Poco a poco iba ensanchándose el pequeño reino asturiano. Ya había saltado más allá de los montes; ya había salido de las gargantas estrechas en que se ahogan los primeros sucesores de Pelayo. Ahora, Alfonso el Magno desafiaba a las huestes musulmanas, levantaba castillos en las riberas del Duero y acercaba su corte a la frontera. En torno suyo hierve una vida nueva, rica de savias y vibrante de optimismos. Sus caballeros galopaban cargados de botín por los campos góticos y las llanuras de Castilla; sus monjes rompen los páramos, abren las entrañas de la tierra, que había estado en holganza secular; restauran la cultura, recogiendo los residuos de la ciencia isidoriana, y crean un arte de la construcción y una escuela espléndida de miniatura. La gesta guerrera nos ha hecho olvidar el esfuerzo de esa epopeya pacífica, cuyos héroes anónimos echaron los cimientos de la patria. Pero no ha podido desaparecer el nombre de San Genadio, este animoso civilizador que presenta a nuestras miradas la extraña figura de un hombre que lleva una mitra en la cabeza, el códice bajo el brazo y en la mano el azadón: tres símbolos de progreso y de civilización. La autoridad, la ciencia y el trabajo.
Es en el año 890. Alfonso el Magno acaba de dar un decreto de repoblación. Las tierras yermas que sus jinetes acaban de conquistar piden brazos robustos, espíritus inteligentes que llagan brotar en ellas fuentes de riqueza. Este es el momento en que Genadio aparece en los valles profundos del Bierzo. Doce hombres le siguen, todos vestidos de amplias cogullas monacales. Llevan libros, aperos, ganados, bueyes, semillas y herramientas. Buscan las antiguas ruinas. Dos siglos antes fue aquella tierra un foco de actividad febril y un teatro de místicas hazañas. Por allí pasaron Fructuoso y Valerio creando comunidades, haciendo milagros, reuniendo bibliotecas, organizando la oración y el trabajo. Ahora todo es silencio de muerte; pero este grupo de monjes viene a traer la vida. Se detienen primero al pie de una roca gigantesca, junto a los barrancos donde nace el Oza. Hay montones de piedras en desorden, muros desmantelados, y, entre los escombros, lápidas con caracteres en que los exploradores audaces descifran con regocijo los nombres de los padres del monaquismo español. Aquellas ruinas eran las del antiguo monasterio de San Pedro de Montes.
Y empezó la restauración. Surge la iglesia con sus arcos de herradura, con sus capiteles de hoja de acanto y de palmetas, con su altar adornado de cruces y coronas. Y junto a la iglesia, los huertos, las vides, los trigales; un vivir nuevo lleno de azares y privaciones, generoso en derrame de energías, rico de renunciamientos y peligros; vivir de frontería, en que hay que crearlo todo y multiplicarse y atender a todas las necesidades: de la salmodia a la lectura, de la lectura al arado, del arado a la selva, donde aúlla el lobo y velan los miedos del desierto. Poco a poco el desierto florece, la soledad abre sus brazos amigable y festiva, el portalico se agranda, las gentes acuden a recogerse en él, y el claustro se convierte en villa, en solar de civilización, en foco intenso de vida. Colonos, monjes, vasallos y domésticos viven como una gran familia, empeñados todos en ganar el Cielo embelleciendo la tierra. Se canta, se reza, se construye, se cultiva el suelo, se escribe y se pinta. Y el abad pasa entre sus gentes sonriente, dando calor y aliento con los fuegos de su alma paternal, iluminando el valle con las lumbres de su ingenio peregrino. Poco a poco la vida cunde, el llamear alegre de aquel fuego se multiplica; nacen nuevas colonias, se alzan nuevos monasterios, florecen otros valles, y entre los robles y los pinos resuenan las esquilas de las ovejas, reemplazando los alaridos de las bestias salvajes. Todo ha quedado transformado en poco tiempo; hay paz, oración, arte, riqueza, prosperidad. «Planté viñas—dice Genadio con legítima satisfacción—, levanté edificios, hice huertos y pomares, rompí muchos montes, saqué las tierras del abandono y construí basílicas de exquisita arquitectura.»
Hasta que un día el infatigable colonizador se vio obligado a cambiar el aire puro del campo por los techos dorados del palacio episcopal de Astorga. Para el hombre de la soledad, enemigo de mundanos esplendores, aquello no pudo suceder sino por una conjuración de los demonios. Él mismo lo confiesa. «El enemigo de las virtudes—dice textualmente—, envidiando la vida silenciosa que llevaba con mis hermanos, movió las mentes de muchos para que, con pretexto de edificación espiritual, me arrancasen de allí y me hiciesen obispo de Astorga.» Empuñó el báculo, impelido por el mandato del príncipe, pero echando siempre de menos el hacha con que echaba por tierra las zarzas y los tamujales. Además, el recuerdo de su indignidad le aterraba. «¿Qué haré yo, miserable—decía, transido de mortal congoja—, yo que estoy desnudo de merecimientos y sólo soy rico en abundancia de pecados; que no tengo ciencia ni virtud y oigo sin cesar junto a mí la voz del Profeta que me dice amenazadora; «¿Por qué enseñas tú mis justicias y tomas mi testamento en tu boca, tú que cierras el oído a mis palabras y aborreces mi disciplina?» Y un día, Genadio dejó la mitra, salió de la ciudad y se internó en el desierto. De nuevo se le vio arando, construyendo iglesias, derribando encinas y copiando libros. Al morir, tenía cincuenta códices voluminosos, una rica librería para aquel tiempo. Ordenó que circulasen constantemente por todos los monasterios del Bierzo; y así, a él se debe la organización de la primera biblioteca ambulante que se conoce. Testigo de su paso, queda todavía, cerca del Sil, la iglesia de Santiago de Peñalba, joya original de nuestro arte antiguo, cuyos cimacios y capiteles de mármol nos revelan el gusto exquisito de este amable colonizador.
