domingo, 6 de diciembre de 2015

Homilía


Juan el Bautista debió sentir una imperiosa necesidad de romper el silencio.

Es un personaje clave del Adviento por suscitar las grandes vivencias que cambian el corazón del hombre.

Predica en el desierto, tradicional lugar bíblico para expresar el encuentro en soledad con Dios.

Se siente interpelado por la problemática de su tiempo y predica un evangelio de conversión para el perdón de los pecados.

Sabe que tiene que manifestarse inequívocamente sobre la necesidad, ya anunciada por el profeta Isaías, de allanar el camino al Señor, elevar los valles, enderezar lo torcido e igualar lo escabroso.

Por eso denuncia con fuerza la injusticia, la corrupción y el desenfreno, aún sabiendo que su toma de postura le costará la vida.

Pero se siente “la voz” de los pobres y desamparados y no cede ni calla ante la amenazas. Pablo también sintie la ineludible necesidad de romper el silencio: “¡Ay de mí si no evangelizara!”.

Al estilo de historiadores clásicos griegos de su tiempo, como Tucídides, Lucas nos quiere expresar con términos grandilocuentes el marco histórico de la predicación de Juan el Bautista durante el reinado del emperador Tiberio.

No creo que la precisión de la realidad histórica preocupara mucho al evangelista; más bien me inclino a interpretar que deseaba diferenciar claramente los caminos de Dios de los caminos de los líderes políticos y religiosos de su tiempo: Tiberio, Pilato, Anás y Caifás.

Juan el Bautista viste pobremente con piel de camello y se alimenta de saltamontes y miel silvestre, que contrasta notoriamente con la magnificencia de la Corte y los pantagruélicos banquetes de los cortesanos.

El choque dialéctico del poder temporal y la conciencia religiosa, personificada en el Bautista, despierta el interés de la gente, que acude en masa a escucharle.

Sin la transformación interior como valor ineludible es imposible cualquier regeneración moral ante la era mesiánica que se avecina.

Y los hombres nos dejamos arrastrar fácilmente por lo superficial y efímero.

De aquí la necesidad de contar con la voz de profetas que nos despierten del letargo.

Ha habido profetas en todas las épocas.

También en los tiempos actuales se pueden considerar como tales a Juan XXIII, Teresa de Calcuta o Juan Pablo II, por citar algunos nombres conocidos.

Las experiencias que vivimos en este mundo globalizado nos impulsan a ser profetas.

No podemos quedarnos cruzados de brazos o callar ante las injusticias originadas por la corrupción de personas e instituciones.

Guardar silencio por pasotismo o cobardía nos hace cómplices de las mismas.

Imitemos a Juan El Bautista abriendo un camino en el desierto de nuestro mundo en medio de una sociedad que “pasa” de lo transcendente y no quiere enfrentarse a las duras realidades del propio destino.

Preparemos un camino en la estepa de la pobreza con los inmigrantes que buscan mejores condiciones de vida.

Preparemos un camino a los refugiados que huyen de la guerra y desean ser acogidos en los países más desarrollados para escapar de la miseria y del hambre.

Preparemos un camino entre las alambradas, deshagamos las fronteras del egoísmo, que nos llevan a la discriminación de nuestros semejantes.

Preparamos un camino de tolerancia y respeto entre quienes sufren el odio racista y xenófobo.

Preparemos un camino de bienestar económico y social a fin de que los jóvenes encuentren un trabajo digno para fundar una familia y ser útiles a la sociedad.

Elevemos los valles de nuestras apatías y desilusiones.

Abajemos los montes y colinas de la soberbia y la ingratitud.

Enderecemos lo torcido por la mentalidad relativista, que confunde los derechos y verdaderas necesidades con los caprichos.

Limpiemos lo escabroso de nuestros corazones tan llenos de cosas y vacíos de valores.

Aparquemos la mentira en el rincón del olvido para abanderar la justicia y la verdad entre los hombres, nuestros hermanos.

Apresuremos la llegada del Reino de Dios cambiando la mentalidad del “hombre viejo”, apegado a los placeres y pasiones, por la del “hombre nuevo”, abierto a la gracia y al don de sí mismo.

Estamos en Adviento; avivemos la esperanza, pues la salvación se acerca y el infierno del mal se pone en retirada.

Es el Señor quien nos guía a la luz de su gloria (Baruc 5, 7).

Cambiará nuestra suerte para que las lágrimas se transformen en sonrisas (Salmo 125, 5) y ese mundo, sumido en el caos de la desesperación y el ateísmo de la confusión, vea de nuevo la luz.


Este domingo nos corresponde encender la segunda vela: la de PREPARARSE porque llega el SEÑOR.

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