La liturgia nos presenta este día una escena de martirio frustrado: es un campo de las afueras de Roma, al principio de la vía que sale de la ciudad para atravesar el Lacio, delante de la Puerta Latina. En una caldera, un anciano desnudo, con las manos atadas; en torno, el aceite hierve y chisporrotea; al lado, los verdugos atizando el fuego y contemplando con ojos estupefactos al hombre de la caldera. El mártir reza con los ojos fijos en el cielo y la barba humedecida por el líquido bullente. Tiempo hace que debiera estar frito, pero se le ve sereno, alegre, intacto. Los verdugos revuelven el fuego, traen nuevas cargas de leña y se retiran sudorosos y chamuscados. Es inútil: ni la llama ni el aceite pueden hacer daño en la carne virginal del hombre que reclinó su cabeza sobre el corazón de Dios.
Este suceso le contaba ya Tertuliano alrededor del año 200. Fue con motivo de la segunda persecución. Durante mucho tiempo Domiciano había sido el más justo de los emperadores. «Nunca—dice Suetonio—tuvo el Imperio tan honrados gobernadores.» El vicio era perseguido como hubiera podido serlo en el reinado del más austero de los Papas, en el de San Pío V, por ejemplo. Pero un día, bajo «el censor santísimo», es la expresión de Tertuliano, bajo las apariencias del hombre que, como dice Marcial, «había obligado al pudor a entrar de nuevo en los hogares», apareció el monstruo. «La necesidad—dice Suetonio—le hizo rapaz; el miedo le hizo cruel.» Si aquello no fue una locura, es difícil explicar el caso de aquel hombre que se paseaba solo, inquieto; agitado por todas las tempestades de la pasión, leyendo las memorias de Tiberio, gramática de tiranías, combinando listas de proscripción y cazando moscas a través de sus habitaciones revestidas de mármoles brillantes como espejos, con el fin de ver cuánto pasaba en torno suyo. Celoso de toda superioridad, el déspota no podía siquiera sufrir la superioridad de la virtud, y este sentimiento le hizo perseguidor de los cristianos. Varones consulares, ilustres damas de la misma familia imperial, gentes el pueblo, esclavos y artesanos fueron proscritos, deportados o asesinados sin forma de proceso por el amo del mundo en delirio. Allá en Palestina vivían dos nietos del apóstol Judas, «hermano de Jesús». Su calidad de parientes del Señor y descendientes de David le hizo entrar en sospechas. Los mandó prender, los trajo a Roma y los interrogó personalmente. Por fortuna, se trataba de dos pobres rústicos que vivían difícilmente cultivando su campo y creían en un reino celeste y espiritual. El emperador les dejó en libertad, riéndose de sus sueños y despreciando su pobreza. Casi al mismo tiempo le trajeron al discípulo predilecto de Jesús, que predicaba la doctrina de su Maestro en el Asia Menor. Creyó que se trataba de un hombre más peligroso, y mandó proceder contra él con todo rigor; pero el fuego le respetaba, el aceite era para él como un rocío. Juan salió incólume del baño hirviente, y marchó deportado a la isla de Palmos.
