domingo, 7 de mayo de 2017

San Juan de Beverley


El nombre de Whitby rebosa de gracia poética que ilumina los primeros tiempos del monacato inglés. Es el nombre de un monasterio, cuyo esplendor histórico describió el Venerable Beda con el cariño que ponía para todas las cosas bretonas. Su grandeza material y el encanto del lugar donde se alzaba, puede todavía verlos el viajero a través de las ruinas imponentes que duermen en el centro de uno de los más bellos paisajes de Inglaterra. Desde su elevada meseta verdeante, en cuyos flancos vienen a estrellarse las olas del mar del Norte, Whitby parecía una fortaleza de refugio para los que atravesaban los mares de las grandes aguas y el océano de la vida. Todo allí era imponente y majestuoso: la grandeza de los edificios, el mugir de las olas, los horizontes lejanos de la mar verdosa y el color oscuro de los picos gigantes que se esconden en las nubes.

La reina, la señora del peñón, era una mujer extraordinaria, hija de los reyes de Nortumbria, llamada Hilda, Santa Hilda. Sacada de las tinieblas del paganismo por la predicación de los monjes romanos enviados por San Gregorio Magno, no sólo creyó en Cristo, sino que quiso entregarse por completo a Él, y allí, en aquella altura, levantó un monasterio donde-vivían quinientas vírgenes, otro monasterio habitado por cien monjes, un faro para guiar a los navegantes que pasaban cerca de aquellos abruptos peñascos, y otro faro espiritual, una escuela, para todos los que tenían sed de sabiduría.

En las grandes fiestas, en los aniversarios festivos del año cristiano, Hilda organizaba espléndidos banquetes, que ella sabía convertir en funciones religiosas. Al fin de la reunión, según la vieja costumbre anglosajona, los comensales debían celebrar, uno tras otro, en cantos sencillos, en versos improvisados, en himnos sagrados y antífonas litúrgicas, las alegrías de la festividad. En estos campeonatos brillaba siempre el ingenio de un joven anglo, llamado Juan, que desde las escuelas de Cantorbery había venido a vivir a la sombra de la gran abadesa. Hilda le admitió complacida y dio el hábito benedictino. Juan era un adolescente, dulce de carácter, de alma candorosa y de virtud acrisolada. Además, traía grandes tesoros de saber eclesiástico y profano. En Cantorbery había sido discípulo del hombre más sabio de Inglaterra, del arzobispo Teodoro, que, además de su lengua nativa, el griego, conocía perfectamente el hebreo y el latín. En Whitby siguió estudiando con ardor, y pronto se convirtió en uno de los más ilustres maestros de aquella ciudad monástica. Allí conoció al santo, al venerable Ceadmón, el hombre que mejor sabía interpretar en lengua sajona los sublimes misterios de la religión cristiana. Con él empezaron a cantar las lenguas modernas, y no habrá seguramente literatura alguna que nos ofrezca en sus primeros balbuceos un sabor a idilio tan delicioso como el que nos ofrece la inglesa en este monje poeta.

Ceadmón era un simple boyero, un vasallo de la abadesa. Estaba ya en la edad madura, sin que nadie le hubiese enseñado a cantar. Sin embargo, no había ningún eco en la Naturaleza que no hiciese vibrar intensamente las fibras de su alma. Pero no sabía expresar sus sentires, y era para él un tormento no poder mezclar su voz con las de los otros, cuando le invitaban a los convites de la abadía. Al llegarle la vez, al tener que recibir el arpa, se levantaba de la mesa y salía entristecido a llorar su vergüenza en un rincón del establo donde tenía sus bueyes. Y sucedió que un día, mientras lloraba agobiado por la tristeza, oyó una voz que le decía: «Ceadmón, canta.» Y el boyero respondió: « ¿Quién eres tú, que me mandas cantar? ¿Quieres acaso reírte de mí? ¿No ves que por mi rudeza he tenido que dejar la sala del banquete?» «No importa, canta», replicó la voz. «Y ¿qué voy a cantar?» «Canta el principio de las cosas y la creación del mundo.»

Y de la boca del boyero brotó un torrente impetuoso de poesía: versos sublimes, rimas encantadoras, que hablaban de la gloria y felicidad divina, del poder del Creador, Dios eterno, fuente de toda belleza, Padre del género humano, que dio a los hijos de los hombres la tierra por morada y puso sobre ella el techo radiante y majestuoso de los cielos. Desde entonces cambió la zamarra por la cogulla, y, monje fervoroso, deslumbrado por los fulgores de la otra vida, no quiso utilizar aquel arte sagrado más que para hacer odiar el mal y amar el bien, pintando con viveza los horrores del juicio último, las penas del infierno, los goces del Paraíso y la acción de la Providencia en el mundo. Aún conservamos fragmentos de aquella poesía fresca y graciosa como una mañana de primavera.

