lunes, 3 de diciembre de 2018

San Francisco Javier

Una infancia turbada por inquietudes guerreras entre los austeros muros del castillo navarro de Javier, «aquel palacio que—como dirá su pariente Martín de Azpilcueta—estaba ya en pie antes de Carlomagno». Aunque hombre de letras, su padre Juan de Jassu, partidario de Labrit, toma parte en la guerra que ensangrienta su país en los primeros años del siglo XVI. Pero la causa de Labrit está perdida: el duque de Alba entra en Navarra; los franceses son vencidos en Noaín; en Pamplona se aclama rey a Fernando el Católico, y las piedras gloriosas del castillo de Javier caen demolidas, para que la conspiración no pueda esconderse detrás de ellas. Los Jassu se someten al destino, y destruidos sus sueños bélicos, al mismo tiempo que sus viejas almenas, se entregan al cultivo de sus tierras señoriales.

Entre estos sobresaltos crece el sexto de los hermanos Francisco de Jassu y Azpilcueta. «Era—dice otra vez el doctor navarro—un adolescente dulce, amable, gracioso, alegre y hasta juguetón, de una singular penetración de espíritu, curioso de saber, ávido de sobresalir en todo lo que hace al perfecto gentil hombre, lo cual le ganaba el cariño de los suyos y cautivaba a cuantos le veían: peligro terrible, cuyas consecuencias pudo evitar gracias a su natural reserva y a un pudor virginal.» El ansia de saber fija su vocación. Más que las armas, causa de sus desastres familiares, ama los libros. Quiere ser letrado, como su padre, y a los diecinueve años deja la vieja morada feudal, que no volverá a ver y soñando laureles literarios, se presenta en la Universidad de París, y en el colegio de Santa Bárbara trueca las calzas y el jubón de gentilhombre por la larga veste y el ceñidor de cuero de los escolares.

Después, la vida dura del colegio: levantarse a las cuatro de la mañana, misa diaria, férula, estudio y lecciones sobre hatos de paja, los dos recreos de cada semana, y, de cuando en cuando, banquetes de maestros, flautas, guitarras, rondas, minervales y saturnales, en que los ímpetus contenidos curren sin freno, y cuando se puede burlar el ojo de Polifemo, el vigilante, salidas nocturnas, juergas y aventuras. Francisco—lo confesará él más tarde—acompaña a sus amigos algunas veces, pero el horror de vergonzosas enfermedades le protege. Un instinto superior le libra también del contagio de las novedades doctrinales. Las disputas de Alemania acaloran también a los profesores de la Sorbona; y más de una vez el joven navarro se cruzó en los corredores del colegio con la figura adusta de Calvino. Todo su afán es saber, brillar, dominar. Es fastuoso y espléndido, pero con frecuencia su bolsa está vacía, y más de una vez viene a sacarle de apuros un estudiante de su tierra, entrado en años, de aspecto miserable, a quien los colegiales llaman «el peregrino». Es San Ignacio.

Javier acepta el dinero de Loyola, pero no su dirección. El colegial que tiene más influencia sobre su espíritu es su compañero de cuarto. Es hijo de un labriego saboyano y se llama Pedro de Fèvre: joven discreto, modesto, estudioso, incapaz de ejercer otra influencia que la del ejemplo. Sin la compañía de este estudiante, aquellos años, que Francisco llamaba de su libertinaje, hubieran sido peores. A los veinticinco años, ya maestro en teología, empieza a enseñar a su vez, y en su celda de Santa Bárbara viene a introducirse un nuevo huésped. Es aquel estudiante casi cuadragenario, de mediana estatura y de espaciosa frente, que cojea un poco de la pierna derecha: es Ignacio. El de Javier le mira con desconfianza y también con un poco de desdén, pero no puede menos de sentir su autoridad. Aquel hombre con apariencias de pordiosero es un propagandista formidable. Le Fèvre se rinde rápidamente; será el P. Fabro. Francisco deja su tono burlón del principio, empieza a conmoverse, a comprender, pero sigue resistiendo. «Es una de las masas más duras que el fundador ha tenido en sus manos.» Ignacio no se desalienta: camina paso a paso, seguro del triunfo. Sabe que la gloria mundana posee por completo el corazón de su amigo, y se esfuerza por satisfacer aquellas ambiciones juveniles. Recluta oyentes, favorece la carrera del joven profesor, contribuye a sus triunfos; pero en el momento en que Francisco parece más satisfecho, le dice al oído: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» Y Javier se dio cuenta de que aquel desharrapado era un sabio más grande que él y un señor más noble. Después de cuatro años de resistencia, se había convertido en un iñiguista fervoroso.

