lunes, 5 de junio de 2017

San Bonifacio


Apenas había pasado un siglo desde que los discípulos de San Gregorio Magno habían desembarcado en Inglaterra y ya la isla de los piratas se había convertido en isla de los santos. Había santos reyes, vírgenes inflamadas en el amor de Cristo, ascetas que dejaban atrás a los solitarios de la Tebaida, sabios monjes y figuras magníficas de obispos. Había, sobre todo, apóstoles. El fuego del apostolado consumía a los nuevos convertidos y los empujaba lejos de su tierra. Pensaban en los pueblos del otro lado del mar, en aquellos sajones que tenían su misma sangre y hablaban su misma lengua y no conocían a Cristo. Los jóvenes que ingresaban en las escuelas monásticas, si estudiaban la retórica, era para adquirir el arte de persuadir y exponer la verdad; si investigaban el sentido de las Sagradas Escrituras, era para enseñárselas a sus hermanos transmarinos; si se ejercitaban en los rigores de la Regla, era para templar su espíritu, para prepararse a los trabajos, a las fatigas y al martirio.

Entre todos aquellos misioneros, el más ilustre es Bonifacio, el gran anglosajón, el apóstol de Germania. Nacido en el reino de Wessex, creció desde los siete años en el monasterio de Nutscell. A los veinte era ya un maestro famoso, que los abades se disputaban para dar a sus monjes la enseñanza religiosa y profana. A los cuarenta quieren hacerle abad; pero él cree llegado el momento de lanzarse a la predicación de la fe. Llega a Frisia lleno de entusiasmo, pero en la hora menos favorable. El duque Radbodo acaba de aniquilar las cristiandades nacientes, y persigue a los misioneros en toda la región. El monje anglosajón no quiere perder tiempo; pasa el Rin, atraviesa el reino de los francos; llega a Roma y se presenta al Papa Gregorio II con una carta de su obispo, Daniel de Winchester. El Papa le recibió benévolamente, examinó su doctrina, se informó de su pasado y le dio una carta en que decía: «Los piadosos deseos de tu celo inflamado en Cristo, y las pruebas que me has dado de tu fe, exigen que te llamemos a participar de nuestro ministerio para la dispensación de la palabra divina. Sabiendo que desde la infancia has estudiado las sagradas letras, os ordenamos que llevéis el reino de Dios a todas las naciones infieles que halléis en vuestro camino, y que, en espíritu de virtud, de amor y de sobriedad, derraméis en las almas incultas la predicación de los dos Testamentos.»

Armado de estos poderes, el misionero atravesó la Lombardía, llegó a Baviera, y habiendo sabido la muerte de Radbodo, se dirigió a Frisia para ponerse a las órdenes de San Wilibrordo, apóstol de aquella región. Trabajó a su lado algún tiempo; pero cuando el viejo obispo le propuso hacerle heredero de su dignidad episcopal, huyó a esconderse en los bosques de Turingia. Pronto se vio rodeado de un grupo de cristianos, resto de cristiandades organizadas por misioneros celtas y deshechas por la persecución y por la guerra. Los paganos mismos se acercaban a oírle, y muchos de ellos recibían el bautismo de sus manos. Cruzó luego el país de Hesse y avanzó hasta las fronteras sajonas, siempre con el mismo éxito. A fines del año 723 estaba de nuevo en Roma. Había ido para dar cuenta al Pontífice de los felices principios de su empresa y para consultarle sobre las dificultades que iban surgiendo en la misión. El Papa le consagró obispo de todas las tierras septentrionales, cambió su nombre de Winfrido por el de Bonifacio y le envió al campo de su apostolado. Al pasar por Francia, el misionero se detuvo en la corte de Carlos Martel, donde sólo vio indiferencia, escándalos, corrupción, prelados, cortesanos, adúlteros y homicidas elevados a las órdenes sagradas, y falsos doctores, que, imitando a los maniqueos, prohíben los alimentos permitidos. El gran obispo tiembla ante la grandeza de la obra que va a acometer. Le aterra el aislamiento. Se vuelve hacia los monasterios de Bretaña, en que su juventud había encontrado tantas luces y consuelos; escribe a su obispo Daniel, «según la costumbre de los hombres, que cuando el pesar les cerca, buscan fuerza y consejo en aquellos cuya sabiduría y amistad conocen».