Tal es el ambiente en que Juan pasó su juventud sirviendo a Dios, aprendiendo y enseñando las letras divinas y humanas y practicando alegremente los deberes de la vida religiosa. La abadesa le miraba como el mayor prestigio de su fundación, y se acercaba tranquila al sepulcro, pensando que el joven maestro aseguraría su obra. Pero la gloria de Whitby debía ser pasajera. En 680 moría la fundadora; Ceadmón había cesado de cantar algún tiempo antes, y casi al mismo tiempo Juan fue arrebatado a la paz del claustro para gobernar sucesivamente las diócesis de Hexham y de York. En adelante se le vio recorriendo los caminos y derramando en los pueblos más humildes bendiciones y consuelos. El Venerable Beda, que recibió las órdenes de su mano, nos le representa buscando a los enfermos para devolverles la salud, albergando a los peregrinos en su casa episcopal, aliviando a los necesitados con sus limosnas y con la bondad de su palabra, siempre dulce y puro, siempre animado de una solicitud paternal para todos los que sufrían. Entre los pobres que diariamente le pedían limosna, se presentaba desde hacía años un hombre tullido, mudo y tinoso. Admirado de ver la paciencia con que sufría sus enfermedades, el obispo le cogió un día cariñosamente de la barba y le llevó consigo. Ya en casa, se puso en oración, y volviéndose luego al doliente, empezó a sacarle la lengua, le enseñó a vocalizar y no quiso despedirle hasta que supo hablar y leer.

El obispo seguía siendo un maestro abnegado. Sus discípulos le rodeaban constantemente: se agrupaban junto a él en el templo, vivían con él en la casa episcopal y le acompañaban en sus viajes apostólicos. Eran jóvenes clérigos o muchachos seglares, pertenecientes a las principales familias del reino. El les enseñaba la música, la gramática y la retórica, sin ahogar el gusto de los ejercicios violentos, tan propios de la raza anglosajona. Visitaba una vez el obispo su diócesis en compañía de toda la cohorte estudiantil. Cada uno de aquellos muchachos caminaba en su caballo, escuitando al maestro y escuchando atentamente sus palabras. De pronto se encontraron en una espaciosa llanura cubierta de hierba verde y menuda. « ¡Qué hermoso campo para galopar!», exclamó uno de aquellos jóvenes, y sus palabras inflamaron a todos sus camaradas en el deseo de lanzarse a la carrera. Cuadráronse delante del obispo a la manera militar, y a fuerza de insistir lograron esta respuesta: «Haced lo que queráis, pero que Heribaldo se quede conmigo.» Heribaldo, el discípulo predilecto, la esperanza del anciano prelado, se puso triste. También él quería luchar en ligereza con sus compañeros y lucirse guiando el potro bravo y hermoso que dos días antes le había dado su maestro. Y de pronto echó a correr, como arrastrado por la vivacidad del animal, pero con tan mala suerte, que el caballo tropezó, y él vino a dar contra una roca, sin sentido y medio muerto. Rodeáronle sus compañeros, consternados; tendieron un pabellón en aquel mismo sitio, y allí pasaron la noche en torno a su compañero. El obispo no podía separarse de la cabecera. Rezaba, se lamentaba y asía la mano del herido, temiendo que la muerte se le arrebatase. Por fin, al amanecer, Heribaldo abrió los ojos, y el piadoso doctor, dice el relato de Beda, no pudiendo contener la alegría, preguntó; «¿Me conoces?» «Sí—respondió él—; eres el obispo Juan, mi señor muy amado.»

Así transcurrió aquella vida sencilla y noble: enseñando, consolando y derramando alegría. Tres años antes de morir, Juan dejó el episcopado y se fue a esperar la llamada de Dios en el monasterio de Beverley, donde, a semejanza de Hilda, había organizado un refugio, una escuela y un centro de apostolado.

Al rumor de las escuelas, al trote de los caballos, a la conversación con los hombres, suceden ahora los coloquios con los ángeles, el silencio de las ascensiones místicas, el ansioso galopar de la mente por los espacios infinitos de la luz y del amor.

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