Viene después la emocionante escena de Montmartre (1534), que es el acta de nacimiento de la Compañía, y tras ella, aquel caminar por las rutas de Francia, de Suiza y de Italia curando por los hospitales, adoctrinando a los niños en las calles, enseñando, predicando, mendigando y matando los humos del hidalgo con las burlas y las humillaciones. Días de heroísmo y de profunda alegría interior como aquel en que el antiguo profesor, horrorizado al ver las úlceras de un apestado, vence su asco sorbiendo un chorro de pus. Y sueña ya con aventuras heroicas en tierras de paganos: en los esclavos etíopes que ha visto en Venecia, entrevé el áfrica y las Indias; una noche cree que camina con un indio a la espalda, y se despierta gritando: «Más, más.»

Sus anhelos van a realizarse. A petición del rey de Portugal, dos jesuitas van a salir para el Oriente lejano. Francisco está triste porque el fundador de la Compañía no se ha fijado en él; pero he aquí que uno de los designados cae enfermo; es preciso reemplazarle, y ahora el nombramiento recae en el antiguo profesor de París. En veinticuatro horas, Francisco hace sus preparativos: lleva una sotana, un crucifijo, un breviario y un catecismo. Acompañando al embajador de Portugal en Roma, se dirige a la corte portuguesa por su tierra española. Desde Roncesvalles envía el último adiós al castillo de su infancia, pero no puede ir a abrazar a los suyos. En Lisboa predica y confiesa, mientras se prepara la Armada. A su paso, empiezan a brotar los prodigios. Junto a la iglesia de Belén acaba de celebrarse un duelo; uno de los contendientes yace envuelto en su propia sangre y Francisco le ayuda a bien morir. Le pregunta si perdona a su adversario, y él hace con la cabeza un movimiento negativo.

—¿Y no perdonarías—pregunta el misionero—si Dios te conservase la vida?
—En ese caso sí—murmura el moribundo.
—Bueno, pues vivirás.

El 7 de abril de 1541, con el nombramiento de vicario apostólico de la India, salió Francisco de Lisboa con rumbo a lo desconocido. Aquel mismo día, treinta y seis años antes, se había abierto para él la interrogación de la vida. Trece meses de navegación. Cabo de Buena Esperanza, Mozambique. Etiopía, Socotora, Goa... Fiebres, fatigas, disgustos. «¡Oh Aquel Santiago!», decía más tarde, aludiendo a la carraca en que había hecho la travesía. Pero ya está en la capital de la India portuguesa, una pequeña Lisboa, con más especias, más oro, más mezcla de razas, más corrupción, más libertinaje y más miseria. Pernocta en el hospital, administra los sacramentos, catequiza a los niños, cuida y dice la misa a los leprosos, confiesa a los prisioneros, instruye al pueblo, busca a los pecadores; interroga a los transeúntes; habla con los marinos, los soldados, los domésticos y los esclavos. En aquella tierra de castas no hay paria cuya presencia le repugne; no hay hombre menos brahma que él; no hay camino que le detenga en su persecución de las almas. Se sienta en la mesa de los jugadores, y juega contra el diablo. Mendiga de puerta en puerta para los enfermos, se hace invitar a comer por gentes de conducta escandalosa, y con una ingenuidad despiadada prolonga la conversación, pregunta por el ama de la casa, por las demás mujeres, que seguramente, dice con suavidad, serán hermanas del huésped; por los niños, por los servidores; todo, para dejar caer unas palabras saludables sobre una conciencia dormida. Una noche la cena se prolonga, se hace tarde; Francisco ya no puede salir y le preparan una habitación. Entra en ella y pide que le traigan una de las mujeres que sirven al amo de la casa. La puerta se cierra, pero detrás de ella hay veinte orejas que escuchan: Francisco ha sacado una disciplina, y, entregando otra a la pobre mujer, empieza a flagelarse.