Y el obispo le contesta alentándole con el ejemplo de los apóstoles y los mártires, enseñándole a confiar en otro príncipe más poderoso que los de la tierra y prodigándole los consejos de su experiencia para la conversión de los paganos. «No la emprendas—le decía—contra las genealogías de sus falsos dioses. Déjales que repitan que sus dioses nacieron los unos de los otros, por el abrazo del esposo y de la esposa. Trata, sin embargo, de convencerles que esos dioses y diosas, nacidos de un nacimiento humano, no son más que hombres, y que habiendo comenzado a existir, no existieron siempre. Convendrá comparar de cuando en cuando sus supersticiones a nuestros dogmas, sin palabras despectivas, a fin de que queden confusos más que exasperados. Les describirás también la grandeza del mundo cristiano frente a lo poco que ellos representan. Y para que no se jacten del imperio inmemorial de sus ídolos, les dirás que los ídolos fueron adorados en toda la tierra hasta que la tierra fue reconciliada con Dios por la gracia de Jesucristo.»

Meditando estos sabios consejos, penetró Bonifacio otra vez entre las tribus paganas de Hesse y Turingia. Aquella dulzura, aquella discreción, aquella tolerancia con sus tradiciones nacionales, unidas a una vida austera y a una palabra elocuente, encantaron a aquellos bárbaros. Fueron muchos los que abjuraron sus errores. Otros, no obstante, sin mirar con odio al extranjero, seguían sacrificando a los árboles y a las fuentes, consultaban el canto de las aves y practicaban sus sortilegios y adivinaciones. Entonces el apóstol resolvió derribar un árbol gigantesco que los paganos llamaban la encina de Thor y que se alzaba en medio del campo de Geismar. Para defender aquel símbolo de un culto secular, había acudido una multitud innumerable de bárbaros, dispuestos a matar al enemigo de los dioses. El obispo apareció entre ellos sin la menor muestra de temor, se dirigió hacia el árbol sagrado, y a los primeros golpes se desencadenó un furioso vendaval que arrojó la encina por tierra. La multitud, estupefacta, vio en aquel suceso un signo de la voluntad de Dios y pidió el bautismo.

El número de los fieles se aumentaba, surgían las iglesias, acudían los catecúmenos, y el misionero empezaba a sentir la necesidad de otros colaboradores. Nuevamente dirigió su mirada hacia sus hermanos de Inglaterra. Escribió a los obispos, a los abades, a las santas mujeres que gobernaban los monasterios de monjas, dándoles cuenta de su penuria, de la insuficiencia de sus sacerdotes, de las solicitudes de su responsabilidad episcopal. «Para el que ha sido llamado al ministerio de la palabra—les decía—, es muy poco vivir santamente: si se avergüenza o tiene miedo de ir tras los hombres extraviados, perecerá con aquellos que perecen por el silencio.» Pedía ornamentos sacerdotales, campanas y libros: sobre todo, libros. Debían buscar para él en los archivos de los conventos las cuestiones de San Agustín de Cantorbery y las respuestas de San Gregorio Magno, las Pasiones de los mártires, los comentarios de los Padres sobre San Pablo, un volumen de los Profetas, todo de una escritura clara y sin abreviaturas, «como convenía para sus ojos cansados por la vejez». La abadesa Eadburga recibió el encargo de transcribir las epístolas paulinas con letras de oro, «a fin de honrar las Santas Escrituras ante los ojos carnales de los paganos». Los monasterios anglosajones respondieron con generosidad a aquel llamamiento. Al poco tiempo, el apóstol se vio rodeado de una multitud de discípulos, colonizadores entusiastas, hombres de reconocida habilidad en todas las artes, escritores, lectores y maestros. Tras ellos vinieron también las mujeres: viudas, vírgenes, madres, hermanas y parientas de los misioneros, deseosas de tomar parte en sus peligros y en sus consolaciones. Entre ellas estaba Lioba, «insigne por su amor a Cristo, admirable por su celo, bella como los ángeles, emocionante en sus discursos, sabia en las Escrituras, erudita en los santos cánones». Y aquellos germanos feroces, que poco antes sólo en la sangre hallaban su alegría, se arrodillaban ahora a los pies de estas dulces maestras.

