domingo, 8 de julio de 2018

San Procopio de Cesarea

El siglo IV había amanecido sobre el mundo romano con una aurora roja, reflejo de las llamas del palacio imperial de Nicomedia. Diocleciano tuvo miedo y quiso causarlo. Su imaginación cobarde y alucinada le presentaba por todas partes peligros y conjuras. Salen decretos atroces que hablan de cárceles, de trabajos forzados, de cruces y de hogueras, Era preciso arrancar de raíz aquella raza de hombres que se empeñaban en despreciar a los dioses protectores del Imperio.

Muchos temblaron y naufragaron; pero los valientes fueron innumerables. Entre ellos figura Procopio, una de las primeras víctimas de aquella conflagración universal. La fuerza del heroísmo parecía en él como el fruto de una ascesis rigurosa. Era un hombre de una gracia celeste, dicen las actas. Desde su infancia hasta el martirio había buscado ardorosamente el brillo de la castidad. Tan mortificado tenía su cuerpo, que se le hubiera creído sin vida; pero su alma vibraba bajo la acción de las palabras divinas, y rodeaba su rostro pálido de una luz celestial. Vivía de pan y agua; comía solamente cada dos o tres días, y con frecuencia una vez por semana. Su contemplación se prolongaba día y noche. Había llegado a adquirir un conocimiento completo de las Sagradas Escrituras, y no desconocía tampoco las letras profanas.

Nacido en Seitópolis, había fijado su residencia en Jerusalén, allí desempeñaba el oficio de lector, de exorcista y de traductor oficial de los Sagrados Libros. Él debía traducir en lengua vulgar, en arameo, los textos griegos de la liturgia. Al estallar la persecución, fue trasladado a Cesarea con otros detenidos. Había entre ellos varios obispos y muchos sacerdotes; pero la figura ascética del exorcísta atraía las miradas de todos. Mientras sus companeros caminaban a la prisión, él fue conducido a presencia del gobernador Flaviano.

—Sacrifica a los dioses—ordenó el magistrado.

—No hay dioses—respondió Procopio—; no hay más que un solo Dios, Creador de todas las cosas.

El gobernador no era cruel; tenía aversión a la sangre, y además estaba impresionado por el aspecto de aquel hombre, cuyo cuerpo, extenuado por los ayunos, parecía sostenerse únicamente por la fuerza del espíritu. La doctrina de los filósofos de aquel tiempo le permitía contentarse con aquella respuesta. Sin embargo, antes de soltar al reo, pidióle que ofreciese incienso, no a los dioses, sino a los cuatro emperadores. «No es bueno tener tantos amos—respondió Procopio, citando un verso de Homero—; basta un señor, basta un rey.» Creyendo ver en estas palabras un ultraje contra la majestad soberana y una censura de la tetrarquía, imaginada por Diocleciano, el gobernador ordenó que Procopio fuese decapitado, y de este modo le abrió la puerta de la gloria.

Así empezó la persecución en Cesarea. En los días siguientes, algunos de los presos renegaron, pero la mayor parte confesaron intrépidamente la fe en medio de los tormentos. Unos caían desfallecidos por los azotes, otros sucumbían abiertos por los surcos de las uñas de hierro, a otros se les rompían los nervios de los pies y de las manos. «Sólo hay un Dios, sólo hay un Rey, sólo hay un Señor, que es Jesucristo», decían ellos, recordando al perseguidor la cita que en Procopio había juzgado sediciosa. Avergonzado de su derrota, el magistrado quiso disimularla. Los confesores eran arrastrados hasta el altar; allí se les ponía en la mano la copa de las libaciones o el grano de incienso, y después se les ponía en libertad. Aunque no hubiesen tocado el incienso, se les enviaba como a renegados. Ellos gritaban, protestaban que eran cristianos, que no sacrificarían jamás; y entonces los soldados los abofeteaban, le tapaban la boca, y, a pesar de todas las resistencias, se les declaraba absueltos. Lo que importaba, sobre todo, dice Eusebio de Cesarea, era salvar las apariencias del triunfo. Y las actas terminan con estas palabras: «Jesucristo reinó; a Él honor y gloria por todos los siglos.»

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