Era una isla desolada del archipiélago helénico; suelo ingrato, rocas volcánicas, tristes eriales. Sólo una llanura menos sombría, en las cercanías del puerto, con plantaciones de mirtos y palmeras. Aun hoy se la llama el Jardín del Santo. Pero en medio de aquel paisaje punzante y severo se abrieron sobre el desterrado las magnificencias del Paraíso; allí el evangelista se convirtió en profeta; allí fue revelado el Apocalipsis, el último libro, el epílogo de la sagrada Biblia. Desde su isla, Juan extiende su mirada sobre las ciudades asiáticas, donde ha dejado tantos discípulos, inquietos ahora por la persecución y desmoralizados por las predicaciones de los nicolaístas, «sinagoga de Satán, cuya doctrina es como la de Balaam, el que enseñó a Balac a poner el escándalo delante de los hijos de Israel, a comer las carnes inmoladas en honor de los ídolos y a fornicar». Para tranquilizar los espíritus, les envía el mensaje del Apocalipsis. Hoy tenemos tendencia a no ver en este libro sino el aspecto terrible e intranquilizador. El mismo título es ya de suyo algo sombrío e inquietante. No obstante, el objeto de San Juan es fortalecer los corazones vacilantes, devolverles la confianza en la fidelidad y en la omnipotencia del Salvador, recordarles que es Dios mismo quien les guía en medio de las crisis dolorosas de este mundo. Es una obra parenética, más que doctrinal; un mensaje de esperanza, de aliento y de alegría. Sin .duda, anuncia la inminencia de combates terribles, pero promete la victoria absoluta a todos los buenos luchadores. La violencia misma de la lucha es el mejor signo del triunfo. Porque todo lo que ha de suceder a través de los siglos ha sido previsto de antemano; y es el mismo Jesús, el Cordero inmolado por nosotros, el Redentor que nos ha lavado y ganado con su sangre, quien ordena el curso de los acontecimientos y ejecuta los designios de Dios en la Historia. Desde ahora recorre el mundo como un guerrero invencible, y los coros angélicos celebran en el Cielo sus victorias. Su gran enemigo, el Dragón, ha sido arrojado del firmamento, donde quería ejercer su tiranía, y sus iras no son más que la señal de su impotencia. Sólo temporalmente puede manifestar su poderío, pero Dios envía sus ángeles de destrucción para castigar al mundo seducido por su astucia; sus esfuerzos serán completamente inútiles, tratándose de los elegidos, que llevan el signo divino sobre la frente. Las pruebas sólo podrán servir para purificarlos, con tal de que huyan del laxismo herético y se libren de adorar a la Bestia, de caer en el culto idolátrico de los césares. Tal es el manifiesto de incoercible esperanza que un perseguido lanzaba a sus hermanos en medio de la persecución.
La primera impresión que en nosotros despierta su lectura es la de algo confuso, caótico, incoherente. Nos sentimos desconcertados ante esa profusión de imágenes deslumbrantes, de esos símbolos, de esos números, de esas alegorías, que se nos antojan mal coordinadas y extraordinariamente movedizas. Poco a poco empezamos a sentir la influencia de un ritmo amplio y grandioso, que nos lanza a través de un mundo lleno de armonía de las tonalidades más variadas y opulentas, desde el murmullo íntimo de la ternura mística hasta los terrores cósmicos de los truenos y los huracanes; en el fondo, el acompañamiento de una música grave y siempre triunfal, que sale del Cielo, brotando de la fuente misma de la vida, del trono mismo de Dios, y dominando completamente, en ciertos momentos. Los ruidos tumultuosos de la escena terrestre. Difícil de sorprender es con frecuencia ese ritmo, que a veces llega a parecemos un estruendo disonante, una horrorosa cacofonía, un torbellino en que chocan y estallan, lanzados por el vendaval de una inspiración delirante, jirones de melodías disparatadas. En realidad, todo esto no es más que aparente; si escuchamos atentamente, sorprendemos la fórmula fundamental, y la impresión de orden, de unidad, de coherencia, se impone claramente a nuestros ojos y a nuestros oídos; percibimos una sabia arquitectura, una perfecta simetría, aun en medio de las antítesis, de la oscuridad del simbolismo y del desequilibrio artístico que se observa aquí y allá en la disposición de las materias.
Apocalipsis significa revelación. Jesús se aparece a San Juan en su destierro de Patmos, semejante a un «hijo de hombre», bajo un aspecto que indica su carácter real, sacerdotal y divino. Ante todo, le revela «las cosas que son», el estado de las siete Iglesias principales de Asia, su mérito y demérito, su relajación o su entusiasmo religioso. Es la primera parte. A continuación descorre ante sus ojos el velo «de las cosas que han de venir», en una serie de visiones que se refieren al porvenir de la Iglesia, a sus luchas, a sus terrores y a su victoria final. Primero, la visión del libro de los siete sellos, donde están escritos los decretos de Dios. La escena es en el Cielo. Después, la visión de las siete trompetas. Juan observa cómo los decretos divinos van realizándose infaliblemente en la tierra. El Dragón invisible, acompañado de sus ángeles, obra por medio de la Bestia, del poder político, representado en los días del vidente por la Roma idolátrica. Babilonia, la cortesana; lucha contra la mujer, que es la Iglesia militante de todos los tiempos; contra los santos de la tierra, defendidos por Miguel y sus ángeles, en medio de los cuales está Cristo, ahora como un Cordero, después como un jinete invencible, Rey de reyes y Verbo triunfador. Conseguida la victoria, viene la ejecución de las venganzas divinas, representada en el simbolismo de las siete copas; y tras ella se abre el escenario del juicio último, desenlace de toda la historia humana. Vemos, finalmente, a los vencidos en el estanque de fuego, mientras en la altura aparece la Jerusalén celestial, la Esposa del Cordero, inundada de gloria y aureolada de eterna luz.