A los cinco meses se aleja de Goa sin más bagaje que un quitasol y un poco de cuero para remendar sus sandalias. Bordea la costa occidental de la India, divisa las lagunas del Malabar, donde se asienta Calicut, cerrada a los europeos; pasa delante de Cochín y Travancore y desembarca en el lago de Comorín. Allí, en la costa de la Pesquería, entre los indios paraveres, va a establecer sus primeras misiones. Dos años de vida dura, en un suelo implacable, entre gentes astutas, cobardes, vanidosas y que difícilmente dicen la verdad, bajo los rayos de un sol abrasador, y sin otro consuelo que la compañía de Dios. Camina a pie por mares de arena, come arroz, que él mismo condimenta con pimienta, y los días de gala, un pez y un poco de leche agridulce; pernocta en miserables chozas con los ratones, los murciélagos y las serpientes; duerme dos horas, comido por los mosquitos y sobresaltado por los aullidos de las panteras. Pero su mayor sufrimiento es no poder hablar con los indios. Aquel amor de las almas que abrasaba su pecho no encontraba palabras para dirigirse a las gentes a quienes tiende sus brazos. «La lengua de este país—escribe—es el malabar; la mía—añade con melancólica ironía— es el vasco.» Va en busca de algunos indígenas que saben algo de portugués, y con muchas dificultades e inexactitudes traduce al malabar los artículos de la fe y algunas oraciones. Con este bagaje lingüístico empieza sus conquistas. Recorre las aldeas de pescadores, llama a sus catecúmenos agitando una esquila, y se esfuerza por enseñarles la doctrina cristiana con discursos aprendidos de memoria o sirviéndose de un intérprete. A veces los sonidos se enredan en sus labios, el sudor corre por su frente, su corazón es una prisión dolorosa en que se agitan pensamientos mudos. Sin embargo, sus oyentes escuchan con curiosidad, aprenden con amor, le proponen toda suerte de cuestiones, piden el bautismo y le traen sus enfermos para que los cure. Una mirada suya libra de una fiebre; una caricia de su mano cura aquellas gentes de la mordedura de una cobra. Sin embargo, nunca en sus cartas alude a estos dones de taumaturgo; al contrario, los niega con tal viveza, que nos da claramente a entender su realidad, porque el verdadero taumaturgo es el primero en extrañarse de los prodigios que Dios obra por él.

El número de las conversiones aumentaba sin cesar. Hubo semanas en que bautizó más de diez mil personas. Pero todos eran sudras o parias. La casta superior se cerraba herméticamente a sus predicaciones. Los brahmas le escuchaban benévolamente, pero con un dejo de ironía en los labios; después le daban buenas palabras, le decían, acaso, que tenía razón, pero jamás daban el paso definitivo. Además, algo impaciente, Francisco sueña con reinos convertidos en un abrir y cerrar de ojos. Oye que un rey de Ceilán parece dispuesto a bautizarse y hacerse amigo de los portugueses, y esta noticia, le hace volver a Goa. Trabaja algún tiempo ardorosamente en aquella empresa, hasta que se da cuenta de que indios y europeos no buscan más que sus propios egoísmos. Ha sido juguete de unos y otros, pero lo que más le duele es la actitud de los cristianos ante sus proyectos gigantescos de conquistas religiosas. No comprenderíamos lo trágico de la vida interior del apóstol si olvidásemos que las mayores pruebas le vinieron de los hombres de su raza y de su fe. «Estoy tan cansado de vivir—escribe por este tiempo—, que morir por nuestra religión sería mi mayor alegría.»

En su segunda expedición empieza evangelizando el reino de Travancore, bajo la protección del mismo rajá. Va de ciudad en ciudad; a través de las calles, el tambor del príncipe le precede. AI mes contaba los neófitos por miliares; pesca milagrosa, pero de peces chicos, de trabajadores y soldados, aunque no por eso deja de ser esta evangelización una de las páginas más sorprendentes de la historia de las misiones. Es el fruto de su amor, de su abnegación, de su penitencia: «En este país de infieles—escribe, pidiendo misioneros—, la ciencia no es necesaria.» Ciertamente, no era tan necesaria como aquel celo apostólico que le consumía. Nuevos misioneros vienen de Lisboa, traen para Francisco el nombramiento de provincial de la nueva provincia que San Ignacio acaba de establecer en la India; pero su ardor infatigable le empuja sin cesar en busca de regiones nuevas. Le atrae la tierra de Meliapur, entre el cabo de Comorín y el de Bengala, porque allí, según se dice, descansan los restos del Apóstol Santo Tomás; y allí trabaja durante tres meses en una factoría portuguesa. Un buen clérigo. Gaspar Coello, le hospeda en su casa, y durante la cena Francisco le entretiene recordando sus días de estudiante en la Sorbona. Después, el misionero se retira a un jardín cercano para entregarse a sus oraciones y maceraciones. «Maestro Francisco—le dice el clérigo- al darse cuenta de estas nocturnas salidas—, no vayáis solo a ese sitio; es un nido de demonios y pudierais salir malparado.» Francisco sonríe, y para tranquilizar a su huésped se hace acompañar de un indígena, a quien deja a poca distancia del reducto. Una noche el malabar se despierta al oír una voz que dice: «¡Oh María, socórreme!»; y a la voz seguía una lluvia de golpes. Como los golpes no caían sobre él, el indio se volvió a dormir, pero al día siguiente contó el caso al clérigo. No había duda, todos los diablos de la India habían caído sobre el apóstol, pensaba el buen Coello; pero los diablos huían aterrados por los golpes de la disciplina.

