martes, 16 de noviembre de 2021

16 de Noviembre – Santa Gertrudis la Magna

Desde el siglo XII empieza a observarse un fenómeno nuevo en la Iglesia: las mujeres comunican al mundo los favores recibidos en la oración. Probablemente, desde la más remota antigüedad tuvieron iluminaciones misteriosas, pero he aquí que ahora empiezan a contarlas. Los doctores, alarmados, recuerdan las palabras paulinas: «Que las mujeres callen en la iglesia»; pero Cristo dice a su sierva Catalina de Sena: «Has de saber, hija, que la soberbia de los letrados y doctores ha crecido tanto en estos últimos tiempos, que ya no puedo sufrirlos, y para llenarlos de confusión envío a las mujeres, fortalecidas con mi gracia.»

Así fue enviada Santa Gertrudis, la vidente de Helfta. Helfta es un lugar santo de Sajonia, porque desde él volaron al Cielo, durante cuarenta años, los más puros deseos. La sombra de Lutero, que nació a su lado, no logró profanarlo. El apóstol del odio será vencido por su compatriota la mensajera del amor. Un valle estrecho con rumor de aguas y ventalle de pinos, un bosque silencioso, un jardín florecido, una fuente cristalina y un estanque transparente; delante, la espaciosa llanura, y lejos, siluetas caprichosas de montañas azules. Gertrudis, aun en sus horas místicas, «entrará en la huerta y considerará la belleza del lugar, el agua corriente, la libertad de los pájaros, y especialmente de las palomas que vuelan en derredor, por la tranquilidad de aquellos lugares en que se descansa gozando del apartamiento».

Al deleite de la naturaleza se junta allí el del espíritu: doctas maestras y eximios modelos de todas las virtudes. Uno de ellos era la abadesa Gertrudis de Ackeborn, «amada de Dios, llena del Espíritu Santo, que había de ser acogida en los brazos de la pura y sencilla caridad, benignísima, piadosísima y digna de toda alabanza». Con aquella abadesa, que en la hora de la muerte no se cansaba de decir «Mein Geist: mi espíritu», estaba otra mística, Mectildis, la que en el libro de La Divina gracia describió la misteriosa acción de la Providencia, y la sabia hija de los fundadores del monasterio, Sofía de Mansfeld, copista infatigable, y otras mujeres ilustres, que trabajan como abejas oficiosas, y con sencillez de alondras cantan en el coro. Se borda, se pinta, se estudia a Cicerón y a Virgilio, se componen místicas canciones de una complicación erudita, se tienen visiones y revelaciones, y se las cuenta en libros apasionados. También Gertrudis trabaja inclinada sobre los viejos códices de pergamino, los copia, los corrige, los adorna de elegantes miniaturas, y con maravillosa facilidad aprende su contenido. En su alma se habían reunido las dotes más brillantes: corazón vehemente, brillante imaginación, sensibilidad exquisita, carácter inconfundible, inteligencia capaz de elevarse a las más altas esferas de la especulación. Encerrada en el monasterio desde los cinco años, se entrega a las letras con todo el ardor de su temperamento. Atráela especialmente los autores profanos; deleitase en la lectura de los poetas, y tal vez medita el enredo de dramas y poemas, como Roswita de Gandersheim. Tiene el horror innato del mal y bastante amor propio para no merecer los reproches de sus compañeras; pero no es una monja fervorosa. Sus gustos literarios la absorben por completo, y como ella misma dice enérgicamente, «vive como una pagana entre paganos, sin preocuparse del interior de su alma más que del interior de sus pies».

A los veintiséis años experimenta una verdadera conversión. Empieza por una terrible crisis, que la va a introducir en los misterios de la noche oscura. El «cielo de bronce» se despeja pronto. Un mes más tarde, estando en el dormitorio, después de Completas, al levantar la cabeza, que había inclinado para hacer reverencia a una hermana más antigua, se le aparece el Señor por vez primera y le dice: «Pronto vendrá tu salvación; ¿por qué te consumes en la tristeza?» Jamás se olvidará de aquel momento. «Parecía me—escribe—que entre el Redentor y yo había un seto tan largo, que ni delante ni detrás de mí parecía que tenía fin, y estaba cubierto de muchas espinas; de suerte que yo no hallaba medio de acercarme a Él; mas de pronto, Él, tomándome de la mano, me levantó sin dificultad y me puso a su vera. Y entonces, ¡oh Señor!, reconocí en tus manos las llagas de la Cruz, las huellas de la sangre que redimió al mundo. Yo te alabo, yo te adoro, yo te bendigo, yo te doy gracias porque plegaste mi cerviz indomable a tu suavísimo yugo, serenando en lo interior de mi alma una turbación con la cual, a lo que creo, procurabas destruir una torre de vanidad y de curiosidad, que habían levantado en mí misma mi soberbia, altivez y presunción, siendo así que casi en vano traía el nombre y hábito de religiosa.»

Desde entonces pronunció Gertrudis con toda su alma aquellas palabras que escribía pensando en su profesión: «Soy una huerfanita, sin madre, pobre y privada de todo. Sólo Jesús es mi consolación. Desde hoy soy toda tuya; mi cuerpo y mi alma están en tus manos; los entrego a tu amor. ¡Oh Jesús, amor único de mi corazón; oh amante lleno de ternura; oh Amado, Amado, Amado sobre todas las cosas, por Ti suspira y enferma el deseo ardiente de mi alma! Tú eres para ella como un día de primavera, vibrante de vida y perfumado de flores. Con ansia febril aguardo tu presencia. Ven; te busco a semejanza de la tortolilla que busca un nido, porque tu encanto ha herido mi corazón. ¡Oh amado, amado mío, si rehúsas esta unión, mi eterna felicidad no será completa! »

La presencia del Señor no se hizo esperar. Entró en su corazón y en él habitó de una manera sensible e inefable durante toda su vida, con sólo un intervalo de ausencia que duró once días. «En el corazón de Gertrudis me encontraréis», solía decir el Amado; y Gertrudis oía palabras tan regaladas como las que salían de su boca: «Mira bien quién soy, paloma mía. Soy Jesús, tu dulcísimo amigo; ábreme los secretos de tu corazón. Vengo del país donde habitan los ángeles. Soy el resplandor del sol divino, soy el día espléndido cuya luz no conoce el ocaso. La majestad de mi gloria, que es mi propia esencia, hinche el Cielo y la tierra. Sólo la eternidad puede medir su extensión. Sólo Yo llevo la imperial diadema de la divinidad; pero mi frente está, además, coronada por la roja guirnalda de las rosas, señal de la sangre que he vertido por ti.... Si eres fiel, mi gracia te hará participante de la naturaleza divina; Yo te guardaré entre los brazos de mi ternura, y te estrecharé contra el corazón de mi divinidad, de suerte que se derrita como cera en el fuego de mi amor sublime. Si quieres ser mía, paloma de mi amor, ámame tiernamente, fuertemente, sabiamente, para que puedas gustar mis dulzuras.»

Los escritores paganos quedaron olvidados para siempre. Ahora eran las Sagradas Escrituras, los Santos Padres, San Agustín, San Gregorio Magno, y los maestros de la escuela de San Víctor, los autores favoritos de la extática virgen. Su primer libro, el corazón del Amado; y su anhelo más grande, el hacerse digna de Él. «Pluguiese a Dios mil veces—exclamaba con fiero apasionamiento—que toda el agua del mar se trocara en sangre, y que yo pudiera hacerla pasar sobre mi cabeza para dejar limpio el lugar que habéis escogido como morada. Quisiera que me arrancaran el corazón del pecho, que lo hicieran mil pedazos y lo pusieran en un brasero ardiente, para que vuestra morada fuera menos indigna de Vos.»

Las vallas del mundo se habían roto; la celda de Gertrudis era una prolongación del Cielo; los claustros monacales se iluminaban constantemente al paso de los bienaventurados, y en sus recintos se perdían los ecos de las conversaciones entre la esposa y el Esposo. Hablaban cara a cara, como un amigo suele hablar a su amigo. Jesús venía con su Madre, y resplandecientes coronas de ángeles, que llevaban candelabros de oro, como en la procesión que Dante viera avanzar por la selva eternamente fresca del Paraíso. Un deseo inflamado, una turbación, una delicadeza infantil bastaban para inundar de luz la celda monacal. Un día, la virgen, creyendo aliviar los dolores del Salvador en su Pasión, sustituye con ramas olorosas de geranio los clavos que sujetaban el pequeño crucifijo de su alcoba; y por la noche, mientras duerme, oye estos versos:

Amor meus continuus—Tibi languor assiduus, —Amor tuus suavissimus—Mihi sapor gratissimus.

Gertrudis es, ante todo, la reveladora de una ciencia nueva, la descubridora de una tierra maravillosa, cuyos opulentos tesoros apenas si conocían los hombres antes de ella. Sus descripciones serán como la cartografía que guiará, siglos más tarde, las místicas aventuras de otros navegantes afortunados de mares invisibles. Es ella quien reveló al mundo la devoción al Sagrado Corazón, «copa que Dios pone en las manos del alma para que brinde en la asamblea de los santos, alcancía inexhausta de los dones celestiales, cítara que, pulsada por el Espíritu, es la delicia de los escogidos; fuente de la que brotan arroyos de límpidas aguas; incensario de oro que llena de aromas los ámbitos del Cielo; altar rodeado de legiones de mártires y vírgenes», como le representaron los hermanos Van Eick en el célebre lienzo de la catedral de Gante.

Con este lenguaje, rico de símbolos y metáforas, expresa Gertrudis aquellas profundas y altísimas ideas que recogía con avidez el espíritu aristocrático de Leibniz. La poesía del alma tiene en sus Revelaciones la más alta realización: elegías conmovedoras, llenas de amor y ternura; transportes que son estallidos de fuego; dramas que rebosan vida y color, idilios celestiales de imágenes fuertes, apasionadas y audaces.

No podemos medir esos gritos desgarradores del alma enamorada de Dios comparándolos con las angustias de un amor terreno. El asombro se apodera al principio del lector, pero poco a poco va familiarizándose con esos acentos de una región superior, que, después de todo, es su verdadera patria. La simplicidad es en ellos comparable a la profundidad. Gertrudis narra cómo narraría un niño. Su lenguaje es a la vez una oración y un cántico, y no olvidemos que cantar y rezar es descubrir lo más profundo del pensamiento y del corazón. En esto, Gertrudis, a pesar de su estilo difuso, inspirado en los arrebatos de su pasión sublime, es plenamente de nuestro tiempo. La sinceridad lírica, que parece ser el rasgo característico de nuestro ideal literario, es uno de los mayores encantos que encontramos en las revelaciones gertrudianas. Son el reflejo directo de un alma, su expresión en la vida, su más íntima realización. Las mismas ideas vienen envueltas en un ropaje de figuras tan nuevas, tan vividas, que nos ponen delante de los ojos la vida sencilla y ordinaria de la monja, y nos hacen oír el latido de aquel corazón, que hizo decir a Lope de Vega: «Y puesto que todo Dios en él se esconde, mayor tenéis el corazón que el cielo».

 

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