Prisionero de los turcos en Constantinopla, el fraile Giuseppe quedó colgado por tres días de una cruz por un pie y por una mano. Y no murió. Dios solo sabe cómo lograra sobrevivir a aquel suplicio, y como se cerraran sus terribles heridas. Se habló de la intervención milagrosa de un Ángel, que habría sustentado su cuerpo y curado sus llagas.
Ciertamente no fue fácil explicar en otra manera aquella resistencia que desafió todas las leyes naturales, incluidas aquellas - terriblemente lógicas - de la tortura. Y casi un milagro fue el hecho que el Sultán, quizás extasiado por el ocurrido, conmutara la pena de muerte con el destierro perpetuo.
En Constantinopla, el fraile capuchino Giuseppe cumplió un gesto digno realmente de loco. Intentó entrar en el edificio para predicar delante del Sultán en persona, esperando convertirlo. Capturado por las guardias, fue juzgado culpable de perjudicada majestad.
Es importante decir que hasta entonces los turcos lo dejaron libre de predicar en la ciudad, después haber asistido a los cristianos prisioneros. La extrema pobreza del fraile y sus compañeros, bajo la saya color tabaco, dejó perplejos los representantes del poder y la religión oficial. Fue difícil verles en aquellos humildes extranjeros, desprovistos de todo, igualmente peligrosos conspiradores contra la seguridad del Estado.
Giuseppe nació en el 1556, a Leona, y en el pueblo del Lazio del orgulloso nombre, cerca de Espoleto, entró a los dieciséis entre los capuchinos de la reforma, cambiando el nombre de Eufrasio Deseado en el del humilde novio del Virgo. Cumplió el propio noviciado en el convento de las Cárceles, sobre Asís, y en aquel pliegue leñoso del Subasio se fortaleció a la más dura penitencia y a la más rigurosa abstinencia.
Con una típica expresión franciscana, llamó el propio cuerpo " fraile burro", y dijo que como tal no necesitó ser tratado como un corcel, un purasangre. Bastó con tratarlo como un burro, con poca paja y muchos latigazos.
La paja quizás sí, pero los latigazos - como hemos visto - no le fueron faltadas durante su aventura en Turquía, dónde el general del orden lo mandó, a los treinta años, para asistirlos a los prisionero cristianos.
Vuelto a Italia, pudo seguir aquella vocación misionera que lo empujó a predicar delante del Sultán. Esta vez, en cambio, fue predicador sobre la puerta de casa, en las aldeas y en la ciudad reatina, su patria. Los resultados fueron igualmente consoladores, y su celo de caridad todavía más necesario, porque el más difícil terreno de misión a menudo es aquel mismo sobre el que florece la santidad entre las ortigas del vicio y las zarzas de la indiferencia.
Ciertamente no fue fácil explicar en otra manera aquella resistencia que desafió todas las leyes naturales, incluidas aquellas - terriblemente lógicas - de la tortura. Y casi un milagro fue el hecho que el Sultán, quizás extasiado por el ocurrido, conmutara la pena de muerte con el destierro perpetuo.
En Constantinopla, el fraile capuchino Giuseppe cumplió un gesto digno realmente de loco. Intentó entrar en el edificio para predicar delante del Sultán en persona, esperando convertirlo. Capturado por las guardias, fue juzgado culpable de perjudicada majestad.
Es importante decir que hasta entonces los turcos lo dejaron libre de predicar en la ciudad, después haber asistido a los cristianos prisioneros. La extrema pobreza del fraile y sus compañeros, bajo la saya color tabaco, dejó perplejos los representantes del poder y la religión oficial. Fue difícil verles en aquellos humildes extranjeros, desprovistos de todo, igualmente peligrosos conspiradores contra la seguridad del Estado.
Giuseppe nació en el 1556, a Leona, y en el pueblo del Lazio del orgulloso nombre, cerca de Espoleto, entró a los dieciséis entre los capuchinos de la reforma, cambiando el nombre de Eufrasio Deseado en el del humilde novio del Virgo. Cumplió el propio noviciado en el convento de las Cárceles, sobre Asís, y en aquel pliegue leñoso del Subasio se fortaleció a la más dura penitencia y a la más rigurosa abstinencia.
Con una típica expresión franciscana, llamó el propio cuerpo " fraile burro", y dijo que como tal no necesitó ser tratado como un corcel, un purasangre. Bastó con tratarlo como un burro, con poca paja y muchos latigazos.
La paja quizás sí, pero los latigazos - como hemos visto - no le fueron faltadas durante su aventura en Turquía, dónde el general del orden lo mandó, a los treinta años, para asistirlos a los prisionero cristianos.
Vuelto a Italia, pudo seguir aquella vocación misionera que lo empujó a predicar delante del Sultán. Esta vez, en cambio, fue predicador sobre la puerta de casa, en las aldeas y en la ciudad reatina, su patria. Los resultados fueron igualmente consoladores, y su celo de caridad todavía más necesario, porque el más difícil terreno de misión a menudo es aquel mismo sobre el que florece la santidad entre las ortigas del vicio y las zarzas de la indiferencia.
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