Pero no bastaba convertir a aquellos hombres, siempre dispuestos a volver a sus falsos dioses, a la rapiña, a la vida errante; era preciso arrancar de sus corazones las raíces del paganismo, más tenaces que las de la encina sagrada de Geismar. Para esto organizó Bonifacio la jerarquía episcopal, lanzó a sus discípulos en todas direcciones y estableció grandes monasterios, como los de Friztlar, Hersfeld, Fulda, Bischoffein, que debían garantizar la persistencia de su obra y ser, en las tierras evangelizadas, centros misionales, núcleos de vida estable y civilizada, refugio de los operarios evangélicos, focos de cultura, granjas agrícolas, puntos estratégicos de aquella conquista espiritual, graneros, escuelas y organismos industriales. Él mismo recorría el país, bautizando y predicando infatigablemente. Aún conservamos una colección de homilías en que se descubre la palabra viva y clara del apóstol, pero recogidas en latín para servir de modelo y como de manual a los sacerdotes encargados del ministerio. Al leerlas nos figuramos estar delante de aquellos neófitos groseros, tan ignorantes de las cosas humanas como de las divinas. Al hablar del misterio de Navidad, Bonifacio empieza diciendo que cuando nació Cristo había una gran ciudad que se llamaba Roma, y un jefe poderoso, llamado Augusto, pacificador de la tierra. Las grandes fiestas del año le dan ocasión para resumir en pocas palabras, pero con mucha sencillez, claridad y con calor, las principales verdades de la fe y los deberes más importantes de la vida cristiana. «Escuchad, hermanos míos—decía a los recién bautizados—y meditad atentamente qué es lo que acabáis de abjurar en el bautismo. Habéis renunciado al demonio, a sus obras y a sus pompas. ¿Cuáles son las obras del demonio? Son el orgullo, la idolatría, el homicidio, la calumnia, el odio, el perjurio, la fornicación, el adulterio y todo lo que mancha al hombre; son el robo, la embriaguez, el falso testimonio, las palabras vergonzosas, las querellas; son los sortilegios, las hechicerías, la creencia en los magos, en los hombres lobos y en el poder de los amuletos.»

Pero al mismo tiempo que propagaba la fe en aquellas regiones, en que nunca habían entrado las legiones romanas, Bonifacio pensaba en las iglesias que quedaban detrás de él, en las iglesias del reino de los francos, cuyos desórdenes, cuya desorganización, cuya anarquía le llenaban de pena. Se veían obispos que empuñaban la espada para vengar una injuria de familia en combate singular, y volvían luego tranquilamente a ofrecer el Sacrificio incruento. En las provincias del Rin parecía abolido el cristianismo, y los ídolos ocupaban en las iglesias el lugar de los santos. El arrianismo reaparecía en Baviera, inmigrantes africanos propagaban los dogmas maniqueos, y un irlandés llamado Clemente recorría las tierras de Suiza y el Luxemburgo predicando contra los Santos Padres y las tradiciones de la Iglesia. Había obispos de origen sospechoso, sacerdotes sin misión, siervos tonsurados, escapados de las tierras de sus señores; clérigos que salían, tambaleándose, de sus infames orgías para leer el Evangelio al pueblo; o administraban el bautismo después de haber inmolado el sacrificio del macho cabrío al dios Thor. Un seudoprofeta arrastraba a las muchedumbres distribuyendo reliquias, haciendo milagros fingidos, consagrando iglesias en su honor y leyendo una carta que, según decía, le había traído del Cielo un arcángel.

Esta situación alarmante llenaba de inquietud a Bonifacio. La tiranía de los grandes, la corrupción de los eclesiásticos, la audacia de los herejes y aquella mezcla extraña de errores gnósticos, de aberraciones místicas y de residuos paganos se le presentaban ahora como un enemigo más terrible que las idolatrías de los bárbaros del Báltico. Se necesitaba una represión enérgica; y éste va a ser el objetivo de su tercera misión. En 738 aparece de nuevo en Roma, acompañado de una multitud innumerable de francos, bávaros y anglosajones, que no quieren separarse de él un solo momento. El Pontífice y el pueblo romano le reciben en triunfo; visita las grandes iglesias de la cristiandad y vuelve armado de todos los poderes, con cartas para los príncipes, con órdenes precisas para los obispos y con facultad omnímoda para reformar, organizar y reconstituir la jerarquía en las tierras sujetas a los francos. Y empieza su obra con la misma actividad que cuando tenía treinta años. Pasa de Franconia a Baviera, de Austrasia a Neustria; reúne concilios en Septines, en Soissons, en Saizburgo; crea nuevas provincias eclesiásticas; depone obispos concubinarios, degrada sacerdotes intrusos, prohíbe a los clérigos el traje laico, la compañía de las mujeres, el uso de las armas, de las jaurías y de los halcones; prescribe a los monjes la observancia de la regla benedictina, renueva las penas de los cánones antiguos, prohíbe el incesto, el adulterio, la venta de esclavos y las viejas prácticas paganas. Todos los fieles debían saber la oración dominical y el símbolo, y en el momento de convertirse estaban obligados a renunciar «al demonio, a la comunión del demonio, a las obras y palabras del demonio, a Dunar, a Woden, a Saxnot y a todos los espíritus impuros que están con ellos».

En 748, Bonifacio considera terminada aquella restauración y establece su residencia en Maguncia; pero desde allí sigue velando por todos los intereses de la Iglesia. Creador de un mundo nuevo, legislador religioso de un Imperio, no olvida nunca su nombre católico. Su mirada parece fija en todos los puntos de la cristiandad. Se acuerda, sobre todo, de las iglesias de su patria, y con cartas admirables mantiene en ellas el fervor de la vida cristiana. Escribe al rey Etelbaldo, juguete de sus pasiones, con el acento del padre que sólo piensa en convertir al pecador. Le elogia primero por sus limosnas y su anhelo de justicia, pero se aflige al saber que un príncipe tan magnánimo deshonra el lecho conyugal con toda suerte de infamias. Le recuerda con gravedad de teólogo las amenazas de la Sagrada Escritura; le cita el ejemplo de los viejos sajones, entre los cuales la mujer adúltera se ve obligada a ahorcarse por su propia mano; le representa los castigos que la espada de los sarracenos acaba de hacer en España, y continúa: «Ten cuidado de que tu pueblo no se arruine con el ejemplo del que le gobierna. Porque si la nación de los anglos, según se dice en Francia, en Italia y hasta en los países paganos, vive una vida digna de Sodoma, sabed que de las entrañas de las prostitutas saldrá una raza degenerada, abyecta, de instintos perversos, inútil para la guerra, infiel a su palabra, abominable a los ojos de Dios y deshonrada ante los hombres.»

Vibra aquí el acento del patriotismo, la energía del apóstol y la prudencia del anciano. Nada de aquella debilidad que se ha reprochado al santo misionero. San Bonifacio sabe condescender, cuando las circunstancias lo exigen, pero sin apartarse nunca de la línea del deber. «Seamos firmes en la justicia—escribe a un obispo—, preparemos nuestros corazones a la prueba, confiando en Aquel que ha puesto la carga sobre nuestros hombros. Muramos, si Dios lo quiere, por las leyes santas de nuestros padres, a fin de merecer con ellos la herencia de la eternidad.» Este hombre, a quien se ha representado como un instrumento ciego de los Papas, a quienes importunaba continuamente con sus consultas, reveladoras—dicen—de un carácter apocado, no dudaba en reclamar enérgicamente contra los abusos de la cancillería romana y en estimular el celo de los Pontífices para suprimir ciertas costumbres de sabor idolátrico que se practicaban en Roma. «Que vuestra paternidad—escribía al Papa Zacarías—se digne disipar mi rudeza sobre este punto, a fin de evitar a la Iglesia, a los sacerdotes y al pueblo cristiano el dolor de ver nacer escándalos, cismas y errores nuevos. Porque si los hombres carnales, que nada saben, los alemanes, los bávaros, los francos, ven practicar públicamente en Roma lo que nosotros prohibimos como pecado, creerán que es una cosa permitida, se escandalizarán y nos considerarán como impostores. Es éste un gran obstáculo a la predicación, según la palabra del Apóstol: «Observáis los tiempos y los días a la manera de los paganos: temo haber trabajado inútilmente en vuestra salvación.»

En medio de tantas solicitudes, Bonifacio no olvidaba nunca las aficiones literarias de su juventud. Bajo el palio del arzobispo palpitaba el corazón del monje que había enseñado la gramática y la elocuencia, ejercitado las reglas de la prosodia y compuesto un tratado Sobre las ocho partes de la oración. El antiguo maestro mantiene ahora una asidua correspondencia literaria con sus discípulos y discípulas de otros días. No se contenta con pedirles libros de liturgia y de teología; se interesa por sus escuelas, por su progreso en la ciencia y por las nuevas obras que van enriqueciendo la literatura eclesiástica. Al obispo de York, Egberto, le pide que mande a Germania algunos de los opúsculos de Beda «el maestro ilustre que la fama le presenta como un espíritu enriquecido con los dones de la gracia divina; enviadnos—añade— esos libros para que nosotros gocemos de la luz que os ha dado el Señor». A cambio de estas obras que los obispos y los monjes sacaban de sus bibliotecas, enviábales él los productos de los países bárbaros: tejidos de pelo de cabra, pieles finas, abrigos para tener los pies calientes. Para los príncipes tenía regalos más preciosos: a Etelbaldo le enviaba un gerifalte, dos halcones, dos escudos y dos lanzas; a la reina, un peine de marfil y un espejo de plata. Todo en esa correspondencia refleja un espíritu delicado, que ni el aislamiento ni el comercio con los bárbaros ha podido alterar. Su estilo es natural, ajeno a la hinchazón de la literatura anglosajona de su tiempo. A veces descubrimos al gramático, y no sin deleite vemos al anciano recordar los juegos literarios de su juventud para felicitar en verso al Papa Zacarías su advenimiento al pontificado.

Pero tanto como en sus propias cartas, su alma se adivina en las cartas que le escribían desde el otro lado del mar. Para las monjas que allá quedaban, Bonifacio tenía toda la grandeza del héroe y del sabio. Le pedían un remedio contra la violencia de la tentación, le consultaban sus dudas interiores, le enviaban sus ensayos poéticos para que los corrigiese. Él, con palabras que revelan la bondad de su corazón, poníalas al tanto de sus conquistas, de sus trabajos y de sus luchas, y las pedía el apoyo de sus oraciones; ellas le hablaban de sus dolores y de sus deseos con toda la impetuosidad propia de aquella raza joven, ganosa de libertad y de fuerza. «No ceso de dar gracias a Dios—le escribía una hija del rey de Wessex—por haberse dignado llevaros tan misericordiosamente a través de tantos países desconocidos. Yo os admiro y os amo, y puedo aseguraros que ninguna revolución del tiempo podrá cambiar el estado de mi alma con respecto a vos. Con el portador de estas líneas os mando cincuenta monedas y un lienzo de altar. Es un don muy pequeño, pero ofrecido con grande amor.» Una monja, Lioba, «la amada», la santa Lioba, la que mereció descansar en un mismo sepulcro con el gran apóstol, le escribía antes de dejar el país natal: «Quiera Dios que, aunque indigna, me sea dado el honor de teneros por hermano, porque ningún hombre de mi familia me inspira tanta confianza como vos. Os envío un regalo para que sea a vuestros ojos el recuerdo de mi pequeñez y el nudo de una ternura que nos una en Cristo para mientras vivamos.» El desterrado de Germania, así se llamaba a sí mismo Bonifacio, contestaba con cartas ascéticas, con discursos religiosos, con poemas sobre las virtudes, en versos hexámetros; siempre amable, siempre agradecido a aquellos arranques de cariño sincero. «Buscad con inteligencia—les decía—dónde está la voluntad de Dios; obrad virilmente con la fuerza que da la fe; pero hacedlo todo suavemente y con caridad; y no os olvidéis de rezar por el último, el peor de todos aquellos a quienes la Iglesia romana ha confiado la predicación del Evangelio, para que cuando el lobo se presente no haga como un mercenario, sino que defienda, a ejemplo del Buen Pastor, la Iglesia católica con sus hijos e hijas contra los herejes, cismáticos e hipócritas.» Tal vez lo más bello en esta correspondencia es ese sentido profundamente humano de la vida, eso que alguien llamaría flaqueza, que nos encanta en los grandes corazones cristianos, como una prueba de que son corazones de carne y no de bronce.

