domingo, 30 de agosto de 2015

Homilía


Este quinto libro del Pentateuco, denominado Deuteronomio = Nuevas Leyes, representa la más auténtica tradición monoteísta de Israel:

“Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es solamente uno” (Dt. 6, 4-9).

Refleja en todas sus páginas la primacía de Dios y su acción salvadora en la historia.

Israel, que conoce y se siente ser el pueblo elegido por Yahvé, proclama su presencia en medio de ellos y le da constantes gracias, porque sabe que, a pesar de todo, El asume la iniciativa y guiará sus pasos.

Las palabras del texto de hoy:

“¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor, nuestro Dios, cuando lo invocamos? (Deuteronomio 4, 7)”, refleja la confianza y seguridad que tienen en El.

El gobierno teocrático, que nace de la Alianza del Sinaí, establece, como norma suprema de conducta, los Diez Mandamientos, que se resumen en dos: amar a Dios y al prójimo.

El pueblo los asume, no como una imposición, sino como una propuesta salvadora, como queda reflejado en el salmo responsorial y, sobre todo en la Carta del Apóstol, Santiago:

“La religión pura e intachable a los ojos de Dios es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo” (Santiago.1, 27).

Todo judío debe poner las mejores diligencias en secundar los deseos divinos a través de una obediencia leal y sumisa, que se distingue por la observancia de la Ley.

Sin embargo, ese “no añadir ni suprimir nada” de la tradición judía traería consecuencias negativas.

La llegada del fundamentalismo de los fariseos, erigidos en defensores de la Ley, transforma la mentalidad del pueblo, que se siente esclavizado por tanto precepto imposible de cumplir.

Todo ello deriva en una práctica religiosa, más impulsada por el temor que por el amor.

Jesús respeta la Ley, pero ante las imposiciones de los fariseos, actúa con rotundidad, acusándolos de hipócritas y de haber desvirtuado el mandamiento de Dios por tradiciones humanas, a menudo ridículas y contra el sentido común.

La grandeza del corazón de Jesús y su radical libertad no puede quedar empañada por la estrechez de miras de los fariseos en lo referente a las purificaciones.

El evangelio según San Marcos, que hoy hemos vuelto a retomar, critica duramente estas actitudes, no porque sean malas en sí mismas, sino porque apartan al hombre del verdadero espíritu y sustancia de la Ley, que no es otro que

“la misericordia, la justicia y la lealtad” (Mateo.23, 23).

Lo que realmente hace daño al creyente y lo convierte en impuro no viene de fuera, sino de dentro de su corazón.

“El sábado, según Jesús, ha sido concebido al servicio del hombre, no el hombre para el sábado” (Marcos 2, 27).

San Pablo añadirá que la práctica estricta de la letra de la Ley, sin amor de trasfondo, mata, pero el espíritu la vivifica.

Como en los tiempos de Jesús, lo prioritario, lo que enriquece el corazón y la mente del cristiano sigue, y seguirá siendo, la preocupación por los pobres, los parados, los huérfanos, los marginados y los enfermos, quizás los más pobres de entre los pobres, pues su vida depende de la caridad de sus cuidadores.

La Iglesia debe ser samaritana, sensible con las necesidades de los hombres y comprometida en la lucha contra la corrupción y los abusos de toda índole.

Que las palabras del profeta Isaías nos ayuden a meditar sobre el alcance de nuestra fe y nuestra entrega al prójimo:

“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (Mateo 15, 8-9).

También nos puede servir la plegaria eucarística V/b:

“Danos entrañas de misericordia ante toda miserias humana; inspíranos el gesto y la palabra oportuna, frente al hermano sólo y desamparado; ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido.

Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.

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