Tal es, brevemente condensado, el plan de este libro misterioso. El alma de Juan se nos revela en él con toda su impetuosidad, con toda su audacia. Es un alma abrasada por el amor de la verdad, por una convicción absoluta, un espíritu afirmativo, que no sabe pactar con el error, un hombre de imaginación fogosa e inagotable, un verdadero luchador, un hijo del trueno, predestinado por temperamento a ser el eco de las palabras más terroríficas de Dios. Pero éste no es más que un lado de aquel carácter profético, que envuelto en todas las violencias de las tempestades, sabe conservar en todo momento una majestuosa serenidad. Alma viril, que vive en una atmósfera de paz sobrenatural, jamás se deja absorber por la cólera del combate; naturaleza mística, anclada en el corazón mismo de Dios, hasta en medio de las más sombrías predicciones deja entrever el latido de las emociones más dulces. Para invocar a Cristo, su amor, para consolar a sus hermanos, encuentra siempre expresiones conmovedoras y reveladoras de una ternura profunda y concentrada. No odia la vida, como se ha dicho, pero este mundo debía de presentársele muy parecido a la isla miserable en que se hallaba desterrado. Aquel mundo grecorromano tiene poca importancia para él; parece como si tuviera los ojos cerrados a su arte, a su cultura, a sus costumbres; ni un recuerdo, ni una imagen, ni la más pequeña alusión a las glorias literarias de aquella Hélade, en medio de la cual vivía, llegamos a descubrir en sus escritos. Todo su mundo simbólico, sus números, sus monstruos, sus descripciones del Paraíso, sus cuadros alegóricos, tienen colorido bíblico o proceden de la civilización asiria a través de las profecías de Ezequiel y de Daniel.
Es la misma psicología, la misma imaginación, el mismo espíritu del cuarto Evangelio, aunque el género literario sea distinto, y distintos los medios de expresión, porque eran también distintas las experiencias extraordinarias que se trataba de expresar. Otro de los caracteres comunes al evangelista y al profeta es el dramatismo. A la lucha evangélica de la luz que luce en las tinieblas y esas mismas tinieblas, que hacen por sofocarla, corresponde en el Apocalipsis la lucha de dos potencias contrarias. Cielo e infierno. Cordero y Dragón, Babilonia y Jerusalén, ciudad de Dios y ciudad mundana. Los dos libros se parecen, además, en su pura espiritualidad. La materialidad de los sucesos, lo mismo que los detalles de las visiones, tienen una importancia accesoria; lo que importa en ellos es su aptitud para introducirnos en el mundo sobrenatural. Los milagros del Evangelio, sin dejar de ser hechos reales, tienen un sentido simbólico, una significación misteriosa, una enseñanza superior, lo mismo que las visiones apocalípticas. Hay una cosa, sin embargo, que nos desconcierta: es la diferencia del lenguaje. Mentalidad idéntica, estilo idéntico, idénticas tendencias a la abstracción, a la síntesis y a la antítesis; pero lenguaje diferente. Siempre se ve al semita, al hombre cuyo pensamiento brota sujeto a un molde judaico; pero el griego del Evangelio es cuidado; castizo y hasta elegante; el del Apocalipsis nos ofrece el contraste de una sintaxis bárbara y un vocabulario rico y casi refinado. Instrumento de un escritor genial, tiene un poder extraño de evocación; es movido, nervioso, luminoso; pero nos desconcierta por sus solecismos, por su abandono, por su barbarie. Es lo menos griego, lo menos clásico de todo el Nuevo Testamento. En él parece haber quedado grabada para siempre la huella de las circunstancias en que escribía el vidente.
Era en el destierro, entre las duras penalidades del que sufre una condena: de día, el peso continúo de los trabajos forzados; de noche, la caricia fría y áspera de las cadenas, y en todo tiempo, la vigilancia del cómitre con el látigo en la mano. Había que aprovechar el primer momento disponible para transmitir al pergamino las ideas, con el cuerpo fatigado por el trabajo, con el alma amargada por el desprecio, con el espíritu convulso por la violencia de aquellas prisiones sobrehumanas. No era la mejor disposición para corregir, acicalar y hacer una obra de arte. Bastaba transmitir el mensaje divino con toda lealtad y con toda energía. Y así, este libro extraordinario, sutil y firme en su estructura, fuerte por el poder de convicción y por la vida que en él se derrama, pero a la vez descuidado en el lenguaje, abundante en faltas gramaticales, que son el escándalo de los filólogos, y no del todo armónico, a veces, en su simbolismo parece reflejar todavía los temblores del mártir, las angustias del desterrado y los estremecimientos del profeta. Es la obra del genio contrariado.
