexorable. Y Jesús perdonaba tan fácilmente.

Miró a Jesús. Tuvo valor para mirar de nuevo a Jesús.

¡Ese era el precio del pecado! Ese jirón blanco y retorcido surcado de sangre. ¡De nuestros fáciles pecados!

Su angustia, su desesperación primera había cedido a un dolor hondo, anonadado, que no podía contener.

Una mano amiga se posó sobre su brazo. Era la Madre de Jesús... Se miraron. Tuvo vergüenza de haber exteriorizado con tanta vehemencia su dolor, pues... ¿podría haber dolor comparable al suyo?

La Madre también lloraba, pero sosegadamente, como la lluvia mansa que fecunda la tierra.

Jesús tenía que morir. Moriría. ¡Qué amor el suyo! Iba a morir por sus pecados.

Cuando el corazón sufre nos parece que el tiempo se detiene para oprimirnos. Es una ilusión. Nos oprime la pena, pero el tiempo pasa. Y pasaron aquellas horas para los amigos de Jesús desde que Él quedó encerrado en el sepulcro dejándoles sumidos en una inercia llena de estupor.

La sensibilidad de Magdalena, deshecha por el horror del suplicio, reproducía a cada instante la imagen de las llagas, los clavos, las espinas, la sangre de Cristo.

Se revolvía sin poder ni querer escapar del atroz recuerdo ni de la certeza de que Jesús había muerto por sus pecados. Le parecía sentir la sangre de Cristo chorreando sobre su alma para dejarla blanca, sin mancha. ¿No había dicho el profeta: Aunque vuestros pecados os hayan teñido como la grana, quedarán vuestras almas blancas como la nieve, y aunque fuesen teñidas de encarnado como el bermellón se volverán del color de la lana más blanca? (Is. 1,18).

Su único consuelo era prometerse a sí misma que moriría con Él.

Esto haría: En cuanto terminase el descanso sabático correría al sepulcro y permanecería allí hasta morir. Junto al cuerpo de Jesús, sin separarse de Él.

Los dedos del alba hilaban tenuemente el amanecer más hermoso que ella hubiera presenciado jamás. Toda la fragancia de la primavera parecía emerger de la tierra saliendo al encuentro del pequeño grupo de mujeres. Sus siluetas se confundían con la luz difusa del camino que conducía al sepulcro. Una brisa fresquísima oreaba sus mantos.

María no podía reprimir sus apresurados latidos cuando divisaron el sepulcro a lo lejos. Más... ¿qué era aquello? La piedra estaba corrida.

¡Había sido violada la sepultura! (Mc. 16,4; lo. 20,1).

Despavorida desanda Magdalena el camino, corriendo hasta quedar sin aliento para avisar a los discípulos. ¡Han robado el cuerpo del Maestro!

Pedro y Juan corren también (lo. 20,2-4). Ella, muy rezagada esta vez, alocada y exhausta, llega de nuevo y encuentra el lugar solitario.

Se postra llorando junto al sepulcro vacío.

No puede resignarse a perder el cuerpo de Jesús. No le queda otra señal tangible de su existencia. Necesita palpar de nuevo esta prueba inequívoca de que los últimos meses de su vida no han sido un sueño.

¿Un sueño? ¿Estará soñando ahora?

Tocada por una intuición se asoma toda por la oquedad negra transpirada de frescor de la cueva. En el interior divisa dos sombras blancas.

—Mujer, ¿por qué lloras?

—Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.

Se siente dispuesta a buscarlo, a rescatarlo como sea. No puede discurrir. Sólo sabe que quiere el cuerpo de Jesús, que necesita el cuerpo de Jesús para morir a su lado como un perro fiel.

Se vuelve y tropieza su vista con una figura erguida. Le hiere el sol en contraste con la obscuridad del sepulcro. Deslumbrada, sólo sabe echarse a llorar de nuevo.

—Mujer, ¿por qué lloras, a quién buscas?

—Señor, si tú lo has llevado de aquí dime en dónde lo has puesto, que yo me lo llevaré.

— ¡María!

Y cae a sus plantas, vencida por esta sola palabra que estalla en su conciencia como una cascada de luz. La realidad de Jesús resucitado se revela a su alma más aún que a sus ojos atónitos.

Nunca sabrá traducir esta revelación inefable de Jesús. Su divinidad, su amor sin límites. ¿Fue un siglo o fue un instante? Como un eco lejano suena en su recuerdo: "Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios". Él la había limpiado con su sangre y por eso ve... Sólo al quebrarse el hilo de aquel íntimo encuentro pudo ella balbucir, a la par que alargaba sus brazos para abrazar los pies del Señor:

— ¡Raboni!

Pero Jesús la detiene suavemente:

—No me toques...

Había dejado besar y ungir sus pies por la pecadora arrepentida que se llegaba a Él por primera vez. Pero ahora se ha dado a conocer a aquella alma en su espíritu, y esta gracia exige una respuesta de fe sin aledaños sensibles.

—Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios... (lo. 20,11-18; Mc. 16,9-11).

No quería Jesús que Magdalena muriese doliente y abatida... Lo que exigía de su amor era una postura de fe y de obediencia.

"Y fue María Magdalena..."

La brisa del amanecer se ha detenido ante el triunfo del sol que corre como un gigante su camino.

Los evangelistas no vuelven a nombrarla, pero nos es fácil descubrir su silueta entre las fieles mujeres que presenciaron el último adiós del Maestro ascendiendo entre nubes.

¿Después? Una abundante tradición la lleva al desierto y hasta la hace arribar con la diáspora judía en las playas de Marsella.

Nosotros que la hemos visto palpitar en las páginas del Evangelio preferimos dejar que se oculte con ÉI a nuestros ojos. No nos hace falta más.

María Magdalena será siempre en el santoral romano el prototipo de la mujer que, habiendo pecado, se convierte en un rendimiento total al amor divino.

La gracia de la conversión es con frecuencia así: un toque discreto, una invitación, una mirada. De nuestra respuesta depende un escalonamiento sucesivo de gracias que nos lleven hasta la santidad.

A través del texto evangélico hemos seguido este proceso en María, la pecadora. Ella fue fiel en cada etapa.

A la gracia de la conversión que se operó en ella, sin duda alguna, por la predicación y los milagros de Jesús, María responde con la confesión humillante de su culpa en casa de Simón.

Después del perdón se consagra totalmente al servicio del Maestro y le sigue hasta la cruz como no fueron capaces de seguirle los discípulos.

Muerto no le abandona. Quiere rescatar su cuerpo... ni siquiera ve su impotencia para hacerlo, ni los peligros que entraña su deseo. Jesús recompensa su fidelidad con la gracia inmensa de su primera aparición.

A partir de este momento se inicia en aquella alma una fase de madurez que hemos creído ver en la frase de Jesús: No me toques.

La fe en la soledad y la constancia del servicio en una vida olvidada de reparación, como de quien ha visto morir a Jesús por ella, la conducen a los altares.

La Iglesia la propone en el día de hoy para ejemplo nuestro.

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