domingo, 23 de enero de 2011

Homilía


¿QUÉ ESTAMOS HACIENDO DE LA LUZ?

“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (Is 9, 1).

La liturgia de hoy nos sitúa en los comienzos de la predicación del Evangelio. Jesús llama a la conversión “porque está cerca el Reino de Dios”
El término “Reino de Dios” no alude a un territorio concreto, en el que Dios va a reinar, sino a la acción de Dios, que reina sobre los hombres.

Por otro lado, la conversión que Jesús preconiza es un cambio de la mente y del corazón, una apertura interior y en las formas, capaz de transformar nuestras vidas y desterrar viejos encorsetamientos, que , a menudo son un obstáculo a esta acción de Dios.

Galilea es una región fértil y verde, donde se habían asentado colonias de gentiles y donde florecía la civilización romana, que había sustituido a la griega. Poco a poco se había ido convirtiendo en una encrucijada de culturas y de pueblos, que convivían entre sí y se toleraban.

Jesús se halla en Cafarnáun, ciudad de la orilla norte del lago de Tiberíades, que sería el centro de sus correrías apostólicas. Escoge para su misión a un puñado de hombres, que en adelante le acompañarán como colaboradores y amigos muy cercanos, a quienes les descubre con infinita paciencia sus más íntimos secretos y la batalla emprendida contra el mal.
La curación de las enfermedades físicas se enmarca también en este contexto de la acción salvadora de un Dios que se conmueve ante los hombres e intenta involucrarnos en esta sagrada misión.

Sin necesitar nuestra ayuda, se apoya en nosotros haciéndonos partícipes y responsables de llevar la luz al pueblo que anda en tinieblas.

El P. Congar, uno de los teólogos inspiradores del Concilio Vaticano II, que se sentía llamado a ser luz, decía: “Cada día Cristo me llama, cada día me impide detenerme: su palabra y su ejemplo me arrancan de la tendencia instintiva que me retendría pegado a mí mismo, a mis costumbres, a mi egoísmo. Yo le pido que tenga conmigo la misericordia de no dejarme en mí mismo, sentado en mi tranquilidad”.

Dar testimonio de la luz.

El egoísmo, los respetos humanos, el miedo a la responsabilidad o a las oposición de los demás nos impiden dar testimonio de la luz. Lo más sencillo es claudicar, dejarse arrastrar por la corriente, pero es esto precisamente lo que los cristianos no debemos hacer.

Pasó hace siglos la época de las catacumbas, de las persecuciones sin cuartel hacia los seguidores de Jesús, pero vivimos en la actualidad, sobre todo en España, con miedo a manifestar públicamente nuestra fe.
Y, sin embargo, a nadie debería asombrar que un personaje público o un importante intelectual se acercara a proclamar la Palabra de Dios en un funeral o en cualquier acto religioso, como lo hacen en otros países oficialmente menos católicos.

Existe miedo, pudor, cobardía y achantamiento por nuestra condición religiosa o por un pasado de simbiosis con la sociedad civil. Cuenta más en mostrarse como políticamente correcto, para no defraudar expectativas electorales, que nuestra condición de creyentes.
Corren tiempos de desventaja para los cristianos. Es mejor visto en muchos sectores un ateo, un agnóstico, un budista o un homosexual, que un cristiano practicante.

Una sociedad, que se precia de ser tolerante y respetuosa no puede ser al mismo tiempo descalificante e incomprensiva con los miembros-paradojas de la vida- de su propia familia en la fe. Porque, eso sí, todos somos católicos y apostólicos cuando las circunstancias son favorables y nos volcamos en recibir al Papa como vicario de Cristo, mientras negamos el ”pan y la sal” a nuestros propios correligionarios.. Algo falla. Cabe preguntarnos “¿qué hemos hecho de la luz?” ¿A qué viene ese complejo de inferioridad por no ser un revolucionario o un iconoclasta al uso de modas estúpidas? ¿Eso es ser un progresista y un liberado?
Un liberado... ¿de qué? ¡Cuánto tendríamos que enrojecer si el Señor nos formulara estas preguntas!

Cambiar las actitudes negativas.

¡Claro que hemos de convertirnos!
La conversión no consiste en ponerse triste, en compunciones espirituales, sino un cambio operativo de sabernos encontrar con ese Dios que nos quiere más humanos, más fraternos, más testigos libres del amor, más vitales en el aprecio de un sistema de valores que pone en un segundo orden la consecución de bienes materiales y coloca la mutua pertenencia en el eje de la buena comunicación. Rumiar las tristezas y despotricar de todo no conduce a ninguna parte, humanamente hablando, salvo a amargarnos la vida.

Si sembramos oscuridades, mirando todo con ojos negativos, la tiniebla siempre enturbiará nuestra vista y nos impedirá ver las maravillas que existen a nuestro alrededor, que son inagotables, pues el buen Dios ha tenido a bien complacerse en la Creación.
Los hombres somos parte de este don gratuito de Dios.

¿Por qué nos empeñamos tanto en valorar la mala voluntad y las malas artes reduciendo el mundo a un rincón sombrío de dudas, deslealtades y juicios críticos destructivos?

¡Con lo fácil que sería cultivar el elogio que estimula, el saludo afectuoso, la bondad que enamora y el positivismo práctico en todas las acciones que emprendemos!

Hagámoslo así intentando ver el mundo y los acontecimientos con la mirada de Dios, que nos ama, nos llama y nos elige para ser mensajeros de esa luz, como hizo en su tiempo con los Apóstoles. Ayer, como hoy y como probablemente mañana el mundo necesita mensajeros de luz y no agoreros de calamidades y sembradores de desconfianzas.

¡Feliz Domingo!

No hay comentarios: