jueves, 31 de agosto de 2017
Lecturas
Hermanos, nos hemos sentidos animados por vuestra fe en medio de todos nuestros aprietos y luchas.
Ahora sí que vivimos, sabiendo que os mantenéis fieles al Señor.
¿Cómo podremos dar gracias a Dios por vosotros, por tanta alegría como gozamos delante de Dios por causa vuestra? Noche y día pedimos insistentemente veros cara a cara y y completar lo que falta a vuestra fe.
Que Dios nuestro Padre y nuestro Señor Jesús nos allanen el camino para ir a vosotros.
En cuanto a vosotros Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiance así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Señor, santos e irreprensibles en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
¿Quién es el criado fiel y prudente, a quien el señor encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas?
Bienaventurado ese criado, si el señor, al llegar, lo encuentra portándose así. En verdad os digo que le confiará la administración de todos sus bienes.
Pero si dijese aquel mal siervo para sus adentros: “Mi señor tarda en llegar”, y empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo castigará con rigor y le hará compartir la suerte de los hipócritas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes».
Palabra del Señor.
Beato Pedro Tarrés y Claret
Pere Tarrés i Claret nace el 30 de mayo de 1905 en Manresa, provincia de Barcelona, Cataluña (España).Sus padres Francesc Tarrés Puigdellívol y Carme Claret Masats eran creyentes y ejemplares; tienen otras dos hijas, Francisca y María. Pere es bautizado el 4 de junio en la parroquia de la Virgen del Carmen.
La familia realiza frecuentes traslados (Badalona, Mataró, Barcelona) a causa del trabajo del padre (mecánico); en Badalona Pere es confirmado el 31 de mayo de 1910. Alumno de los Padre escolapios recibe la primera comunión el 1 de mayo de 1913. En 1914 la familia retorna a Manresa y Pere estudia con los padres jesuitas.
Adolescente de carácter alegre y abierto, cariñoso con sus padres y hermanas, amante de la naturaleza, contemplativo, místico con alma de poeta. Habitualmente ayuda en la farmacia del Sr. Josep Balaguer, quien lo encamina hacia la continuación de los estudios.
Obtiene una beca de estudios que le permite concluir el bachiller en el colegio de San Ignacio. Con otra beca de estudios, obtenida con la ayuda de algunos médicos que lo estimaban, puede acceder a la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona. Desde 1921 vive en el barrio popular de Gracia, donde participa del Oratorio de San Felipe Neri y allí, desde 1922 a 1936, es hijo espiritual del P. Jaume Serra.
Es miembro de la Federaciò Jovens Cristians con ardiente celo apostólico. La Federaciò es Acción Católica (A.C.) como el Papa Pío XI la proponía entonces: oración, estudio y acción, bajo la dirección de la jerarquía local. Pere cubre encargos en la Federaciò y en la A. C. contemporáneamente. Para Pere el secreto de la vida espiritual de los militantes está en la devoción eucarística y el amor filial a la Madre de Dios.
En julio de 1925 muere su padre y poco tiempo después su madre sufre un accidente que la deja inválida.
En la Navidad de 1927, estando en Monistrol de Calders, hace el voto de castidad con la aprobación de su director espiritual.
En 1928, después de haber concluido la carrera de Medicina (con premio extraordinario), se establece definitivamente en Barcelona. Durante este período sus hermanas ingresan en el convento de las Concepcionistas. Junto con su compañero, Dr. Gerardo Manresa, funda el sanatorio – clínica de Nuestra Señora de la Merced de Barcelona.
Durante el ejercicio de su profesión de médico es ejemplar en la caridad y en la vida de piedad; jamás pierde aquella alegría contagiosa que le permite tratar con respetuosa familiaridad a los enfermos.
Tarrés el 8 de julio de 1936 se traslada al Monasterio de Monserrat para realizar los ejercicios espirituales, que son interrumpidos el día 21 por el Alzamiento nacional; Pere se traslada a la Generalitat y logra obtener la tutela de la policía para preservar la integridad del Monasterio de la barbarie de los anárquicos. Refugiado en Barcelona lleva, a escondidas, la comunión a los perseguidos por los milicianos rojos y logra escapar a una perquisición realizada en su casa.
En julio de 1938 debe enrolarse en el ejército republicano como médico. Gracias a su coraje y dedicación los mismos soldados piden su promoción a capitán del ejército. Dedicaba parte de su tiempo al estudio del latín y de la filosofía, en preparación a sus futuros estudios sacerdotales y no pierde ocasión de manifestar su fe.
En enero de 1939 retorna a su casa del frente de guerra. El 26 de enero de 1939 se rinde Barcelona al ejército nacional. Integrado en la vida normal continua su actividad de médico, cubre algunos encargos en la A.C. y se prepara para ingresar en el Seminario de Barcelona evento que tendrá lugar el 29 de setiembre de 1939.
En 1941 año en el cual muere su madre recibe las Órdenes menores y el subdiaconado (20 de diciembre) y al año siguiente el diaconado (22 de marzo de 1942). Ordenado presbítero el 30 de mayo de 1942 el obispo lo designa coadjutor (vicario) de la parroquia de San Esteban de Sesrovires el 3 de junio. En 1943, por deseo del Obispo, va a estudiar a la Universidad Pontificia de Salamanca donde obtiene la Licencia en Teología el 13 de noviembre de 1944.
A su retorno a Barcelona recibe los siguientes nombramientos pastorales: vice-asistente diocesano de los jóvenes de la A.C., asistente del centro parroquial de las mujeres y de las jóvenes de A.C. de la parroquia de San Vicente de Sarriá (1944), capellán de la comunidad y del colegio de las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción (1945).
En las distintas obras apostólicas que le encargan no le faltan dificultades que lo hacen sufrir pero él sabe responder con actitudes evangélicas de caridad, prudencia y fortaleza sembrando desde la cruz la tierra de su apostolado. El 17 de noviembre de 1945 escribe en su Diario che se siente sumergido en el océano del apostolado, como había soñado por tanto tiempo, con el mismo fuego y entusiasmo que, desde laico, sintió por la Federaciò. Antes de morir expresará su alegría por el apostolado en la A.C. femenina de Sarriá, afirmando: “Yo soy hijo de obreros. En el cielo trabajaré mucho por todas Uds.”.
Durante las vacaciones en el santuario de la Virgen de Nuria, en el Pirineo de la provincia de Gerona, a 2.000 mt., recibe numerosos grupos de jóvenes de A.C.
También cubre los siguientes encargos: consejero y asesor de los Oblatos laicos benedictinos y de la Unions di scolans di Monserrat –antiguos miembros cantores del coro del monasterio- (1946), director de la Obra de la Visitación de Nuestra Señora, actividad destinada a procurar ayuda material y espiritual a los enfermos pobres (1947); beneficiado de la parroquia de Santa Ana (1949); consejero de la Escuela Católica de enseñanza social de Barcelona (1949); confesor ordinario del Seminario (1949); delegado diocesano de la Protección de la Mujer (1949); director espiritual del Hospital de Las Magdalenas, donde se acogen mujeres en fase terminal, por la prostitución o la extrema miseria moral. Pere Tarrés dejó una huella perenne y benéfica en todos los que lo trataron por actividades apostólicas. El 17 de mayo de 1950 le realizaron una biopsia cuyo diagnóstico fue linfosarcoma linfoblástico. Tarrés vivió su enfermedad con una actitud de total abandono en Dios y ofreciendo su vida por la santificación de los sacerdotes. El 31 de agosto de 1950, a 45 años, moría en la Clínica que había fundado. Fue sepultado en el cementerio de Montjuic. El 6 de noviembre de 1975 sus restos mortales fueron trasladados a la iglesia parroquial de San Vicente de Sarriá, donde aún reposan.
La familia realiza frecuentes traslados (Badalona, Mataró, Barcelona) a causa del trabajo del padre (mecánico); en Badalona Pere es confirmado el 31 de mayo de 1910. Alumno de los Padre escolapios recibe la primera comunión el 1 de mayo de 1913. En 1914 la familia retorna a Manresa y Pere estudia con los padres jesuitas.
Adolescente de carácter alegre y abierto, cariñoso con sus padres y hermanas, amante de la naturaleza, contemplativo, místico con alma de poeta. Habitualmente ayuda en la farmacia del Sr. Josep Balaguer, quien lo encamina hacia la continuación de los estudios.
Obtiene una beca de estudios que le permite concluir el bachiller en el colegio de San Ignacio. Con otra beca de estudios, obtenida con la ayuda de algunos médicos que lo estimaban, puede acceder a la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona. Desde 1921 vive en el barrio popular de Gracia, donde participa del Oratorio de San Felipe Neri y allí, desde 1922 a 1936, es hijo espiritual del P. Jaume Serra.
Es miembro de la Federaciò Jovens Cristians con ardiente celo apostólico. La Federaciò es Acción Católica (A.C.) como el Papa Pío XI la proponía entonces: oración, estudio y acción, bajo la dirección de la jerarquía local. Pere cubre encargos en la Federaciò y en la A. C. contemporáneamente. Para Pere el secreto de la vida espiritual de los militantes está en la devoción eucarística y el amor filial a la Madre de Dios.
En julio de 1925 muere su padre y poco tiempo después su madre sufre un accidente que la deja inválida.
En la Navidad de 1927, estando en Monistrol de Calders, hace el voto de castidad con la aprobación de su director espiritual.
En 1928, después de haber concluido la carrera de Medicina (con premio extraordinario), se establece definitivamente en Barcelona. Durante este período sus hermanas ingresan en el convento de las Concepcionistas. Junto con su compañero, Dr. Gerardo Manresa, funda el sanatorio – clínica de Nuestra Señora de la Merced de Barcelona.
Durante el ejercicio de su profesión de médico es ejemplar en la caridad y en la vida de piedad; jamás pierde aquella alegría contagiosa que le permite tratar con respetuosa familiaridad a los enfermos.
Tarrés el 8 de julio de 1936 se traslada al Monasterio de Monserrat para realizar los ejercicios espirituales, que son interrumpidos el día 21 por el Alzamiento nacional; Pere se traslada a la Generalitat y logra obtener la tutela de la policía para preservar la integridad del Monasterio de la barbarie de los anárquicos. Refugiado en Barcelona lleva, a escondidas, la comunión a los perseguidos por los milicianos rojos y logra escapar a una perquisición realizada en su casa.
En julio de 1938 debe enrolarse en el ejército republicano como médico. Gracias a su coraje y dedicación los mismos soldados piden su promoción a capitán del ejército. Dedicaba parte de su tiempo al estudio del latín y de la filosofía, en preparación a sus futuros estudios sacerdotales y no pierde ocasión de manifestar su fe.
En enero de 1939 retorna a su casa del frente de guerra. El 26 de enero de 1939 se rinde Barcelona al ejército nacional. Integrado en la vida normal continua su actividad de médico, cubre algunos encargos en la A.C. y se prepara para ingresar en el Seminario de Barcelona evento que tendrá lugar el 29 de setiembre de 1939.
En 1941 año en el cual muere su madre recibe las Órdenes menores y el subdiaconado (20 de diciembre) y al año siguiente el diaconado (22 de marzo de 1942). Ordenado presbítero el 30 de mayo de 1942 el obispo lo designa coadjutor (vicario) de la parroquia de San Esteban de Sesrovires el 3 de junio. En 1943, por deseo del Obispo, va a estudiar a la Universidad Pontificia de Salamanca donde obtiene la Licencia en Teología el 13 de noviembre de 1944.
A su retorno a Barcelona recibe los siguientes nombramientos pastorales: vice-asistente diocesano de los jóvenes de la A.C., asistente del centro parroquial de las mujeres y de las jóvenes de A.C. de la parroquia de San Vicente de Sarriá (1944), capellán de la comunidad y del colegio de las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción (1945).
En las distintas obras apostólicas que le encargan no le faltan dificultades que lo hacen sufrir pero él sabe responder con actitudes evangélicas de caridad, prudencia y fortaleza sembrando desde la cruz la tierra de su apostolado. El 17 de noviembre de 1945 escribe en su Diario che se siente sumergido en el océano del apostolado, como había soñado por tanto tiempo, con el mismo fuego y entusiasmo que, desde laico, sintió por la Federaciò. Antes de morir expresará su alegría por el apostolado en la A.C. femenina de Sarriá, afirmando: “Yo soy hijo de obreros. En el cielo trabajaré mucho por todas Uds.”.
Durante las vacaciones en el santuario de la Virgen de Nuria, en el Pirineo de la provincia de Gerona, a 2.000 mt., recibe numerosos grupos de jóvenes de A.C.
También cubre los siguientes encargos: consejero y asesor de los Oblatos laicos benedictinos y de la Unions di scolans di Monserrat –antiguos miembros cantores del coro del monasterio- (1946), director de la Obra de la Visitación de Nuestra Señora, actividad destinada a procurar ayuda material y espiritual a los enfermos pobres (1947); beneficiado de la parroquia de Santa Ana (1949); consejero de la Escuela Católica de enseñanza social de Barcelona (1949); confesor ordinario del Seminario (1949); delegado diocesano de la Protección de la Mujer (1949); director espiritual del Hospital de Las Magdalenas, donde se acogen mujeres en fase terminal, por la prostitución o la extrema miseria moral. Pere Tarrés dejó una huella perenne y benéfica en todos los que lo trataron por actividades apostólicas. El 17 de mayo de 1950 le realizaron una biopsia cuyo diagnóstico fue linfosarcoma linfoblástico. Tarrés vivió su enfermedad con una actitud de total abandono en Dios y ofreciendo su vida por la santificación de los sacerdotes. El 31 de agosto de 1950, a 45 años, moría en la Clínica que había fundado. Fue sepultado en el cementerio de Montjuic. El 6 de noviembre de 1975 sus restos mortales fueron trasladados a la iglesia parroquial de San Vicente de Sarriá, donde aún reposan.
miércoles, 30 de agosto de 2017
Lecturas
Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
Vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotros, los creyentes, fue leal, recto e irreprochable; sabéis perfectamente que, lo mismo que un padre con sus hijos, nosotros os exhortábamos a cada uno de vosotros, os animábamos y os urgíamos a llevar una vida digna de Dios, que os ha llamado a su reino y a su gloria. Por tanto, también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes.
En aquel tiempo, Jesús dijo:
« ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas” !Con esto atestiguáis en vuestra contra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!».
Palabra del Señor.
Santos Celedonio y Emeterio
Con razón Prudencio se lamentaba: "¡Oh inveterado olvido de la antigüedad callada! Esto mismo se nos envidia, y se extingue la misma fama. El blasfemo perseguidor nos arrebató hace tiempo las Actas para que los siglos no esparcieran en los oídos de los venideros, con sus lenguas dulces, el orden, el tiempo y el modo indicado del martirio".
Y lo confirma Eusebio, diciendo que bajo el imperio de Diocleciano se promulgó un edicto imperial ordenando destruir los sagrados códices en los que se contenían las Actas de los mártires, para que nada de ellos quede de recuerdo.
Por eso hemos de bucear cuidadosamente en los escritos antiguos para deducir lo que quisiéramos tener por cierto, no sea que las laudes que de los mártires Emeterio y Celedonio digamos, no se encierren en los marcos ciertos que son su mejor orla.
Calahorra celebra desde el siglo III la gloria de dos hijos suyos llamados Emeterio y Celedonio, que sufrieron martirio por la fe de Jesucristo en una de tantas persecuciones como el Imperio romano decretó contra la Iglesia.
Pocos son los documentos de la antigüedad que narren sus vidas y su martirio. El poeta Aurelio Prudencio, gloria calagurritana, ha dejado descrita parte de la vida y bellamente narrado su martirio en el primer himno del Peristephanon, escrito, como dicen los críticos, antes del año 401, fecha en que se ausentó de Calahorra para trasladarse a Roma.
Sabemos dónde los Santos —como Calahorra llama a sus mártires— labraron el final de su corona; no sabemos, empero, dónde el sol iluminó sus cunas ni dónde la fe los amamantó para Cristo.
Bien pudo ser Calahorra, la gloriosa e histórica, quien acunó a sus Santos, ya que en tiempos antiguos fue lugar preeminente de reclutamiento para dar soldados expertos y valientes al Imperio. Y fieles, como pocos, fueron elegidos para cuidar de la sagrada vida de los que regían los destinos del mundo, como narra Suetonio al hacernos saber que Augusto tuvo su guardia personal de calagurritanos.
Soldados sí lo fueron: "Los soldados que quiso Cristo para sí, dice el vate calagurritano, no habían llevado antes una vida desconocedora del duro trabajo; el valor, en la guerra acostumbrado y en las armas, lucha ahora en pugnas sagradas".
Y de Calahorra posiblemente fueron naturales, porque en esta histórica ciudad les sorprendió la persecución, habiendo tenido que dejar "las banderas del Cesar, eligen la insignia de la cruz, y, en vez de las clámides hinchadas de los dragones con que se vestían, llevan delante la señal sagrada que deshizo la cabeza del dragón".
¿Cuál había de ser su refugio al abandonar la legión romana, sino su pueblo natal, donde, al abrigo de parientes y amigos, cultivan las tierras o se dedican a la artesanía, tan apreciada por entonces?
Ha sido para muchos motivo de duda, e incluso motivo de dar a los Santos la ciudad de León como lugar de nacimiento, el dato que nos suministran los antifonarios, leccionarios y breviarios de León, pertenecientes al siglo XIII. Dicen que Emeterio y Celedonio eran ex legione, traduciendo esa frase: de León. Sin duda alguna ha de leerse: pertenecientes a la Legión VII Gemina Pía Félix, que estuvo acampada cerca de la antigua Lancia (hoy León), y que, por ello, con toda seguridad, tiene dedicada León una calle a la Legión VII.
Aclara este concepto el documento histórico llamado Actas de Tréveris, del siglo VII probablemente, al expresar que "es fama que los soldados Emeterio y Celedonio fueron legionarios en el lugar del que toma hoy el nombre la ciudad".
Durante el ejercicio militar fueron honrados con la condecoración romana de origen galo llamada torques, o collar, como dice el poeta: "Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas". Esta condecoración estaba tachada de pagana en los días de Prudencio y lo expresa la carta que los Padres conciliares de Aquiles dirigen a los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio.
No es sorprendente que a las distinciones primeras sucedan ahora los vituperios y persecuciones, porque la historia nos testifica de altos oficiales vilmente degradados, incluso soldados ignominiosamente arrojados del servicio militar por el grave delito de ser cristianos. Apostasía o abandonar el ejército romano, puede ser el lema de esta persecución, conforme dice Prudencio: "Sucedió entonces que el cruel emperador del mundo ordenó que todos los cristianos se llegaran a los altares a sacrificar a los negros ídolos y dejaran a Cristo" , por lo que si para los ajenos a la legión era difícil pasar desapercibidos, mucho más lo sería para estos soldados, que tenían ciertos ritos paganos como obligatorios en sus ordenanzas militares.
No queda a los Santos otra salida que dejar la legión romana y retirarse a su ciudad natal, donde, al amparo de los hermanos en la fe, pueden seguir sirviendo a Cristo y ser ejemplos vivos de entereza cristiana para aquellos habitantes que no todos. Por desgracia sentían pujante en sus entrañas la vitalidad religiosa de la fe.
Sorprende un dato digno de tenerse en cuenta: como no registra Prudencio el lugar de nacimiento de los mártires, tampoco expresa circunstancias ni nombres por donde vengamos en deducir la fecha aproximada de su martirio. ¿Fue en la persecución de Diocleciano, al principio de la misma, cuando estaba en apogeo la influencia de Galerio en Oriente y en Occidente la de Maximiano Hércules?; ¿Fue en la persecución de Valeriano, en la segunda mitad del siglo III como los mártires de Cirta, cuyas cabezas fueron segadas en las márgenes de un río, por donde rodaron aquellos sagrados despojos?
"Ignórase a punto fijo la época de su martirio —escribe La Fuente— y que suele fijarse a mediados del siglo III, y aun algunos escritores la adelantan al siglo II. Es lo cierto que el poeta Prudencio, nacido a mediados del siglo IV, habla de aquel suceso como de cosa antigua, lo que no pudiera decir si el martirio hubiese tenido lugar en tiempo de Daciano, hacia el 304, época a la cual alcanzaron los padres del poeta".
Sin embargo, como las fechas y el lugar no parecen tener importancia para los escritores antiguos, hemos de conformarnos con seguir la huella gloriosa que de ellos nos ha dejado el poeta en sus bellos versos tetrámetros trocaicos catalectos, relegando estos datos que a nuestra crítica moderna tanto importan. Tanto mejor para ilustrar con el dulce recuerdo aquellos años que no los podemos contar.
Existe en la parte alta de Calahorra, en donde antaño estuvo la catedral y más tarde un convento de franciscanos, una magnífica iglesia dedicada al Salvador, título que conserva, casi con seguridad, como imborrable recuerdo de aquella primera catedral visigótica dedicada al Salvador y que fue destruida por la invasión musulmana por el año 932, conforme reza el códice primero del archivo catedralicio.
Se había construido, como otras catedrales, junto a la residencia real y que, por su altura excepcional, fue elegida en tiempos remotísimos como lugar de defensa primordial de las márgenes del Ebro contra posibles invasiones.
A este lugar, sin duda alguna, fueron presentados ante los gobernadores romanos, especialmente ante el capitán de la guardia romana, y de éste, al juez que habría de entender en la causa denunciada.
Y aquí serían sometidos a largos interrogatorios qué nos han quedado registrados en muchas actas de mártires, en los que brilla tanto la sagacidad de los jueces con insidiosas promesas, como su odio satánico, no permitiéndose descanso hasta conseguir la apostasía o el martirio.
Antes de ser llevados a las márgenes del arenal que baña el Cidacos para su triunfo definitivo, los Santos fueron llevados y aherrojados en las oscuras mazmorras que estaban construidas en los bajos del enorme torreón que se levantaba en la parte noroeste de la ciudad, con sus puentes levadizos y con su magnífica atalaya, desde donde se domina la hermosa y fértil vega que se filtra por entre los montes que se estriban en Peña Isasa.
