En Salerno, de la Campania, en Italia, beata Lucía de Caltagirone, virgen de la Tercera Orden Regular de San Francisco.
Lucía nació en Caltagirone, Sicilia. Sus padres la educaron en la piedad y ella supo maravillosamente corresponder a sus esperanzas. Ellos eran devotos de san Nicolás de Bari y experimentaron varias veces su protección. Un día en que Lucía se subió a una higuera para recoger frutas fue sorprendida por un furioso temporal con granizo y rayos. Un rayo cayó sobre el árbol donde estaba Lucía, la cual se precipitó a tierra medio muerta. En su mente vio perfilarse la figura de un santo anciano, san Nicolás de Bari, quien la tomaba de una mano y la entregaba de nuevo a la familia.
Hacia los 13 años abandonó su pueblo natal en Sicilia para seguir a una piadosa terciaria franciscana de Salerno. Al poco tiempo se le murió esta guía espiritual y Lucía entró en un convento salernitano de Hermanas que seguían la regla franciscana. Allí se distinguió por la fiel práctica de sus deberes y en especial por el amor a la penitencia, a la cual se había comprometido para expiar los pecados de la humanidad, y sobre todo por una más íntima participación en los dolores de Cristo. Por algún tiempo ejerció el oficio de maestra de novicias. La fama de su virtud se difundió. Muchos recurrían a ella para pedirle oraciones y consejo. Dedicaba mucho tiempo a la oración, a la meditación y a la contemplación de las cosas del cielo. A menudo flagelaba su cuerpo; la desnuda tierra le servía de lecho; un poco de pan y agua eran su sustento diario.
Los nobles acudían a ella, y ella consolaba a los afligidos, llamaba a penitencia a los pecadores, edificaba a los piadosos. Dios confirmó con prodigios su santidad. Su vida austera, los prolongados y dolorosos sufrimientos minaron su salud. Murió en Salerno.
El culto y la veneración hacia ella siempre fueron extendiéndose en el pueblo salernitano y en las regiones vecinas hasta que el Sumo Pontífice León X el 4 de junio de 1514 concedió en su honor el oficio y la misa.
Lucía nació en Caltagirone, Sicilia. Sus padres la educaron en la piedad y ella supo maravillosamente corresponder a sus esperanzas. Ellos eran devotos de san Nicolás de Bari y experimentaron varias veces su protección. Un día en que Lucía se subió a una higuera para recoger frutas fue sorprendida por un furioso temporal con granizo y rayos. Un rayo cayó sobre el árbol donde estaba Lucía, la cual se precipitó a tierra medio muerta. En su mente vio perfilarse la figura de un santo anciano, san Nicolás de Bari, quien la tomaba de una mano y la entregaba de nuevo a la familia.
Hacia los 13 años abandonó su pueblo natal en Sicilia para seguir a una piadosa terciaria franciscana de Salerno. Al poco tiempo se le murió esta guía espiritual y Lucía entró en un convento salernitano de Hermanas que seguían la regla franciscana. Allí se distinguió por la fiel práctica de sus deberes y en especial por el amor a la penitencia, a la cual se había comprometido para expiar los pecados de la humanidad, y sobre todo por una más íntima participación en los dolores de Cristo. Por algún tiempo ejerció el oficio de maestra de novicias. La fama de su virtud se difundió. Muchos recurrían a ella para pedirle oraciones y consejo. Dedicaba mucho tiempo a la oración, a la meditación y a la contemplación de las cosas del cielo. A menudo flagelaba su cuerpo; la desnuda tierra le servía de lecho; un poco de pan y agua eran su sustento diario.
Los nobles acudían a ella, y ella consolaba a los afligidos, llamaba a penitencia a los pecadores, edificaba a los piadosos. Dios confirmó con prodigios su santidad. Su vida austera, los prolongados y dolorosos sufrimientos minaron su salud. Murió en Salerno.
El culto y la veneración hacia ella siempre fueron extendiéndose en el pueblo salernitano y en las regiones vecinas hasta que el Sumo Pontífice León X el 4 de junio de 1514 concedió en su honor el oficio y la misa.
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