domingo, 10 de diciembre de 2017

Homilía



La liturgia de hoy nos recuerda, especialmente en la segunda lectura, que debemos estar atentos a lo que acontece en nuestra vida, porque “el día del Señor llegará como un ladrón” (II Pedro 3, 10)

Solemos ponernos al corriente de los movimientos de la bolsa, de los sueldos que se perciben, de noticias de actualidad, del mercado de trabajo, de novedades artísticas, de la moda, de las competiciones deportivas… pero no empleamos apenas tiempo para discernir lo que Dios quiere de nosotros, quizás porque nos da miedo responder con valentía a su llamada.

El caso es que dejamos pasar la vida, dilatando el momento de la conversión.

Este tiempo de Adviento será fructífero en la medida que establezcamos un capítulo de prioridades en nuestra vida, empezando por enfocar la mirada en Dios y en los hermanos.

Los proyectos humanos, foco principal de nuestros intereses particulares o sociales, fracasan. Envejecemos sin conseguir nunca nuestros objetivos.

No cambia, sin embargo, el sentido de nuestra esperanza, si confiamos en las promesas de Dios: “Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia” (I Pedro 3, 13).

Ya experimentamos un anticipo de ese “cielo nuevo” cuando llevamos a otros, de parte del Señor, palabras de consuelo.

Nada hay tan importante como sentirse acompañado y querido en medio del sufrimiento.

Cuando el profeta Isaías pone en labios de Dios un grito de aliento y de consuelo, es porque quiere hacerse presente en medio de los sufrimientos de su pueblo, angustiado por la destrucción de Jerusalén y por su conciencia de pecado por haber quebrantado la Alianza.

El mundo vive actualmente aterrorizado por las atrocidades cometidas por el Estado Islámico en Siria e Irak, por las crueldades del grupo Boko Haram, en Nigeria.

Pero, a pequeña escala, contemplamos el domingo pasado enfrentamientos entre aficionados radicales del fútbol, que terminaron con una muerte y varios heridos.

Hechos luctuosos y tristes que no deben quedar impunes.

El mismo Papa Francisco ha declarado recientemente que es lícito defenderse y cortar el avance del mal.


Este es el grito del Adviento, puesto en labios de Juan el Bautista.

El Señor viene a nuestra casa. Debemos limpiar los accesos, quitar los promontorios, arreglar las cunetas, habilitar nuestro hogar.

Necesitamos una puesta, a punto que facilite nuestra marcha cotidiana y dejarnos impulsar por el “combustible”, que él nos regala al recibirle con amor.

Es difícil hacerle un hueco a Dios mientras nuestro corazón esté encandilado por ruidos discordantes, por los devaneos de un mundo que va perdiendo el sentido de la orientación al compás del consumismo y de la mal llamada sociedad del bienestar.

Es difícil escuchar a Dios cuando tenemos la mente y el corazón ocupado por las cosas materiales y por las modas al uso.

El domingo, 30 de Noviembre, celebramos la apertura del “Año de la Vida consagrada”.

Hay quien piensa que dedicar una parte importante de la jornada a la oración y a la contemplación es una pérdida de tiempo; que sólo merece la pena producir para cambiar el mundo.

Pocos conocen su vida de trabajo para ganarse el pan, la convivencia fraterna y la alegría que se respira tras las rejas de un monasterio.

El mundo no cambia para bien, sin corazones sensibles, sin ese apoyo moral que da el sentirse protegido y respaldado.

¿Qué sería de la Iglesia sin los monjes y monjas de clausura, sin las congregaciones de vida activa, sin la vida religiosa, que testimonia con su ejemplo lo efímero de la existencia humana, sin una relación con Dios que dé sentido a los quehaceres, preocupaciones y problemas que nos afectan?

Juan el Bautista es un ejemplo de desprendimiento y generosidad. Él sabe que es únicamente la voz, que su misión es allanar caminos para preparar la venida del Mesías.

Denuncia con su sobriedad en la comida y en el vestido el modo de proceder de los poderosos. Lo hace en el desierto, lugar bíblico del encuentro del hombre con Dios.

El Adviento es, ante todo, una llamada a practicar la escucha activa, porque el Señor nos habla y nos invita a entrar en su casa, a vivir la fe en familia.

Es una llamada al ejercicio de la caridad, a compartir los bienes espirituales y materiales con los más necesitados.

Es una llamada a la contemplación, a huir del ruido, de los montajes navideños que adelantan los comercios para engrosar sus ganancias y a dejarnos interpelar por el Misterio de su Nacimiento.

Es una llamada a volver a Dios para llenar los recipientes vacíos de nuestra soledad.


Caminaba con mi padre cuando él se detuvo en una curva y, después de un pequeño silencio, me preguntó: 
- ¿Además del cantar de los pájaros, escuchas alguna cosa más? 
Agudicé mis oídos y algunos segundos después le respondí:        
- Estoy escuchando el ruido de una carreta.
-Eso es -dijo mi padre-. 
Es una carreta vacía. 
Pregunté a mi padre:
- ¿Cómo sabes que es una carreta vacía, si aún no la vemos?
 Entonces mi padre respondió:
- Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía,... por causa del ruido. 
Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace.
Me convertí en adulto.
Hoy, cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos y presumiendo de sus dotes, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo:
- “Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace”
Las personas virtuosas suelen tener juicios ponderados y modales respetuosos.



No hay comentarios: