domingo, 18 de septiembre de 2016

Homilía


Amós, un sencillo y humilde pastor de bueyes y cultivador de higos, siente la llamada del Señor y se convierte en profeta de Dios para denunciar las graves injusticias del Reino del Norte, cuya capital es Samaria, y anunciar el castigo a los culpables.

La predicación de Amós (siglo VIII a.C) se realiza en términos muy duros contra la Corte de Israel que, en momentos de florecimiento económico, dilapida riquezas, vive en la molicie e ignora con arrogancia y desprecio los sufrimientos de los pobres.

Es el gran profeta de la justicia social del Antiguo Testamento, como lo fue nueve siglos más tarde el Apóstol Santiago que afirma en su Carta Católica lo siguiente:

“Ricos, llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza se ha podrido, vuestros trajes se han apolillado, vuestro oro y vuestra plata se han oxidado... Con lujo vivisteis en la tierra y os disteis la gran vida, cebando vuestros apetitos para el día de la matanza. Condenasteis y asesinasteis al inocente: ¿no se os va a enfrentar Dios?" (Santiago 5,1-6).

Según los Santos Padres de la Iglesia, la acumulación de riquezas va siempre en detrimento de los pobres, cuyos bienes son sistemáticamente esquilmados por los explotadores sin escrúpulos.

Los informes de la ONU confirman que los 225 personajes más ricos del mundo acumulan una riqueza equivalente a la que tienen 2.500 millones de habitantes.

El 20% de la población del mundo consume el 85% de las riquezas, mientras que el 20% más pobre consume tan solo el 1,35 de los bienes producidos.

Son cifras escalofriantes que debieran hacernos meditar, pues ninguno de nosotros somos ajenos y sí copartícipes cómodos y despreocupados ante esta situación injusta.

¿Qué diría Amós hoy del tráfico de influencias, de los despilfarros y la corrupción de muchos “servidores” del pueblo, que infectan la vida política, económica y social?

¿Qué diría Jesús?

Es cierto que las injusticias nos rebasan, y la solución no está en nuestras manos, pues nos sentimos a menudo impotentes y confusos, pero siempre podremos aportar nuestro pequeño granito de arena.

Nos parece una sorpresa que Jesús alabe al administrador injusto por despreciar pequeñas ganancias para obtener otras mayores, pero lo entenderemos fácilmente en el contexto evangélico donde no se alaba la deslealtad, sino la habilidad demostrada para garantizarse un futuro.

No olvidemos que el objetivo final es “ganar” el “Reino de los cielos” Jesús se lo había dicho poco antes a sus discípulos: “Aquel de vosotros que no renuncia a todos su bienes no puede ser discípulo mío”.

Si queremos participar del Reino de Dios hemos de actuar con el mismo coraje y lucidez que el administrador de hoy, pues el tiempo nos apremia y la vida pasa rápidamente.


El poeta Quevedo llamaba al dinero “poderoso caballero”.

El mundo Occidental, en su mayoría materialista y ateo práctico, ha erigido al dinero como el supremo dios de sus vidas.

Todo se logra con dinero: vida fácil, confort, viviendas de lujo, sexo a gusto del consumidor, “amigos”, poder, gloria, reconocimiento.

Los cristianos debemos plantearnos el papel del dinero en nuestra vida.

Unos lo satanizan, otros lo divinizan.

Ambos puntos de vista no son buenos.

Necesitamos dinero para sobrevivir, pero hemos de evitar que se adueñe de nuestro corazón.

¿Cómo escapar de esta idolatría corrupta?

Descubriendo los verdaderos valores que emanan del evangelio, que colocan al hombre como criatura de Dios llamada a comunicarse, a darse y a vivir en fraternidad.

¿Para qué nos sirven los bienes si carecemos de verdaderos amigos?

El dinero origina relaciones artificiales que duran hasta que se vacían los bolsillos.

Bien dice el refrán: “Cuando tenía dinero me llamaban Don Tomas; ahora que no lo tengo me llaman Tomas, no más”.

Transcribo unos pensamientos de San Antonio de Padua (1195-1231) sobre el evangelio de hoy:

“El principio y raíz de la riqueza siempre es forzosamente la injusticia.
¿Por qué? Porque al principio Dios no hizo rico a uno y pobre a otro, ni tomó a uno y le dio grandes yacimientos de oro, privando al otro de este hallazgo. No, señor. Dios puso delante de todos la misma tierra. Y, ¿cómo, siendo común, posees tú hectáreas y hectáreas, y el otro ni un terrón?... ¿Acaso no es mal tener uno solo lo que son bienes del señor, y gozar uno solo lo que es común? ¿O es que no dice la Escritura: “del Señor es la tierra y cuanto la llena”?
…El rico no es más que un cobrador del dinero que ha de ser distribuido a los pobres, y se le manda que lo reparta entre aquellos de sus compañeros que están necesitados.
Si emplea para sí mismo más de lo que pide la necesidad, tendrá que dar la cuenta más rigurosa, pues lo suyo no es suyo, sino de los que son siervos del Señor como él...
Si no podéis recordar todo lo que os he dicho, os suplico que os quedéis para siempre con esto, que vale por todo: que no dar a los pobres de los bienes propios, es robarles y atentar contra su vida. Recordad que no retenemos lo nuestro, sino lo de ellos”.


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