Al examinar los trabajos de este gran apóstol, que igualan en audacia, en constancia y en actividad a las más grandes proezas de la conquista española, nos encontramos, no obstante, con un alma delicada, atormentada de escrúpulos y agitada por las inquietudes. Una y otra vez necesita tranquilizar su conciencia, y éste es el motivo de sus viajes a Roma y el objeto de varias de sus cartas. Se acusa ante el Papa de no haberse podido abstener del trato con los excomulgados, cuando las necesidades de las iglesias le han llevado al palacio de los príncipes. Le inquieta también la suerte de sus discípulos, de aquellos colaboradores abnegados que trabajan en el destierro, a merced de un pueblo semibárbaro. «Son monjes—escribía poco antes de morir—, son sacerdotes, son religiosos que predican la fe y sirven a Dios y enseñan las letras en los monasterios. Su vida en las fronteras de los paganos es muy pobre. Tienen pan, pero no podrán encontrar vestidos ni mantenerse en su puesto sin un consejo, sin un apoyo. Y yo quisiera que alguien velase por ellos, bien sea que tenga que vivir o que morir.»

Estas últimas palabras expresan el presentimiento del fin. No obstante, el apóstol seguía recorriendo los países germánicos. Sus últimos años los consagra a la tierra de Frisia, donde había derramado los primeros sudores. La recorrió en 753, organizando nuevas iglesias. Dos años más tarde quiso tentar un supremo esfuerzo. Tenía setenta y cinco años de edad, estaba enfermo, pero nada pudo detenerle. Puso en manos de su discípulo predilecto, San Lulo, su dignidad episcopal, dejó todas las cosas en orden y se despidió entre sollozos: «Yo me voy—exclamaba—, porque el día de mi tránsito se acerca. Deseo ansiosamente esta partida, y nada puede apartarme de ella. Así, pues, preparad todas las cosas, y en el cofre de los libros colocad el lienzo en que habéis de envolver mi cuerpo.» Tomó consigo algunos clérigos y monjes, y con ellos navegó hasta Utrecht. Habiendo empezado a predicar, muchos miles de hombres y mujeres recibieron el bautismo. Designóse el 5 de junio para la imposición de las manos. El tabernáculo que debía servir de iglesia se había levantado cerca de Dockum, a la orilla del río Burda. Todo estaba dispuesto para el sacrificio: los vasos, el altar, los vestidos pontificales. Faltaba la presencia de los catecúmenos, derramados por las cercanías. En su lugar, empezaron a aparecer hombres armados de lanzas y escudos. A media mañana la llanura estaba cubierta de guerreros. Los pajes, los neófitos y los clérigos corrieron a las armas, dispuestos a defender a su maestro, pero el hombre de Dios apareció a la puerta de la tienda, diciendo: «Dejad las espadas, hijos míos; acordaos que la Escritura nos enseña a devolver bien por mal. Este día es el que yo he deseado siempre, la hora de mi liberación. Sed fuertes en el Señor, esperad en Él, y Él salvará nuestras almas.» Apenas había dicho estas palabras, cuando una muchedumbre de bárbaros se arrojó sobre él y le mató. Después asaltaron las tiendas, derramaron el vino del sacrificio y echaron al aire los libros. Los cristianos recogieron el cuerpo del santo y le llevaron a Maguncia. Junto a él, y teñida con su sangre, se encontró una copia del libro de San Ambrosio sobre las Ventajas de la muerte.

Dios había reservado al gran apóstol una muerte digna de su vida. Nada falta a su gloria: ni el heroísmo del mártir, ni la intrepidez del misionero, ni la grandeza del obispo, ni la austeridad del monje, ni la bella aureola de gracia y de bondad con que supo plegarse a su época para dominarla. No se aisló como San Columbano; se hizo esclavo de todos, recogió todas las buenas inspiraciones, de dondequiera que viniesen, para hacer de ellas una realidad. Esto explica la eficacia de su obra, y aquí está su gloria más alta.

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