En 1545 viaja hasta Malaca. Nuevos trabajos entre europeos, narcotizados por las delicias del Oriente; vida de hospital, enseñanza a los niños, predicación a los grandes, andanzas entre soldados, comerciantes y marinos, sonriendo, dejando caer la palabra buena, legitimando uniones pecaminosas, dando luz al que se va hacia las tinieblas de la muerte, imponiendo las manos al enfermo, enjugando la saliva de los labios del poseso, actuando de taumaturgo y de profeta. Luego, tres años de vida errante por el archipiélago malasio: Tidor. Térnate, aguas de Java y Sumatra, tierras de Amboino, de Macassar y de la isla del Moro. Tempestades furiosas, sombras de naufragios, terrores de cocodrilos y de bestias salvajes. Entonces se ve con cuánto amor ama aquel hombre la vida. Sus ojos, húmedos de una eterna compasión, brillantes de una eterna esperanza, se fijan implorantes en el Cielo y en el mar. Cada minuta de su vida es para él como una moneda de oro para el jugador. No duerme, espía el alba en el seno mismo de la noche; y, ya en tierra, busca al isleño en el fondo de su choza infecta. También ahora la gracia fecundaba sus esfuerzos. En Ternate, la alabanza de Dios estaba constantemente en los labios de todos: los jóvenes en las calles, las mujeres en las casas, los trabajadores en los campos, los pescadores en las barcas, todos cantaban cánticos piadosos. Pero en el Moluco había también moros y salvajes. Los moros eran imposibles de convertir; los salvajes huían del misionero o salían a su encuentro armados de lanzas; las tierras parecían hechas para arredrar al extranjero; islas volcánicas, calcinadas del sur, sin pan, ni vino, ni rebaños, ni agua potable, «pero fecundas en consolaciones espirituales—dice Francisco—, hasta perder los ojos a fuerza de derramar lágrimas de alegría.»

Al terminar esta expedición, sucede el encuentro con un japonés que venía buscándole desde su isla lejana. Francisco le instruye y le bautiza, admirado de su penetración y de la bondad de su alma. El horizonte de sus anhelos se amplía. Aquella tierra que aún no conoce, ocupa ya la mejor parte en su corazón. Amó a la India por voluntad, al Japón por instinto. Va a ir al Japón con toda la ilusión de su alma, después de poner en la preparación del viaje una nerviosidad y una solicitud desacostumbradas. Antes de salir de Goa, escribe para sus colaboradores unas normas de conducta que aun hoy forman el manual del misionero. Insiste sobre la alegría que debe reflejar el rostro del sacerdote, sobre su dulzura, su modestia y ausencia de toda afectación; pero a continuación deja escapar esta sentencia: «Conversa como si tus amigos de hoy pudiesen ser tus enemigos de mañana.» Hay clarividencia y calor en estas instrucciones; pero las falta un orden riguroso. Francisco era admirado y venerado; pero tal vez algunos querían ver en él un director más que un eterno excitador de energía.

Pero si Ignacio era el organizador, él era el apóstol. Lo iba a probar una vez más en aquella nueva expedición. El 25 de abril de 1549 salió de Goa; el último día de mayo estaba en Malaca. Parecía triste, con esa tristeza que invade a veces a los hombres más enérgicos cuando van a hacer el último esfuerzo que les exige su ideal. Allá en Occidente se interpreta mal su humor aventurero; le acusan de tentar a Dios, y el mismo Ignacio se inquieta de sus largas ausencias. No obstante, lo que le empuja es su amor a las almas. Se embarca en un junco chino, que lleva en la proa un ídolo panzudo, y que después de largas incertidumbres le deja en la gran isla de Kyushu. Le acompañan tres jesuitas y Yaguiro, su primer neófito japonés. Su figura se agiganta desde el momento en que pisa tierra japonesa. Su odisea a través del gran Imperio es de lo más emocionante que recuerda el heroísmo cristiano. Funda las iglesias de Kagoshima, de Hirado, de Yamaguchi. Los daimios, los duques, como éI dice, le reciben amablemente, adivinando el gran señor bajo las apariencias del mendigo; pero él arde en deseos de ver al mismo, emperador, de convencerle, y se pone en marcha hacia la capital. Camina a pie, sobre la nieve, «sin levantar los ojos, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, con los brazos inmóviles, mostrando con esta modestia que iba en la presencia de Dios». Sin embargo, al entrar en Kioto le dominaba una alegría tal, que saltaba alborozado, tirando al aire una manzana y volviéndola a coger, como si fuese una pelota vasca. No tardaron en deshojarse todas sus ilusiones. Después de errar once días en torno del palacio, se dio cuenta de dos cosas: que, sin llevar ricos presentes, era imposible ver al emperador, y que el Hijo del Sol era el más pobre de los grandes señores del Imperio. Inmediatamente dejó la gran ciudad y se volvió a Yamaguchi, cuyo daimio era uno de los más poderosos personajes de aquel Imperio feudal. Había empezado a conocer el alma japonesa. Sus austeridades, su vestido grosero, habían hecho brotar muchas veces a su paso esta reflexión: «Muy baja debe ser la condición de este pobre diablo en su tierra, para venir aquí a ser el hazmerreír de la gente.» El que antes había despreciado todos los medios humanos, recordó ahora que en el bolso tenía el nombramiento de embajador del rey de Portugal y en el equipaje los regalos correspondientes: un reloj de ruedas, un clave, un arcabuz, espejos, lentes y brocados. El gran bonzo cristiano apareció convertido en un gran dignatario, y este paso fue más provechoso que un año de predicaciones. El daimio, encantado de los regalos, correspondió con una gran cantidad de oro, que Francisco no quiso aceptar; muchos miembros de la nobleza pidieron el bautismo, y el pueblo, que antes se reía del misionero, ahora le escuchaba con respeto, y las conversiones eran numerosas. Francisco y sus compañeros se colocaban en las encrucijadas de las calles, pronunciaban en japonés los discursos que habían aprendido de memoria, y cuando alguno quería nociones más precisas, le invitaba a ir a su casa. Los días y las noches se le pasaban catequizando, bautizando y discutiendo: discutiendo sobre todo, con los bonzos, que no han tardado en descubrir su gran enemigo en aquel extranjero que denuncia ásperamente los vicios nefandos de sus boncerías y hace disminuir las ofrendas de los devotos de Buda.

Con frecuencia, el apóstol se encontraba con una extraña objeción: si el cristianismo es verdadero, los chinos hubieran debido conocerlo. Para un japonés, China era la maestra de la verdad. ¿Por qué no evangelizar antes el gran Imperio occidental?, se pregunta Francisco, sintiendo renacer las esperanzas en su corazón. Antes, en su sentir, era el Japón el mejor de los pueblos descubiertos; pero lleva dos años misionando en sus provincias y apenas ha convertido dos mil personas. Su cabeza blanquea, la fiebre le consume; pero debe hacer la experiencia de China.

Una vez más vieron en Goa aquella bella figura de ancha frente, de negros ojos hundidos, cada vez más espiritualizada. Espiábanle para sorprender sus éxtasis, para recoger sus palabras, para observarle en el jardín, abierta la sotana, oreando con el soplo de la brisa y la luz de las estrellas su pecho abrasado de amor. Desde el mes de abril de 1552 ya no se le volvió a ver; mejor dicho, volviese a ver un año más tarde aquel cuerpo incorrupto, pero el alma había volado. Había llegado a la rada de San Choan; en la puerta misma de China; pero el Celeste Imperio estaba cerrado a los europeos bajo pena de muerte. No obstante, Francisco espera que algún navío le dejará en las cercanías de Cantón. Esperanza vana: las embarcaciones pasan sin hacer caso de sus ruegos, y el buscador infatigable de almas agoniza triste sobre la arena inhospitalaria, acompañado de un solo portugués. Ignacio se había decidido a llevarle a Europa, pero Dios se anticipaba a recogerle en el Cielo. Aquella ambición de verlo todo y de hacerlo todo se armonizaba poco con el genio del fundador; pero el provincial debía eclipsarse ante el más grande apóstol de los tiempos modernos. Tal vez se diga que no fue un organizador, pero las obras por él fundadas duraron siglos, y el combate espiritual que inauguró, sigue todavía.

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