Este suceso le contaba ya Tertuliano alrededor del año 200. Fue con motivo de la segunda persecución. Durante mucho tiempo Domiciano había sido el más justo de los emperadores. «Nunca—dice Suetonio—tuvo el Imperio tan honrados gobernadores.» El vicio era perseguido como hubiera podido serlo en el reinado del más austero de los Papas, en el de San Pío V, por ejemplo. Pero un día, bajo «el censor santísimo», es la expresión de Tertuliano, bajo las apariencias del hombre que, como dice Marcial, «había obligado al pudor a entrar de nuevo en los hogares», apareció el monstruo. «La necesidad—dice Suetonio—le hizo rapaz; el miedo le hizo cruel.» Si aquello no fue una locura, es difícil explicar el caso de aquel hombre que se paseaba solo, inquieto; agitado por todas las tempestades de la pasión, leyendo las memorias de Tiberio, gramática de tiranías, combinando listas de proscripción y cazando moscas a través de sus habitaciones revestidas de mármoles brillantes como espejos, con el fin de ver cuánto pasaba en torno suyo. Celoso de toda superioridad, el déspota no podía siquiera sufrir la superioridad de la virtud, y este sentimiento le hizo perseguidor de los cristianos. Varones consulares, ilustres damas de la misma familia imperial, gentes el pueblo, esclavos y artesanos fueron proscritos, deportados o asesinados sin forma de proceso por el amo del mundo en delirio. Allá en Palestina vivían dos nietos del apóstol Judas, «hermano de Jesús». Su calidad de parientes del Señor y descendientes de David le hizo entrar en sospechas. Los mandó prender, los trajo a Roma y los interrogó personalmente. Por fortuna, se trataba de dos pobres rústicos que vivían difícilmente cultivando su campo y creían en un reino celeste y espiritual. El emperador les dejó en libertad, riéndose de sus sueños y despreciando su pobreza. Casi al mismo tiempo le trajeron al discípulo predilecto de Jesús, que predicaba la doctrina de su Maestro en el Asia Menor. Creyó que se trataba de un hombre más peligroso, y mandó proceder contra él con todo rigor; pero el fuego le respetaba, el aceite era para él como un rocío. Juan salió incólume del baño hirviente, y marchó deportado a la isla de Palmos.
Era una isla desolada del archipiélago helénico; suelo ingrato, rocas volcánicas, tristes eriales. Sólo una llanura menos sombría, en las cercanías del puerto, con plantaciones de mirtos y palmeras. Aun hoy se la llama el Jardín del Santo. Pero en medio de aquel paisaje punzante y severo se abrieron sobre el desterrado las magnificencias del Paraíso; allí el evangelista se convirtió en profeta; allí fue revelado el Apocalipsis, el último libro, el epílogo de la sagrada Biblia. Desde su isla, Juan extiende su mirada sobre las ciudades asiáticas, donde ha dejado tantos discípulos, inquietos ahora por la persecución y desmoralizados por las predicaciones de los nicolaístas, «sinagoga de Satán, cuya doctrina es como la de Balaam, el que enseñó a Balac a poner el escándalo delante de los hijos de Israel, a comer las carnes inmoladas en honor de los ídolos y a fornicar». Para tranquilizar los espíritus, les envía el mensaje del Apocalipsis. Hoy tenemos tendencia a no ver en este libro sino el aspecto terrible e intranquilizador. El mismo título es ya de suyo algo sombrío e inquietante. No obstante, el objeto de San Juan es fortalecer los corazones vacilantes, devolverles la confianza en la fidelidad y en la omnipotencia del Salvador, recordarles que es Dios mismo quien les guía en medio de las crisis dolorosas de este mundo. Es una obra parenética, más que doctrinal; un mensaje de esperanza, de aliento y de alegría. Sin .duda, anuncia la inminencia de combates terribles, pero promete la victoria absoluta a todos los buenos luchadores. La violencia misma de la lucha es el mejor signo del triunfo. Porque todo lo que ha de suceder a través de los siglos ha sido previsto de antemano; y es el mismo Jesús, el Cordero inmolado por nosotros, el Redentor que nos ha lavado y ganado con su sangre, quien ordena el curso de los acontecimientos y ejecuta los designios de Dios en la Historia. Desde ahora recorre el mundo como un guerrero invencible, y los coros angélicos celebran en el Cielo sus victorias. Su gran enemigo, el Dragón, ha sido arrojado del firmamento, donde quería ejercer su tiranía, y sus iras no son más que la señal de su impotencia. Sólo temporalmente puede manifestar su poderío, pero Dios envía sus ángeles de destrucción para castigar al mundo seducido por su astucia; sus esfuerzos serán completamente inútiles, tratándose de los elegidos, que llevan el signo divino sobre la frente. Las pruebas sólo podrán servir para purificarlos, con tal de que huyan del laxismo herético y se libren de adorar a la Bestia, de caer en el culto idolátrico de los césares. Tal es el manifiesto de incoercible esperanza que un perseguido lanzaba a sus hermanos en medio de la persecución.
