domingo, 17 de octubre de 2010

Homilía


ORAR CON INSISTENCIA
MOISÉS

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento están sembrados de pasajes que nos hablan del valor de la oración.
El libro del Éxodo nos presenta hoy a Moisés, ya anciano, pidiendo a Dios por el triunfo de Josué ante las tropas de Amalec que aseguraba la entrada del Pueblo de Israel en la Tierra Prometida.
La imagen del anciano, que recibe ayuda de su hermano Aarón y de Jur para mantener en alto sus manos durante toda una jornada, sobrecoge por su significado.
Nos recuerda al Patriarca Abraham intercediendo a Dios por la salvación de Sodoma, o al profeta Elías orando por la llegada de la lluvia sobre una tierra seca y sedienta.
La oración del justo siempre es escuchada.
El utilitarismo, lo tangible y práctico de la vida, el ajetreo cotidiano, el estrés, la carencia de valores, nos arrastran hacia una carrera alocada de poseer y dominar.
La oración, para una inmensa mayoría del hombre moderno, es una pérdida de tiempo, un calentón de mentes enfermizas y de mujeres beatas.
Si Dios es Todopoderoso, Padre de misericordia y de perdón, -dicen algunos- ¿para qué suplicarle si conoce nuestra necesidad?
Este interrogante está lejos de la actitud de Jesús que todos días al anochecer se retiraba a orar a su Padre del cielo. Tenía una comunión íntima con El, y no hacía nada ajeno a su voluntad.
Al orar, su cuerpo se transfiguraba. Viéndole así, los discípulos sentían sana envidia, y le pidieron que les enseñara a comunicarse con Dios como El lo hacía.
Jesús les invita a rezar con El “Padre nuestro” , que se convertirá en modelo de oración.
En el Sermón de las Bienaventuranza, Jesús había pronunciado estas palabras: “Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá, porque todo el que pide, recibe, el que busca halla, y al que llama, se le abre”. Porque un padre no niega lo mejor para sus hijos.
De esta manera, predica con el ejemplo. Su madre, María, le solicita que haga algo para evitar el sonrojo de los novios al faltar el vino en el banquete que se celebraba en Caná.
Jesús adelanta la hora de su presentación como Mesías convirtiendo el agua en vino.
Un centurión romano, hombre honrado y piadoso, se acerca a Jesús para pedir la curación de un siervo suyo muy querido, y Jesús accede inmediatamente, porque sabe lo grande que es su fe.
Una mujer, que padece flujos de sangre desde hace muchos años toca el manto de Jesús y enseguida se siente curada por la fe que alimenta su alma.
Jairo, jefe de la sinagoga de Cafarnaún, recurre a Jesús para curar a su hija enferma. Cuando llega a la estancia, la niña acababa de morir. Jesús la resucita.
Una mujer cananea, siro-fenicia de nación, extranjera para un judío y, por tanto, alejada de la promesas que Dios prometió a Israel, implora por su hija. A pesar del aparente rechazo de Jesús, su insistencia es escuchada y recibe el premio a su fe.
Hoy hemos escuchado el relato de la viuda importuna que pide justicia a un juez inicuo. La obtiene por su pesadez e insistencia.
Si esto es capaz de hacer un juez injusto para que le dejen en paz: “No hará justicia Dios-dice Jesús-a sus elegidos que le gritan día y noche"; ¿o les dará largas?
Os digo que les hará justicia sin tardar”
En el salmo 33,7 encontramos está frase lapidaria, que nace de una experiencia personal del salmista: “Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha”.
El salmo 120, que hemos rezado hace unos momentos, se hace esta pregunta: “¿de dónde me vendrá el auxilio?” y responde: “El auxilio me viene del señor, que hizo el cielo y la tierra”.
Sabemos que nuestras oraciones son a menudo interesadas, que necesitamos consuelo en la aflicción, alegría en el llanto, paz en la vorágine de la vida, ser escuchados cuando nadie nos tiene en cuenta. Y, aunque nuestras oraciones estén condicionadas por las circunstancias que nos toca vivir o por la rutina y el aburrimiento, debemos insistir.
¿Ojala que nuestra oración fuese como la del humilde campesino que acudía todos los días al templo de Ars para sentir la presencia de Dios? No abría la boca, pero su espíritu estaba abandonado en manos de la Providencia. O como la de Santa Teresita del Niño Jesús: una oración ingenua y confiada.
Sea cual sea el tipo de oración que practiquemos: de súplica, alabanza o acción de gracias, no olvidemos que la fe es el salvoconducto que nos adentra en los misterios de Dios. Sin ella, nuestra barca navegaría a la deriva.
Por eso San Marco 11,24, pone en labios de Jesús palabras que producen escalofrío interior: “Cuanto pidáis al Padre en la oración, creed que ya lo habéis obtenido, y lo obtendréis”.

Examinemos nuestra fe a la luz del evangelio, porque frecuentemente lo que pedimos no se amolda a nuestras necesites reales o pedimos mal.
La fe que mueve montañas supone abandono confiado en Dios que no abandona a sus hijos y cuida de ellos, como cuida de las flores y alimenta a los pájaros.
San Francisco de Asís poseía esta fe. Nunca le faltó lo necesario dentro de su pobreza.
Su vida fue una imitación constante de Jesús. Dos años antes de su muerte percibió en su carne la reproducción de las llagas de Jesús en pies, manos y costado.
Un joven estudiante franciscano me comentaba hace
años en Asís: “Francisco fue el santo que más se asemejó a Jesús”. Quizás sea cierto.

“CUANDO VENGA EL HIJO DEL HOMBRE, ¿ENCONTRARÁ FE EN LA TIERRA?”

Quiero dar una respuesta a la frase que acabamos de escuchar al final del evangelio.
“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”
- Creo que sí.
Hay razones positivas para pensar de esta manera.
La fe seguirá mientras haya padres que inculquen valores cristianos a sus hijos, mientras existan jóvenes que sientan y sigan la llamada de Jesús, mientras los pobres de este mundo encuentren en la Iglesia un lugar de acogida, escucha y defensa de la dignidad humana; mientras haya misioneros que siembren altos ideales.
Lo tiempos que vivimos, con una creciente ola de ateísmo en Occidente y descrédito sistemático del cristianismo, no son peores que los sufridos en otras épocas.
Si la Iglesia no tuviera influencia ni despertara las conciencias, pasarían de ella y no recibiría los ataques a que se ve sometida por sus enemigos.
La fe cristiana seguirá y, probablemente saldrá fortalecida y purificada por las pruebas. . Siempre ha sido así.
Tenemos garantizada la presencia con nosotros de Jesús hasta el final de los tiempos.
(Mt 27,20).

¡Feliz Domingo!

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