Aún hoy existe aquel lugar, sobre cuyas ruinas se levantó hace siglos una suntuosa "casa santa", como el pueblo devoto la llama, y a donde acuden fervientes los devotos a implorar protección, y desde donde, antaño, salían las procesiones para trasladarse a la catedral y venerar las santas reliquias en tiempos de peste y guerras.
En aquel lugar, sin luz ni ventilación apenas, se desarrollarían las dramáticas escenas que canta Prudencio: "El ceñudo tirano urgía con la espada la libre creencia que, manteniéndose firme e íntegra en el amor de Cristo, solicitaba los azotes, las segures y las uñas de doble gancho. La cárcel oprime con duras cadenas los cuellos amarrados, el verdugo atormenta por toda la plaza, la acusación corre como si fuera verdad, la voz verídica se condena. La virtud herida golpeó el triste suelo con la espada y, arrojada sobre las tristes piras, absorbió las llamas con su aliento. Dulce cosa parece a los santos el ser quemados, dulce el ser atravesados por el hierro".
La oración y santa emulación serían constantes compañeras de los soldados cristianos para sostenerse felices en la cárcel, entre cadenas y tormentos. "Ninguna de ambas cosas tratemos de evitar, podrían decir con San Ignacio de Antioquía, sino que en las injusticias aprendo yo más bien a ser discípulo, a fin de alcanzar a Jesucristo. ¡Ojalá goce yo de los tormentos que me están preparados, pues no son dignos los padecimientos del tiempo presente en parangón de la gloria que ha de revelarse en nosotros!".
"Entonces se enardecen los corazones amados de los dos hermanos, a quienes había unido siempre la comunión de la misma fe: están dispuestos a sufrir cuanto su última suerte les depare", dice el poeta.
Esta fraternidad la hallamos en los códices y breviarios, en los autores que los consideran como hermanos de sangre. No obstante, lo obvio y lógico de esta fraternidad estriba en la identidad de fe, de nacimiento, de profesión militar y de tormentos, puesto que cristianos ambos se habían amamantado juntos en la misma cuna de la diócesis calagurritana; juntos habían departido en la legión romana los días felices y las fatigas de la vida militar; juntos habían sido detenidos y aherrojados a las cárceles y juntos también bajarían al arenal para juntas volar sus almas al cielo.
Ahora podemos aplicarles bellamente aquellas palabras del misal gótico en la misa de estos Santos: "Arrojan las lanzas, se despojan de todo signo militar y se sienten movidos a trabar una batalla celeste que al principio no hablan conocido".
Los Santos se hacen reflexiones que pone en sus labios el poeta Prudencio: "¿Por ventura hemos de ser entregados al demonio, nosotros que somos creados para Cristo y llevando la imagen de Dios hemos de servir al mundo? No, el alma celestial no puede mezclarse con las tinieblas".
"Ya es tiempo de dar a Dios lo que es propio de Dios", exclama el poeta de Calahorra, haciendo alusión a la vida que los mártires han llevado en el servicio del Cesar.
"Cuando esto dijeron los mártires —prosigue Prudencio—, se ven cubiertos con mil tormentos, y el rigor airado ata con ligaduras entrambas manos y una cadena rodea en pesados círculos sus cuellos heridos". Es la secuela del odio del tirano.
"Oh tribunos: Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas; ya nos solicitan las gloriosas condecoraciones de los ángeles. Allí Cristo dirige las blanquísimas cohortes y, reinando desde su alto trono, condena a los infames dioses y a vosotros, que tenéis por tales los monstruos más grotescos". Es la contestación a la ira de los verdugos. Hermosa contestación de todos los tiempos y de todos los mártires, ya que el Espíritu de Dios es quien inspira a ellos lo que han de decir a los perseguidores. Y la multitud presenció el martirio de los Santos. Tanto los testigos como el verdugo vieron con estupor dos prodigios que relata Prudencio: el anillo de Emeterio simbolizando la fe, se eleva por las nubes en tanto el pañuelo que al cuello lleva prendido Celedonio le es arrebatado para perderse en las alturas.
"Esto lo vio la multitud que estaba presente, y lo vio también el verdugo. Vacilante contuvo su mano y palideció de pavor; pero, con todo, descargó el golpe para que no faltase la gloria".
El arenal del Cidacos, por donde hoy está la bella catedral, se tiñó, de sangre, en tanto las almas de nuestros Santos "volaron como dos regalos enviados al cielo e indicaron con sus fulgores que tenían abierto el camino de la gloria".
Así, como corresponde al hecho sublime, con sencilla expresión del poeta, queda narrada la gloriosa muerte de los Santos.
Sus sagrados despojos los recogió la iglesia calagurritana con inmensa devoción. Los llevó a su catedral del Salvador, donde les rindió extraordinario culto durante siglos.
Su gloria se extendió por la Iglesia española y traspasó los Pirineos. Y sus reliquias también fueron llevadas a multitud de lugares que aún en nuestros días les tributan su homenaje en iglesias a su nombre levantadas. Guipúzcoa y Vizcaya con Navarra se glorían de tenerlos en suntuosos templos. Y dicen que Santander debe su nombre a San Meder, como era llamado Emeterio en los primeros tiempos; tiene en su catedral, bajo el altar mayor de rico mármol, envueltas en ricos joyeros de oro y plata con piedras preciosas, insignes reliquias de los Santos.
Calahorra, junto al arenal, construyó su catedral y pulcro baptisterio, al que dedicó Prudencio su himno VIII del Peristephanor. Y en su altar mayor guarda con mimo y venera con devoción las sacrosantas reliquias. Allí acuden, somos testigos, los fieles de Calahorra y de Soria, los de Navarra y Burgos, hasta de las regiones más apartadas saben acudir fervientes, buscando amparo y alivio cabe estas reliquias sagradas.
Nadie les invoca sin fruto y el lloroso peregrino puede volver alegre a su hogar obtenido cuanto de justo pidió, pues Cristo bueno nada niega a sus testigos del arenal.
Su fiesta se celebra el 3 de marzo, pero como recuerdo del traslado de las sagradas reliquias que desde la antigua catedral del Salvador fueron llevadas en procesión, con asistencia de prelados de la Iglesia y gobernantes de España, su fiesta litúrgica más solemne ha quedado el día 31 de agosto.
Y lo confirma Eusebio, diciendo que bajo el imperio de Diocleciano se promulgó un edicto imperial ordenando destruir los sagrados códices en los que se contenían las Actas de los mártires, para que nada de ellos quede de recuerdo.
Por eso hemos de bucear cuidadosamente en los escritos antiguos para deducir lo que quisiéramos tener por cierto, no sea que las laudes que de los mártires Emeterio y Celedonio digamos, no se encierren en los marcos ciertos que son su mejor orla.
Calahorra celebra desde el siglo III la gloria de dos hijos suyos llamados Emeterio y Celedonio, que sufrieron martirio por la fe de Jesucristo en una de tantas persecuciones como el Imperio romano decretó contra la Iglesia.
Pocos son los documentos de la antigüedad que narren sus vidas y su martirio. El poeta Aurelio Prudencio, gloria calagurritana, ha dejado descrita parte de la vida y bellamente narrado su martirio en el primer himno del Peristephanon, escrito, como dicen los críticos, antes del año 401, fecha en que se ausentó de Calahorra para trasladarse a Roma.
Sabemos dónde los Santos —como Calahorra llama a sus mártires— labraron el final de su corona; no sabemos, empero, dónde el sol iluminó sus cunas ni dónde la fe los amamantó para Cristo.
Bien pudo ser Calahorra, la gloriosa e histórica, quien acunó a sus Santos, ya que en tiempos antiguos fue lugar preeminente de reclutamiento para dar soldados expertos y valientes al Imperio. Y fieles, como pocos, fueron elegidos para cuidar de la sagrada vida de los que regían los destinos del mundo, como narra Suetonio al hacernos saber que Augusto tuvo su guardia personal de calagurritanos.
Soldados sí lo fueron: "Los soldados que quiso Cristo para sí, dice el vate calagurritano, no habían llevado antes una vida desconocedora del duro trabajo; el valor, en la guerra acostumbrado y en las armas, lucha ahora en pugnas sagradas".
Y de Calahorra posiblemente fueron naturales, porque en esta histórica ciudad les sorprendió la persecución, habiendo tenido que dejar "las banderas del Cesar, eligen la insignia de la cruz, y, en vez de las clámides hinchadas de los dragones con que se vestían, llevan delante la señal sagrada que deshizo la cabeza del dragón".
¿Cuál había de ser su refugio al abandonar la legión romana, sino su pueblo natal, donde, al abrigo de parientes y amigos, cultivan las tierras o se dedican a la artesanía, tan apreciada por entonces?
Ha sido para muchos motivo de duda, e incluso motivo de dar a los Santos la ciudad de León como lugar de nacimiento, el dato que nos suministran los antifonarios, leccionarios y breviarios de León, pertenecientes al siglo XIII. Dicen que Emeterio y Celedonio eran ex legione, traduciendo esa frase: de León. Sin duda alguna ha de leerse: pertenecientes a la Legión VII Gemina Pía Félix, que estuvo acampada cerca de la antigua Lancia (hoy León), y que, por ello, con toda seguridad, tiene dedicada León una calle a la Legión VII.
Aclara este concepto el documento histórico llamado Actas de Tréveris, del siglo VII probablemente, al expresar que "es fama que los soldados Emeterio y Celedonio fueron legionarios en el lugar del que toma hoy el nombre la ciudad".
Durante el ejercicio militar fueron honrados con la condecoración romana de origen galo llamada torques, o collar, como dice el poeta: "Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas". Esta condecoración estaba tachada de pagana en los días de Prudencio y lo expresa la carta que los Padres conciliares de Aquiles dirigen a los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio.
No es sorprendente que a las distinciones primeras sucedan ahora los vituperios y persecuciones, porque la historia nos testifica de altos oficiales vilmente degradados, incluso soldados ignominiosamente arrojados del servicio militar por el grave delito de ser cristianos. Apostasía o abandonar el ejército romano, puede ser el lema de esta persecución, conforme dice Prudencio: "Sucedió entonces que el cruel emperador del mundo ordenó que todos los cristianos se llegaran a los altares a sacrificar a los negros ídolos y dejaran a Cristo" , por lo que si para los ajenos a la legión era difícil pasar desapercibidos, mucho más lo sería para estos soldados, que tenían ciertos ritos paganos como obligatorios en sus ordenanzas militares.
No queda a los Santos otra salida que dejar la legión romana y retirarse a su ciudad natal, donde, al amparo de los hermanos en la fe, pueden seguir sirviendo a Cristo y ser ejemplos vivos de entereza cristiana para aquellos habitantes que no todos. Por desgracia sentían pujante en sus entrañas la vitalidad religiosa de la fe.
Sorprende un dato digno de tenerse en cuenta: como no registra Prudencio el lugar de nacimiento de los mártires, tampoco expresa circunstancias ni nombres por donde vengamos en deducir la fecha aproximada de su martirio. ¿Fue en la persecución de Diocleciano, al principio de la misma, cuando estaba en apogeo la influencia de Galerio en Oriente y en Occidente la de Maximiano Hércules?; ¿Fue en la persecución de Valeriano, en la segunda mitad del siglo III como los mártires de Cirta, cuyas cabezas fueron segadas en las márgenes de un río, por donde rodaron aquellos sagrados despojos?
"Ignórase a punto fijo la época de su martirio —escribe La Fuente— y que suele fijarse a mediados del siglo III, y aun algunos escritores la adelantan al siglo II. Es lo cierto que el poeta Prudencio, nacido a mediados del siglo IV, habla de aquel suceso como de cosa antigua, lo que no pudiera decir si el martirio hubiese tenido lugar en tiempo de Daciano, hacia el 304, época a la cual alcanzaron los padres del poeta".
Sin embargo, como las fechas y el lugar no parecen tener importancia para los escritores antiguos, hemos de conformarnos con seguir la huella gloriosa que de ellos nos ha dejado el poeta en sus bellos versos tetrámetros trocaicos catalectos, relegando estos datos que a nuestra crítica moderna tanto importan. Tanto mejor para ilustrar con el dulce recuerdo aquellos años que no los podemos contar.
Existe en la parte alta de Calahorra, en donde antaño estuvo la catedral y más tarde un convento de franciscanos, una magnífica iglesia dedicada al Salvador, título que conserva, casi con seguridad, como imborrable recuerdo de aquella primera catedral visigótica dedicada al Salvador y que fue destruida por la invasión musulmana por el año 932, conforme reza el códice primero del archivo catedralicio.
Se había construido, como otras catedrales, junto a la residencia real y que, por su altura excepcional, fue elegida en tiempos remotísimos como lugar de defensa primordial de las márgenes del Ebro contra posibles invasiones.
A este lugar, sin duda alguna, fueron presentados ante los gobernadores romanos, especialmente ante el capitán de la guardia romana, y de éste, al juez que habría de entender en la causa denunciada.
Y aquí serían sometidos a largos interrogatorios qué nos han quedado registrados en muchas actas de mártires, en los que brilla tanto la sagacidad de los jueces con insidiosas promesas, como su odio satánico, no permitiéndose descanso hasta conseguir la apostasía o el martirio.
Antes de ser llevados a las márgenes del arenal que baña el Cidacos para su triunfo definitivo, los Santos fueron llevados y aherrojados en las oscuras mazmorras que estaban construidas en los bajos del enorme torreón que se levantaba en la parte noroeste de la ciudad, con sus puentes levadizos y con su magnífica atalaya, desde donde se domina la hermosa y fértil vega que se filtra por entre los montes que se estriban en Peña Isasa.
Aún hoy existe aquel lugar, sobre cuyas ruinas se levantó hace siglos una suntuosa "casa santa", como el pueblo devoto la llama, y a donde acuden fervientes los devotos a implorar protección, y desde donde, antaño, salían las procesiones para trasladarse a la catedral y venerar las santas reliquias en tiempos de peste y guerras.
En aquel lugar, sin luz ni ventilación apenas, se desarrollarían las dramáticas escenas que canta Prudencio: "El ceñudo tirano urgía con la espada la libre creencia que, manteniéndose firme e íntegra en el amor de Cristo, solicitaba los azotes, las segures y las uñas de doble gancho. La cárcel oprime con duras cadenas los cuellos amarrados, el verdugo atormenta por toda la plaza, la acusación corre como si fuera verdad, la voz verídica se condena. La virtud herida golpeó el triste suelo con la espada y, arrojada sobre las tristes piras, absorbió las llamas con su aliento. Dulce cosa parece a los santos el ser quemados, dulce el ser atravesados por el hierro".
La oración y santa emulación serían constantes compañeras de los soldados cristianos para sostenerse felices en la cárcel, entre cadenas y tormentos. "Ninguna de ambas cosas tratemos de evitar, podrían decir con San Ignacio de Antioquía, sino que en las injusticias aprendo yo más bien a ser discípulo, a fin de alcanzar a Jesucristo. ¡Ojalá goce yo de los tormentos que me están preparados, pues no son dignos los padecimientos del tiempo presente en parangón de la gloria que ha de revelarse en nosotros!".
"Entonces se enardecen los corazones amados de los dos hermanos, a quienes había unido siempre la comunión de la misma fe: están dispuestos a sufrir cuanto su última suerte les depare", dice el poeta.
Esta fraternidad la hallamos en los códices y breviarios, en los autores que los consideran como hermanos de sangre. No obstante, lo obvio y lógico de esta fraternidad estriba en la identidad de fe, de nacimiento, de profesión militar y de tormentos, puesto que cristianos ambos se habían amamantado juntos en la misma cuna de la diócesis calagurritana; juntos habían departido en la legión romana los días felices y las fatigas de la vida militar; juntos habían sido detenidos y aherrojados a las cárceles y juntos también bajarían al arenal para juntas volar sus almas al cielo.
Ahora podemos aplicarles bellamente aquellas palabras del misal gótico en la misa de estos Santos: "Arrojan las lanzas, se despojan de todo signo militar y se sienten movidos a trabar una batalla celeste que al principio no hablan conocido".
Los Santos se hacen reflexiones que pone en sus labios el poeta Prudencio: "¿Por ventura hemos de ser entregados al demonio, nosotros que somos creados para Cristo y llevando la imagen de Dios hemos de servir al mundo? No, el alma celestial no puede mezclarse con las tinieblas".
"Ya es tiempo de dar a Dios lo que es propio de Dios", exclama el poeta de Calahorra, haciendo alusión a la vida que los mártires han llevado en el servicio del Cesar.
"Cuando esto dijeron los mártires —prosigue Prudencio—, se ven cubiertos con mil tormentos, y el rigor airado ata con ligaduras entrambas manos y una cadena rodea en pesados círculos sus cuellos heridos". Es la secuela del odio del tirano.
"Oh tribunos: Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas; ya nos solicitan las gloriosas condecoraciones de los ángeles. Allí Cristo dirige las blanquísimas cohortes y, reinando desde su alto trono, condena a los infames dioses y a vosotros, que tenéis por tales los monstruos más grotescos". Es la contestación a la ira de los verdugos. Hermosa contestación de todos los tiempos y de todos los mártires, ya que el Espíritu de Dios es quien inspira a ellos lo que han de decir a los perseguidores. Y la multitud presenció el martirio de los Santos. Tanto los testigos como el verdugo vieron con estupor dos prodigios que relata Prudencio: el anillo de Emeterio simbolizando la fe, se eleva por las nubes en tanto el pañuelo que al cuello lleva prendido Celedonio le es arrebatado para perderse en las alturas.
"Esto lo vio la multitud que estaba presente, y lo vio también el verdugo. Vacilante contuvo su mano y palideció de pavor; pero, con todo, descargó el golpe para que no faltase la gloria".
El arenal del Cidacos, por donde hoy está la bella catedral, se tiñó, de sangre, en tanto las almas de nuestros Santos "volaron como dos regalos enviados al cielo e indicaron con sus fulgores que tenían abierto el camino de la gloria".
Así, como corresponde al hecho sublime, con sencilla expresión del poeta, queda narrada la gloriosa muerte de los Santos.
Sus sagrados despojos los recogió la iglesia calagurritana con inmensa devoción. Los llevó a su catedral del Salvador, donde les rindió extraordinario culto durante siglos.
Su gloria se extendió por la Iglesia española y traspasó los Pirineos. Y sus reliquias también fueron llevadas a multitud de lugares que aún en nuestros días les tributan su homenaje en iglesias a su nombre levantadas. Guipúzcoa y Vizcaya con Navarra se glorían de tenerlos en suntuosos templos. Y dicen que Santander debe su nombre a San Meder, como era llamado Emeterio en los primeros tiempos; tiene en su catedral, bajo el altar mayor de rico mármol, envueltas en ricos joyeros de oro y plata con piedras preciosas, insignes reliquias de los Santos.
Calahorra, junto al arenal, construyó su catedral y pulcro baptisterio, al que dedicó Prudencio su himno VIII del Peristephanor. Y en su altar mayor guarda con mimo y venera con devoción las sacrosantas reliquias. Allí acuden, somos testigos, los fieles de Calahorra y de Soria, los de Navarra y Burgos, hasta de las regiones más apartadas saben acudir fervientes, buscando amparo y alivio cabe estas reliquias sagradas.
Nadie les invoca sin fruto y el lloroso peregrino puede volver alegre a su hogar obtenido cuanto de justo pidió, pues Cristo bueno nada niega a sus testigos del arenal.
Su fiesta se celebra el 3 de marzo, pero como recuerdo del traslado de las sagradas reliquias que desde la antigua catedral del Salvador fueron llevadas en procesión, con asistencia de prelados de la Iglesia y gobernantes de España, su fiesta litúrgica más solemne ha quedado el día 31 de agosto.
martes, 29 de agosto de 2017
Lecturas
Vosotros, hermanos, sabéis muy bien que nuestra visita no fue inútil; a pesar de los sufrimientos e injurias padecidos en Filipos, que ya conocéis, apoyados en nuestro Dios tuvimos valor para predicaros el Evangelio de Dios en medio de fuerte oposición. Nuestra exhortación no procedía de error o de motivos turbios, ni usaba engaños, sino que, en la medida en que Dios no juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones.
Bien sabéis vosotros que nunca hemos actuado ni con palabras de adulación ni por codicia disimulada, Dios es testigo, ni pretendiendo honor de los hombres, ni de vosotros ni de los demás, aunque, como apóstoles de Cristo, podíamos haberos hablado con autoridad; por el contrario, nos portamos con delicadeza entre vosotros, como una madre que cuidad de sus hijos.
Os queríamos tanto que deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor.
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado.
El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:
«Pídeme lo que quieras, que te lo doy». Y le juró:
«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella salió a preguntarle a su madre:
«¿Qué le pido?».
La madre le contestó:
«La cabeza de Juan, el Bautista».
Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:
«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista».
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.
Palabra del Señor.
San Zaqueo
El encuentro de Jesús con Zaqueo ha sido contado por el Evangelio de Lucas con tal maestría que el relato se puede considerar como una auténtica pieza literaria (Lc 19, 1-10).
El texto sitúa la escena en Jericó. El lugar es francamente evocador. Por allí había entrado Josué, para guiar a su pueblo a la tierra prometida por Dios. Y allí había mostrado su compasión hacia una prostituta llamada Rajab, salvándola de la condena que habría de sufrir toda la ciudad (Jos 6, 22-25). El nombre de los dos protagonistas de aquel «paso» por Jericó recuerda que «Yahvé es salvación». Y los dos ofrecen la salvación a personas que son despreciadas y marginadas, por ser consideradas como pecadoras.
El nombre griego de Zaqueo parece corresponder al hebreo Zacai (es decir, «puro»), que correspondía ya a una familia israelita de las que habían vuelto del exilio con Zorobabel (Esd 2, 9; Ne 7, 14). El Evangelio nos lo presenta como un hombre rico. Era lo normal entre los que arrendaban al Imperio Romano la recaudación de los impuestos. Se comprometían a entregar una suma global, así que sus ganancias provenían de los porcentajes que lograban aumentar a la hora de cobrar los tributos. No es extraño que aquellos «publicanos fueran odiados por todos.
Pocas líneas más arriba, el Evangelio ponía en boca de Jesús una afirmación aparentemente escandalosa. Según el Maestro, entrar en la salvación le podía costar a un rico lo que le cuesta a un camello pasar por el ojo de una aguja. Es verdad que para Dios nada hay imposible, añadía el texto. Como para fortalecer aquel hilo de esperanza, San Lucas recuerda el ejemplo de Zaqueo.
Sin ánimo de forzar el texto, el relato del encuentro de Jesús con Zaqueo puede comprenderse en la alegoría de todos los creyentes. En él encuentran los pasos que sigue quien descubre la salvación y la realización última de su existencia.
1. En primer lugar, es preciso aprender a interrogarse. Preguntarse por la salvación. Quien vive en la frivolidad no se formula preguntas que vayan más allá de sus intereses inmediatos. Zaqueo vive con una cierta holgura en la ciudad, pero no es indiferente a lo que en ella ocurre. De una forma o de otra, se entera de que Jesús ha llegado a Jericó.
2. El relato nos dice, además, que no basta con prestar atención a la noticia que anuncia la presencia del profeta. Es preciso salir al camino, que es, en el Evangelio, el lugar de los encuentros salvadores. No se hará encontradizo con la oferta de la salvación quien permanece anclado en la comodidad: Zaqueo sale al camino.
3. Pero aun habiendo salido al camino, se impone una humildad elemental. Todos los que han recibido la llamada o la visita de Dios han debido reconocer su indignidad. En este caso, la dificultad humana para el encuentro con la salvación se refleja precisamente en la pequeñez del personaje. Zaqueo es bajo de estatura y la multitud de la gente le impide ver a Jesús.
4. Esta especie de parábola en acción sugiere, sin embargo, que es necesario aprender a superar las dificultades. La fe es un don gratuito, pero parece exigir un mínimo de aventura y de creatividad. Es necesario saber utilizar los medios disponibles. Zaqueo se adelanta al cortejo y sube a un sicómoro plantado al borde del camino. Además de la ironía de la situación, el relato puede evocar la historia entera de Israel, tantas veces reflejada en árboles frondosos.
5. Como ocurre en otros pasajes evangélicos, también aquí se adivina la capacidad para prestar atención a la voz profética que llama. Siempre hay que escuchar la voz de aquel que invita al anfitrión, al tiempo que se invita como huésped. Entre la algarabía de los que pasan por el camino, Zaqueo presta atención a una sola voz: la de Jesús que quiere hospedarse en su casa.
6. Aquel que es reconocido como pecador público posee, con todo, dos de las grandes virtudes de su pueblo: dar hospedaje al peregrino y acoger con alegría al huésped. Eso mismo había hecho Abrahán en el encinar de Mambré. Y, creyendo acoger a tres peregrinos, había ofrecido hospitalidad al mismo Dios. La casa de Zaqueo es ahora el lugar de acogida para el Dios que llega en la persona de Jesús.
7. Una observación elemental, así como el recuerdo de la historia de Israel, advierte que es preciso contar con la segura crítica de los censores inútiles y ociosos. No beben de la fuente e impiden el paso hasta ella. En el caso de Zaqueo, la dificultad viene precisamente de sus mismos compañeros de trabajo —los recaudadores de impuestos— y, sobre todo, de los biempensantes del lugar. La crítica, sin embargo, no se dirige tanto a Zaqueo como a Jesús: es su sabiduría y prudencia las que caen bajo sospecha.
8. De todas formas, el relato continúa detallando los pasos por los que ha de transcurrir la salvación. El hombre tenido por «pecadora mantiene un diálogo sincero con el Salvador. A fin de cuentas, es el huésped quien de verdad importa. A él se dirige Zaqueo con la franqueza de quien parece haber estado esperándolo desde siempre sin saberlo.
9. En el itinerario de la conversión hacia Dios es inevitable el encuentro con los demás. Tarde o temprano hay que compartir los bienes. Así pues, Zaqueo manifiesta públicamente que ha decidido entregar la mitad de sus bienes a los pobres. Mucho antes de que el mundo descubriera la solidaridad, el reparto de los bienes era ya la señal del verdadero encuentro con el Señor.
10. Y, por fin, es preciso vivir en la justicia, de una forma que trascienda las exigencias mínimas dictadas por la ley. Zaqueo sospecha haber defraudado a alguien en el ejercicio de su profesión. Podría contentarse con devolver la misma cantidad, a tenor de lo que exigía la interpretación habitual de la ley del talión (Ex 21, 24). Pero al entregar cuatro veces más ofrecía, en realidad, la prueba más evidente de la conversión (cf. Ex 21, 37).
He ahí diez pasos que rubrican la grandeza de un encuentro. El único encuentro que es capaz de cambiar una vida. No es extraño que el relato evangélico concluya con unas palabras de Jesús que revelan su propia misión: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9-10).
Frente a la ortodoxia de su tiempo, que se gloriaba de una ascendencia que se remontaba al padre del pueblo hebreo, Jesús no duda en otorgar el título de «hijo de Abrahán» al que era considerado como un pecador público. Al aceptar el banquete que le ofrece Zaqueo, Jesús derriba los muros que separan los privilegios de los prejuicios.
Pero el Hijo del hombre no sólo trae la salvación a los excluidos, a los alejados y a los odiados por todos. Él es, en persona y definitivamente, la salvación y el salvador.
Zaqueo se convierte, en consecuencia, en un paradigma del discípulo que escucha a Jesús, lo acoge con alegría y lo sigue con generosidad.
El texto sitúa la escena en Jericó. El lugar es francamente evocador. Por allí había entrado Josué, para guiar a su pueblo a la tierra prometida por Dios. Y allí había mostrado su compasión hacia una prostituta llamada Rajab, salvándola de la condena que habría de sufrir toda la ciudad (Jos 6, 22-25). El nombre de los dos protagonistas de aquel «paso» por Jericó recuerda que «Yahvé es salvación». Y los dos ofrecen la salvación a personas que son despreciadas y marginadas, por ser consideradas como pecadoras.
El nombre griego de Zaqueo parece corresponder al hebreo Zacai (es decir, «puro»), que correspondía ya a una familia israelita de las que habían vuelto del exilio con Zorobabel (Esd 2, 9; Ne 7, 14). El Evangelio nos lo presenta como un hombre rico. Era lo normal entre los que arrendaban al Imperio Romano la recaudación de los impuestos. Se comprometían a entregar una suma global, así que sus ganancias provenían de los porcentajes que lograban aumentar a la hora de cobrar los tributos. No es extraño que aquellos «publicanos fueran odiados por todos.
Pocas líneas más arriba, el Evangelio ponía en boca de Jesús una afirmación aparentemente escandalosa. Según el Maestro, entrar en la salvación le podía costar a un rico lo que le cuesta a un camello pasar por el ojo de una aguja. Es verdad que para Dios nada hay imposible, añadía el texto. Como para fortalecer aquel hilo de esperanza, San Lucas recuerda el ejemplo de Zaqueo.
Sin ánimo de forzar el texto, el relato del encuentro de Jesús con Zaqueo puede comprenderse en la alegoría de todos los creyentes. En él encuentran los pasos que sigue quien descubre la salvación y la realización última de su existencia.
1. En primer lugar, es preciso aprender a interrogarse. Preguntarse por la salvación. Quien vive en la frivolidad no se formula preguntas que vayan más allá de sus intereses inmediatos. Zaqueo vive con una cierta holgura en la ciudad, pero no es indiferente a lo que en ella ocurre. De una forma o de otra, se entera de que Jesús ha llegado a Jericó.
2. El relato nos dice, además, que no basta con prestar atención a la noticia que anuncia la presencia del profeta. Es preciso salir al camino, que es, en el Evangelio, el lugar de los encuentros salvadores. No se hará encontradizo con la oferta de la salvación quien permanece anclado en la comodidad: Zaqueo sale al camino.