La primera impresión que en nosotros despierta su lectura es la de algo confuso, caótico, incoherente. Nos sentimos desconcertados ante esa profusión de imágenes deslumbrantes, de esos símbolos, de esos números, de esas alegorías, que se nos antojan mal coordinadas y extraordinariamente movedizas. Poco a poco empezamos a sentir la influencia de un ritmo amplio y grandioso, que nos lanza a través de un mundo lleno de armonía de las tonalidades más variadas y opulentas, desde el murmullo íntimo de la ternura mística hasta los terrores cósmicos de los truenos y los huracanes; en el fondo, el acompañamiento de una música grave y siempre triunfal, que sale del Cielo, brotando de la fuente misma de la vida, del trono mismo de Dios, y dominando completamente, en ciertos momentos. Los ruidos tumultuosos de la escena terrestre. Difícil de sorprender es con frecuencia ese ritmo, que a veces llega a parecemos un estruendo disonante, una horrorosa cacofonía, un torbellino en que chocan y estallan, lanzados por el vendaval de una inspiración delirante, jirones de melodías disparatadas. En realidad, todo esto no es más que aparente; si escuchamos atentamente, sorprendemos la fórmula fundamental, y la impresión de orden, de unidad, de coherencia, se impone claramente a nuestros ojos y a nuestros oídos; percibimos una sabia arquitectura, una perfecta simetría, aun en medio de las antítesis, de la oscuridad del simbolismo y del desequilibrio artístico que se observa aquí y allá en la disposición de las materias.
Apocalipsis significa revelación. Jesús se aparece a San Juan en su destierro de Patmos, semejante a un «hijo de hombre», bajo un aspecto que indica su carácter real, sacerdotal y divino. Ante todo, le revela «las cosas que son», el estado de las siete Iglesias principales de Asia, su mérito y demérito, su relajación o su entusiasmo religioso. Es la primera parte. A continuación descorre ante sus ojos el velo «de las cosas que han de venir», en una serie de visiones que se refieren al porvenir de la Iglesia, a sus luchas, a sus terrores y a su victoria final. Primero, la visión del libro de los siete sellos, donde están escritos los decretos de Dios. La escena es en el Cielo. Después, la visión de las siete trompetas. Juan observa cómo los decretos divinos van realizándose infaliblemente en la tierra. El Dragón invisible, acompañado de sus ángeles, obra por medio de la Bestia, del poder político, representado en los días del vidente por la Roma idolátrica. Babilonia, la cortesana; lucha contra la mujer, que es la Iglesia militante de todos los tiempos; contra los santos de la tierra, defendidos por Miguel y sus ángeles, en medio de los cuales está Cristo, ahora como un Cordero, después como un jinete invencible, Rey de reyes y Verbo triunfador. Conseguida la victoria, viene la ejecución de las venganzas divinas, representada en el simbolismo de las siete copas; y tras ella se abre el escenario del juicio último, desenlace de toda la historia humana. Vemos, finalmente, a los vencidos en el estanque de fuego, mientras en la altura aparece la Jerusalén celestial, la Esposa del Cordero, inundada de gloria y aureolada de eterna luz.
