domingo, 14 de febrero de 2010

Homilía


EL GRITO DE LOS POBRES
Las masas empobrecidas

Se está acentuando en los últimos años en Occidente un racismo lampante y xenófobo, que se traduce en violencias, marginaciones, controles policiales, expulsiones.
Un racismo, cuyo origen primero no es el color de la piel ni la diferencia idiomática o religiosa, sino el miedo a perder la privilegiada condición económica:

“vienen a quitarnos el trabajo, a chupar de la Seguridad Social, a beneficiarse de nuestros sacrificios, a quebrantar nuestras tradiciones y costumbres...”

La realidad, sin embargo, es más cruda y cruel: Vienen sencillamente huyendo de unas situaciones económicas asfixiantes, abatidos por el hambre y, al mismo tiempo, seducidos por la riqueza, de la que hacen gala los países desarrollados a través de los rápidos medios actuales de información, que es fruto de la expoliación de sus materias primas, pagadas con baratijas de bajo coste...
Nos encontramos así con un mundo de tremendas desigualdades: países ricos, cada vez más ricos y países pobres, cada vez más pobres y esquilmados.
Por eso los movimientos migratorios resultan imparables, porque las masas empobrecidas deben buscar sobrevivir entre una creciente población mundial.
La igualdad, por utópica que pueda parecer, se presenta como la única posibilidad de un futuro sostenible para la humanidad.
Hace más de 30 años salió al mercado una novela, bajo el título:

“Cuando China despierte, el mundo temblará”

No quiero ni pensar lo que sucedería si las masas hambrientas, que conforman más de las ¾ partes de la humanidad, decidieran saquear las riquezas de sus opresores y volvieran las invasiones que marcaron grandes épocas de nuestra historia.
De momento, los movimientos migratorios, alimentados por estas lacerantes desigualdades, son legítimos e imparables.

Humanizar el mundo

¿Cuándo humanizaremos nuestro mundo?
¿Cuántas muertes todavía deberemos lamentar, porque no somos capaces de asumir la causa de los pobres?

Con el bochornoso espectáculo que día a día dan algunas de nuestras cadenas televisivas, las gratificaciones millonarias de los consejos de dirección de empresas, los desfalcos ingentes de directores, apoderados y vividores de turno, la asignación de los políticos -tanto de izquierdas como de derechas- preocupados por mantener su sueldo en plena crisis económica mientras amenazan con rebajas de las pensiones a los jubilados y evitan recortes de personal de asesores y altos cargos, la mayoría a dedo, de la administración del Estado, lo único que podemos garantizar es enfrentamientos y división.

A Jesús -lo vimos hace unas semanas- lo expulsaron de la sinagoga de su pueblo, Nazaret, por abrazar la causa de los pobres y anunciarse como profeta.
A partir de entonces se rodeó de un reducido grupo de seguidores para anunciar la Buena Nueva e iniciar con ellos la regeneración de la sociedad de su tiempo, caracterizada- como la actual o más- por las desigualdades y la inmensa pobreza de la mayoría de la población.
La situación actual, que es más agravante en las masas empobrecidas de la mayor parte de Afrecha, América Central y del Sur y una parte de Asia, conforma un mapa de difícil solución, que requerirá medidas políticas y sociales que la ONU no termina de asumir o se pierde en un bello discurso de declaración de buenas intenciones.

Bienaventuranzas y malaventuranzas

Jesús contó con un auditorio entusiasmado y enfervorizado que sintió seguramente la llamada a la dignidad de la persona como una liberación.
Las cuatro bienaventuranzas de San Lucas, con sus cuatro malaventuranzas paralelas, resuenan todavía en los oídos de los pobres, que abogan por su liberación y en labios de Jesús, reafirman una vez más la cercanía de Dios, que nunca abandona a su Pueblo.
Para el pueblo judío el único rey era Yahvé. Si aceptaban la monarquía era porque su rey se comprometía a defender la causa de los pobres y establecer la justicia. Algo que nunca sucedió en los sucesivos reinados.

Por fin, aparecía alguien que hacía presente a Yahvé y brotaba la esperanza. Como brotó la esperanza en las naciones sudamericanas con la Teología de la liberación, cuyas intuiciones básicas y muchos de sus contenidos no han sido condenados por el Magisterio de la Iglesia, en contra de lo que muchos puedan pensar y al silencio elocuente de Leonardo Boff y Gutiérrez, sus más cualificados defensores.
Es difícil hablar de los pobres sin encarnarse y vivir la misma realidad que viven ellos, tan condicionados por el lugar, la cultura, las costumbres y los medios de supervivencia.

Es fácil, por el contrario, caer en la demagogia o una actitud compasiva y limosnera.
Pero es indudable que hay más hambre de Dios entre los pobres que entre los ricos.
Nuestro mundo occidental adolece de esa hambre de Dios y está sobrado de hambre de riquezas, sembradoras de odios y de envidias. Nadie, cuya filosofía sea “tener” se sentirá contento con su coche, su vestido o su casa mientras encuentre la posibilidad de acceder a otros mejores. La sed material no se sacia nunca. Nos habla la voz de la experiencia.

Jesús no va contra la riqueza, sino contra los que teniendo, no comparten sus bienes.
Tampoco desea la pobreza material. Sí, en cambio la espiritual, la que pone en Dios la esperanza definitiva y siembra la dicha de entrar en el Reino de Dios, donde se saciará definitivamente nuestro hambre, donde nuestro llanto se transformará en risa y donde no habrá ya ni odios ni persecuciones, sino AMOR que se entrega.

Las Bienaventuranzas siempre aparecerán ante los verdaderos seguidores de Jesús como baremo que mida nuestro comportamiento y como un examen perenne de conciencia sobre los objetivos de nuestra vida.

Cabe preguntarse:

¿Qué lugar ocupa el dinero en mi escala de valores?
¿Con quién comparto mis bienes?
¿Cómo colaboro con la causa de los pobres?

Y es bueno que así lo hagamos -la desgracia de Haití es una muestra- si nos consideramos seguidores de Jesús.

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