3. Pero aun habiendo salido al camino, se impone una humildad elemental. Todos los que han recibido la llamada o la visita de Dios han debido reconocer su indignidad. En este caso, la dificultad humana para el encuentro con la salvación se refleja precisamente en la pequeñez del personaje. Zaqueo es bajo de estatura y la multitud de la gente le impide ver a Jesús.
4. Esta especie de parábola en acción sugiere, sin embargo, que es necesario aprender a superar las dificultades. La fe es un don gratuito, pero parece exigir un mínimo de aventura y de creatividad. Es necesario saber utilizar los medios disponibles. Zaqueo se adelanta al cortejo y sube a un sicómoro plantado al borde del camino. Además de la ironía de la situación, el relato puede evocar la historia entera de Israel, tantas veces reflejada en árboles frondosos.
5. Como ocurre en otros pasajes evangélicos, también aquí se adivina la capacidad para prestar atención a la voz profética que llama. Siempre hay que escuchar la voz de aquel que invita al anfitrión, al tiempo que se invita como huésped. Entre la algarabía de los que pasan por el camino, Zaqueo presta atención a una sola voz: la de Jesús que quiere hospedarse en su casa.
6. Aquel que es reconocido como pecador público posee, con todo, dos de las grandes virtudes de su pueblo: dar hospedaje al peregrino y acoger con alegría al huésped. Eso mismo había hecho Abrahán en el encinar de Mambré. Y, creyendo acoger a tres peregrinos, había ofrecido hospitalidad al mismo Dios. La casa de Zaqueo es ahora el lugar de acogida para el Dios que llega en la persona de Jesús.
7. Una observación elemental, así como el recuerdo de la historia de Israel, advierte que es preciso contar con la segura crítica de los censores inútiles y ociosos. No beben de la fuente e impiden el paso hasta ella. En el caso de Zaqueo, la dificultad viene precisamente de sus mismos compañeros de trabajo —los recaudadores de impuestos— y, sobre todo, de los biempensantes del lugar. La crítica, sin embargo, no se dirige tanto a Zaqueo como a Jesús: es su sabiduría y prudencia las que caen bajo sospecha.
8. De todas formas, el relato continúa detallando los pasos por los que ha de transcurrir la salvación. El hombre tenido por «pecadora mantiene un diálogo sincero con el Salvador. A fin de cuentas, es el huésped quien de verdad importa. A él se dirige Zaqueo con la franqueza de quien parece haber estado esperándolo desde siempre sin saberlo.
9. En el itinerario de la conversión hacia Dios es inevitable el encuentro con los demás. Tarde o temprano hay que compartir los bienes. Así pues, Zaqueo manifiesta públicamente que ha decidido entregar la mitad de sus bienes a los pobres. Mucho antes de que el mundo descubriera la solidaridad, el reparto de los bienes era ya la señal del verdadero encuentro con el Señor.
10. Y, por fin, es preciso vivir en la justicia, de una forma que trascienda las exigencias mínimas dictadas por la ley. Zaqueo sospecha haber defraudado a alguien en el ejercicio de su profesión. Podría contentarse con devolver la misma cantidad, a tenor de lo que exigía la interpretación habitual de la ley del talión (Ex 21, 24). Pero al entregar cuatro veces más ofrecía, en realidad, la prueba más evidente de la conversión (cf. Ex 21, 37).
He ahí diez pasos que rubrican la grandeza de un encuentro. El único encuentro que es capaz de cambiar una vida. No es extraño que el relato evangélico concluya con unas palabras de Jesús que revelan su propia misión: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9-10).
Frente a la ortodoxia de su tiempo, que se gloriaba de una ascendencia que se remontaba al padre del pueblo hebreo, Jesús no duda en otorgar el título de «hijo de Abrahán» al que era considerado como un pecador público. Al aceptar el banquete que le ofrece Zaqueo, Jesús derriba los muros que separan los privilegios de los prejuicios.
Pero el Hijo del hombre no sólo trae la salvación a los excluidos, a los alejados y a los odiados por todos. Él es, en persona y definitivamente, la salvación y el salvador.
Zaqueo se convierte, en consecuencia, en un paradigma del discípulo que escucha a Jesús, lo acoge con alegría y lo sigue con generosidad.
lunes, 28 de agosto de 2017
Lecturas
Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz.
En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido, pues cuando os anuncié nuestro evangelio, no fue solo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción.
Sabéis cómo nos comportamos entre vosotros para vuestro bien.
Vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la visita que os hicimos: cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro.
En aquel tiempo, Jesús dijo:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos!
Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis digno de la “gehenna” el doble que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: “Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga”! ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro?
O también: “Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga” ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar, jura por él y por quien habita en él; y quien jura por el cielo, jura por el trono de dios y también por el que está sentado en él».
Palabra del Señor.
San Agustín de Hipona
La historia de San Agustín es la historia de un alma y de un siglo. El alma tiene acaso más interés que todo el ambiente que la rodea. Arrastrada por dos amores, el amor infinito, que la atrae irresistiblemente, y el amor creado, que busca a Dios hasta cuando parece que le huye, nos ofrece el tipo del corazón humano sediento de verdad y felicidad. Este doctor insigne, el pensador a quien más debe el mundo occidental, nació en una pequeña ciudad de Numidia, Tagaste, que hoy se llama Souk-Aras. Hijo de una madre profundamente piadosa: Santa Mónica. Fue educado desde sus primeros años cristianamente, pero sin recibir el bautismo. Tres grandes ideas hicieron viva impresión en su inteligencia infantil: la de un Dios Providencia, la de un Cristo Salvador y la de una vida futura. No tardó en revelarse como un niño prodigiosamente dotado. No obstante, odiaba los libros, era perezoso y disipado y tenía particular aversión a la lengua griega. En sus rezos infantiles pedía al Señor que le librase del azote del maestro, y él mismo nos dice que todo su afán era divertirse. Sin embargo, su inteligencia era tal, que pronto aprendió todo lo que podían enseñarle en la escuela de Tagaste. Alentado por aquellos primeros éxitos, su padre, que no era rico, hizo un esfuerzo para llevarle a estudiar en las escuelas de Madaura, la ciudad de Apuleyo. Allí empezó a hacer versos, imitando los de la Eneida. Leía con pasión los poemas virgilianos, los estudiaba y los aprendía de memoria. La aventura de Dido, sobre todo, le arrancaba lágrimas ardientes, envolvía su alma en una atmósfera de ensueño, y le llenaba de gozo pensando en la embriaguez del amor. Más tarde, cuando llegue la hora del desengaño, conocerá las inefables dulzuras del verdadero amor. Entonces podrá decir con la autoridad de quien lo ha experimentado todo: «La delectación del corazón humano en la luz de la verdad y en la abundancia de la sabiduría, la delectación del corazón humano, del corazón fiel; del corazón santificado, es única. No encontraréis nada en ningún placer que se la pueda comparar. No digáis que es un placer menor, porque lo que se llama menor no tiene más que crecer para ser igual. Es otro orden, es una realidad distinta.»
A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.
El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»
Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.
Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:
« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»
Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.
El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.
Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
En Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»
Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»
Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.
En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»
Tenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:
—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.
Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.
Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.
A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.
El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»
Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.
Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:
« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»
Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.
El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.
Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
En Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»
Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»
Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.
En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»
Tenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:
—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.
Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.
Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.
domingo, 27 de agosto de 2017
Suscribirse a:
Entradas (Atom)