domingo, 7 de noviembre de 2010

Homilía


NO ES DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS.
LOS MACABEOS

Me admira la valentía de la madre de los Macabeos animando a sus siete hijos a enfrentarse con dignidad a la muerte antes que renegar de su fe.
Una madre que tanto a sus hijos y actúa de esta manera, no puede estar motivada más que por un bien superior. Sabe que los recuperará para siempre en la vida eterna.
Por eso dice: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (II Mac. 7,14).

La fe en la resurrección que nos expresan los últimos libros veterotestamentarios: Sabiduría, Daniel y Macabeos (ss.II-I antes de Cristo), responde a una evolución del pensamiento judío. Piensan que quienes han sido fieles al Señor entregando su vida por amor, la recuperarán de nuevo, porque están convencidos que Dios es fiel a la alianza.
Por el contrario, afirman que no habrá resurrección para los malvados; serán aniquilados.
La idea de la resurrección se fue desarrollando hasta los tiempos de Jesús bajo el gobierno religioso de los saduceos, que no creían en la vida después de la muerte, y los escribas y fariseos, que sí creían.
En la tradición judeo-cristiana es fundamental la fe en un Dios personal que nos llama a la vida y quiere que estemos junto a El para siempre. Un Dios que cuida a las aves del cielo y a los lirios del campo ¿no se va a ocupar de los hombres a quienes ha creado a su imagen y semejanza?

A diferencia de las religiones orientales, con espiritualidad pacifista, muy de moda en las últimas décadas del s.XX, sobre todo en Europa, los cristianos creemos en un Dios Encarnado, el Verbo, Jesucristo, pero no en la reencarnación, desarrollada especialmente en el hinduismo.
El hinduismo cree en la existencia de las almas, que se encarnan una y otra vez en vidas sucesivas. Las acciones buenas o malas deciden cuál va a ser la próxima reencarnación.
Al final desemboca en una sucesión de nacimientos y muertes; así las almas se van degradando o purificando hasta alcanzar un día la integración en el Nirvana, en la totalidad del Ser Absoluto.

El Dios de nuestro Señor Jesucristo no es un Nirvana impersonal, sino un Padre bueno que nos ama, un Dios fiel con nosotros más allá de las fronteras de la muerte.
Los cristianos, a diferencia del budismo o el hinduismo, nos jugamos la existencia a una sola carta, con una misión que cumplir en la única vida terrena, con riesgos y compromisos.
Si caemos, tenemos una tabla de salvación en Jesús, el Verbo eterno del Padre, que acude a nuestro rescate a fin de que la vida que nos ha sido regalada no se pierda para siempre.
La fe en Jesús nos da la seguridad de que, pese a que acabe nuestra condición biológica actual, no se extinguirá el Amor que El ha sembrado en nuestro corazón, y que está destinado a perpetuarse en una gozosa vida futura.

NO ES DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS

La secta de los sacudeos, la más poderosa y rica de Israel, tenía una notable influencia, porque dominaban el Sanedrín y contaban entre sus filas con senadores. Su creencia se centraba en el orden salvífico del templo que ellos mismos gestionaban.
Negaban la inmortalidad del alma.
La pregunta que hacen a Jesús (trampa saducea) sobre de quién de los siete maridos a los que sobrevivió será mujer en el Reino de los Cielos, es una manipulación capciosa para conseguir que dé un paso en falso.
Utilizan para ello las Ley del Levirato, creada para proteger a las viudas que quedaban en el más absoluto desamparo. Un marido les garantizaba seguridad y amparo.

Como ocurre actualmente en nuestra clase política, los instalados en el poder utilizan el sarcasmo, la ironía y la prepotencia para descalificar a quienes les puedan hacer sombra.
Jesús sale airoso de la trampa y desenmascara su poder apoyándose en la autoridad de Moisés que ellos respetan. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob “No es Dios de muertos, sino de vivos”.
No tiene sentido una religión de muertos, porque “para Dios todos viven”.

Las palabras de Jesús: ”No se casarán; son como ángeles de Dios”, nos dan a entender que no habrá leyes de dominio o de dependencia de varón y mujer, porque las relaciones serán de acogida total.

En relación al más allá, se han vertido ríos de tinta a lo largo de la historia.
La falta de certeza total (nos movemos en el ámbito de la fe) dispara la imaginación hasta límites insospechados.
Cada uno se imagina el cielo de forma distinta, como si fuera una prolongación de la vida más gozosa de la tierra.
Hace varios meses un buen amigo, muy conocedor de las religiones orientales, me argumentaba que si la vida del mundo futuro fuera una prolongación de ésta (sufrió muchos contratiempos) prefería ser aniquilado.

Y la imagen que tenemos de Dios: ¿es de un hombre con barba bonachón, de un joven barbilampiño o, tal vez, de un señor serio y airado presidiendo el universo desde las nubes?
Mucho tiene que ver lo que percibimos ahora con los mensajes recibidos en la niñez.
La imagen que tenemos de entonces suele permanecer viva en la mente.

Hago un inciso personal que quizás no coincida con la ortodoxia religiosa. Guarda relación con el pasaje evangélico en el que Jesús se aparece a sus discípulos en una casa “estando cerradas las puertas” (Jn 2º,19).
Un cuerpo terrestre no puede atravesar una puerta opaca sin darse un testarazo, ni flotar en el aire sin soportar la fuerza de la gravedad, ni dominar el espacio a sus anchas.
Para el cuerpo resucitado de Jesús no existe el tiempo ni el espacio ni el movimiento; son categorías humanas.
Somos seres muy limitados, y es imposible imaginarnos a Dios sin una edad determinada, sin un espacio concreto y quieto o en movimiento.
Cuando resucitemos- es mi razonamiento- habremos superado estas tres categorías y entraremos en una dimensión desconocida que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (Pablo).

Dios, que nos ha creado para la vida y es dueño del universo, tendrá preparado para nosotros algo muy grande.
Nos movemos con esta ilusionada esperanza.
¡Feliz Domingo!

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