Es en el año 890. Alfonso el Magno acaba de dar un decreto de repoblación. Las tierras yermas que sus jinetes acaban de conquistar piden brazos robustos, espíritus inteligentes que llagan brotar en ellas fuentes de riqueza. Este es el momento en que Genadio aparece en los valles profundos del Bierzo. Doce hombres le siguen, todos vestidos de amplias cogullas monacales. Llevan libros, aperos, ganados, bueyes, semillas y herramientas. Buscan las antiguas ruinas. Dos siglos antes fue aquella tierra un foco de actividad febril y un teatro de místicas hazañas. Por allí pasaron Fructuoso y Valerio creando comunidades, haciendo milagros, reuniendo bibliotecas, organizando la oración y el trabajo. Ahora todo es silencio de muerte; pero este grupo de monjes viene a traer la vida. Se detienen primero al pie de una roca gigantesca, junto a los barrancos donde nace el Oza. Hay montones de piedras en desorden, muros desmantelados, y, entre los escombros, lápidas con caracteres en que los exploradores audaces descifran con regocijo los nombres de los padres del monaquismo español. Aquellas ruinas eran las del antiguo monasterio de San Pedro de Montes.
Y empezó la restauración. Surge la iglesia con sus arcos de herradura, con sus capiteles de hoja de acanto y de palmetas, con su altar adornado de cruces y coronas. Y junto a la iglesia, los huertos, las vides, los trigales; un vivir nuevo lleno de azares y privaciones, generoso en derrame de energías, rico de renunciamientos y peligros; vivir de frontería, en que hay que crearlo todo y multiplicarse y atender a todas las necesidades: de la salmodia a la lectura, de la lectura al arado, del arado a la selva, donde aúlla el lobo y velan los miedos del desierto. Poco a poco el desierto florece, la soledad abre sus brazos amigable y festiva, el portalico se agranda, las gentes acuden a recogerse en él, y el claustro se convierte en villa, en solar de civilización, en foco intenso de vida. Colonos, monjes, vasallos y domésticos viven como una gran familia, empeñados todos en ganar el Cielo embelleciendo la tierra. Se canta, se reza, se construye, se cultiva el suelo, se escribe y se pinta. Y el abad pasa entre sus gentes sonriente, dando calor y aliento con los fuegos de su alma paternal, iluminando el valle con las lumbres de su ingenio peregrino. Poco a poco la vida cunde, el llamear alegre de aquel fuego se multiplica; nacen nuevas colonias, se alzan nuevos monasterios, florecen otros valles, y entre los robles y los pinos resuenan las esquilas de las ovejas, reemplazando los alaridos de las bestias salvajes. Todo ha quedado transformado en poco tiempo; hay paz, oración, arte, riqueza, prosperidad. «Planté viñas—dice Genadio con legítima satisfacción—, levanté edificios, hice huertos y pomares, rompí muchos montes, saqué las tierras del abandono y construí basílicas de exquisita arquitectura.»
Hasta que un día el infatigable colonizador se vio obligado a cambiar el aire puro del campo por los techos dorados del palacio episcopal de Astorga. Para el hombre de la soledad, enemigo de mundanos esplendores, aquello no pudo suceder sino por una conjuración de los demonios. Él mismo lo confiesa. «El enemigo de las virtudes—dice textualmente—, envidiando la vida silenciosa que llevaba con mis hermanos, movió las mentes de muchos para que, con pretexto de edificación espiritual, me arrancasen de allí y me hiciesen obispo de Astorga.» Empuñó el báculo, impelido por el mandato del príncipe, pero echando siempre de menos el hacha con que echaba por tierra las zarzas y los tamujales. Además, el recuerdo de su indignidad le aterraba. «¿Qué haré yo, miserable—decía, transido de mortal congoja—, yo que estoy desnudo de merecimientos y sólo soy rico en abundancia de pecados; que no tengo ciencia ni virtud y oigo sin cesar junto a mí la voz del Profeta que me dice amenazadora; «¿Por qué enseñas tú mis justicias y tomas mi testamento en tu boca, tú que cierras el oído a mis palabras y aborreces mi disciplina?» Y un día, Genadio dejó la mitra, salió de la ciudad y se internó en el desierto. De nuevo se le vio arando, construyendo iglesias, derribando encinas y copiando libros. Al morir, tenía cincuenta códices voluminosos, una rica librería para aquel tiempo. Ordenó que circulasen constantemente por todos los monasterios del Bierzo; y así, a él se debe la organización de la primera biblioteca ambulante que se conoce. Testigo de su paso, queda todavía, cerca del Sil, la iglesia de Santiago de Peñalba, joya original de nuestro arte antiguo, cuyos cimacios y capiteles de mármol nos revelan el gusto exquisito de este amable colonizador.
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