Tal es, brevemente condensado, el plan de este libro misterioso. El alma de Juan se nos revela en él con toda su impetuosidad, con toda su audacia. Es un alma abrasada por el amor de la verdad, por una convicción absoluta, un espíritu afirmativo, que no sabe pactar con el error, un hombre de imaginación fogosa e inagotable, un verdadero luchador, un hijo del trueno, predestinado por temperamento a ser el eco de las palabras más terroríficas de Dios. Pero éste no es más que un lado de aquel carácter profético, que envuelto en todas las violencias de las tempestades, sabe conservar en todo momento una majestuosa serenidad. Alma viril, que vive en una atmósfera de paz sobrenatural, jamás se deja absorber por la cólera del combate; naturaleza mística, anclada en el corazón mismo de Dios, hasta en medio de las más sombrías predicciones deja entrever el latido de las emociones más dulces. Para invocar a Cristo, su amor, para consolar a sus hermanos, encuentra siempre expresiones conmovedoras y reveladoras de una ternura profunda y concentrada. No odia la vida, como se ha dicho, pero este mundo debía de presentársele muy parecido a la isla miserable en que se hallaba desterrado. Aquel mundo grecorromano tiene poca importancia para él; parece como si tuviera los ojos cerrados a su arte, a su cultura, a sus costumbres; ni un recuerdo, ni una imagen, ni la más pequeña alusión a las glorias literarias de aquella Hélade, en medio de la cual vivía, llegamos a descubrir en sus escritos. Todo su mundo simbólico, sus números, sus monstruos, sus descripciones del Paraíso, sus cuadros alegóricos, tienen colorido bíblico o proceden de la civilización asiria a través de las profecías de Ezequiel y de Daniel.
Es la misma psicología, la misma imaginación, el mismo espíritu del cuarto Evangelio, aunque el género literario sea distinto, y distintos los medios de expresión, porque eran también distintas las experiencias extraordinarias que se trataba de expresar. Otro de los caracteres comunes al evangelista y al profeta es el dramatismo. A la lucha evangélica de la luz que luce en las tinieblas y esas mismas tinieblas, que hacen por sofocarla, corresponde en el Apocalipsis la lucha de dos potencias contrarias. Cielo e infierno. Cordero y Dragón, Babilonia y Jerusalén, ciudad de Dios y ciudad mundana. Los dos libros se parecen, además, en su pura espiritualidad. La materialidad de los sucesos, lo mismo que los detalles de las visiones, tienen una importancia accesoria; lo que importa en ellos es su aptitud para introducirnos en el mundo sobrenatural. Los milagros del Evangelio, sin dejar de ser hechos reales, tienen un sentido simbólico, una significación misteriosa, una enseñanza superior, lo mismo que las visiones apocalípticas. Hay una cosa, sin embargo, que nos desconcierta: es la diferencia del lenguaje. Mentalidad idéntica, estilo idéntico, idénticas tendencias a la abstracción, a la síntesis y a la antítesis; pero lenguaje diferente. Siempre se ve al semita, al hombre cuyo pensamiento brota sujeto a un molde judaico; pero el griego del Evangelio es cuidado; castizo y hasta elegante; el del Apocalipsis nos ofrece el contraste de una sintaxis bárbara y un vocabulario rico y casi refinado. Instrumento de un escritor genial, tiene un poder extraño de evocación; es movido, nervioso, luminoso; pero nos desconcierta por sus solecismos, por su abandono, por su barbarie. Es lo menos griego, lo menos clásico de todo el Nuevo Testamento. En él parece haber quedado grabada para siempre la huella de las circunstancias en que escribía el vidente.
Era en el destierro, entre las duras penalidades del que sufre una condena: de día, el peso continúo de los trabajos forzados; de noche, la caricia fría y áspera de las cadenas, y en todo tiempo, la vigilancia del cómitre con el látigo en la mano. Había que aprovechar el primer momento disponible para transmitir al pergamino las ideas, con el cuerpo fatigado por el trabajo, con el alma amargada por el desprecio, con el espíritu convulso por la violencia de aquellas prisiones sobrehumanas. No era la mejor disposición para corregir, acicalar y hacer una obra de arte. Bastaba transmitir el mensaje divino con toda lealtad y con toda energía. Y así, este libro extraordinario, sutil y firme en su estructura, fuerte por el poder de convicción y por la vida que en él se derrama, pero a la vez descuidado en el lenguaje, abundante en faltas gramaticales, que son el escándalo de los filólogos, y no del todo armónico, a veces, en su simbolismo parece reflejar todavía los temblores del mártir, las angustias del desterrado y los estremecimientos del profeta. Es la obra del genio contrariado.
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