jueves, 29 de enero de 2015

San Gildas de Ruis - Abad

Uno de los proverbios que Gildas repetirá más tarde a sus discípulos era éste: «La verdad brilla para el sabio, cualquiera que sea la boca de donde saliere.» Todo su afán desde los días de su infancia fue espiar cualquier vislumbre de esa luz y caminar en pos de ella. Era bretón, celta de pura raza, hijo de uno de aquellos reyezuelos que en tiempo de la invasión sajona se repartían la isla de Inglaterra, «esa isla—son sus palabras—arrojada por la mano de la Providencia a la parte de Occidente para mantener el equilibrio del mundo y servir de necesario contrapeso». No obstante, al patio del castillo prefiere los bancos de la escuela. A los siete años aprende a leer en Nant-Garvan, un monasterio que se levanta en una isla desierta, al oeste de la región. Estudia latín, retórica, griego, y a la vez empieza a ser un pequeño asceta. Quiere imitar a su maestro Illtud, que un buen día abandonó a su mujer, a sus hijos y a sus compañeros de armas para venirse a la soledad, donde se ha hecho un asceta y un sabio. Ahora Illtud ayuna, pasa la noche rezando, comenta La Eneida y La Farsalia, y forma a sus discípulos con una paciencia infinita. Los discípulos le rodean cariñosos, le impacientan de vez en cuando, aprenden las cosas que él les enseña, arrojan la red en la playa, guiados por él; cultivan el campo del monasterio, y espantan a los pájaros que vienen a comerse las frutas maduras. «El que no trabaja, que no coma», solía decir el viejo asceta.

Un día, Gildas y otros dos compañeros recorrían el campo alejando a las aves que venían a robar la mies de su maestro. Gritaban, corrían, gesticulaban: todo inútil. Las bandadas de tordos, pardillos y gorriones, levantándose de un sitio, caían en otro, devorando las espigas doradas. «Malvados, pajarracos perversos—gritó Gildas, cansado ya de tanto luchar—; vais a ver lo que puede el sabio Illtud; ahora mismo vais a ir delante de nosotros a pedirle perdón de vuestros latrocinios.» Y a estas palabras, la nube de los alados animalitos, lanzando gritos desesperados, se dejó conducir por los tres estudiantes hasta el claustro del monasterio.

—¿Qué es esto?—preguntó el anciano, que salía del oratorio, asustado por aquel ruido confuso de píos y batir de alas.

—Nada, Padre—respondieron los chiquillos—; que estos bichos indóciles no querían obedecernos, y te los traemos para que los castigues.

Lleno de compasión hacia las avecillas y admirado de tanta fe, Illtud dijo a sus discípulos:

—Devolvedles la libertad. El susto de esta cautividad momentánea ha sido bastante castigo. Pero, en nombre de Cristo, les mando que no vuelvan a saquear nuestras mieses. La sencillez de aquellos estudiantes consideraba los milagros como la cosa más natural del mundo. Un amigo de Gildas, viendo a un compañero suyo mordido por una víbora, dijo al abad:

—Mi padre me ha enseñado un medio excelente y fácil, unas cuantas palabras, para curar a nuestro compañero.

—¿Es que tu padre es brujo?—preguntó Illtud.

—Mi padre sois vos—respondió el muchacho—. ¿No os acordáis que hace poco nos hablasteis de un encantamiento que se hace en virtud del poder de Jesucristo?

—Vete, en nombre del Señor—dijo Illtud—, y que el Padre celestial se digne curar al herido.

En otra ocasión, viendo los muchachos que la isla de Nant-Carvan era pequeña y árida, y que el número de sus habitantes crecía sin cesar, se dirigieron al abad en corporación, y Gildas, que era el más elocuente de todos, habló así en nombre de los demás: «Sabio maestro, ayer nos decías que debemos pedir con toda confianza al Señor las cosas útiles, con la certidumbre de conseguirlas. Así, pues, venimos a rogarte que pidas a Cristo, poderoso para escuchar el grito de nuestra fe, que extienda los límites de esta isla y haga fértil su suelo.» Conmovido por estas palabras, Illtud entró en el oratorio, seguido de aquella bulliciosa multitud, y después de orar largo rato, les anunció el prodigio: el mar acababa de retirarse a una gran distancia del monasterio.

Al recoger estos deliciosos relatos, se me viene sin querer a los puntos de la pluma aquella comparación que he leído en alguna parte y no sé dónde: La historia cristiana se parece, en cierto modo, a un viejo castillo cubierto de hiedra. La hiedra es la poesía que cubre, acá y allá, las piedras sólidas de la tradición real. Hay gente perversa que imagina un edificio en ruinas, porque sólo ve la hiedra del exterior; otros, con exceso de ingenuidad, creen que la hiedra es piedra firme; y no faltan, desgraciadamente, hombres bárbaros que quisieran desarraigar las graciosas ramificaciones de la planta. Despreciar una leyenda es tan vandálico como destruir el viejo castillo. Hay que guardar la muralla con toda su decoración. A lo más, está permitido retirar las hojas mientras se estudia la bella disposición de las piedras, para dejarlas de nuevo en su lugar. Tal es el espíritu con que debemos leer la vida de algunos santos, y en especial de estos santos celtas, cuyas figuras han llegado hasta nosotros aureoladas con todos los encantos de la poesía y de la leyenda.

Diez años permaneció el hijo del reyezuelo bretón en la escuela de Nant-Carvan recogiendo todos tos aspectos de la ciencia de Illtud. Es latinista y helenista, sabe leer la Biblia en el texto de los Setenta, ha saludado los grandes problemas de la filosofía, tiene extraordinaria habilidad para las artes manuales y decorativas, copia manuscritos y los ilumina, funde cruces y campanas y posee los primeros rudimentos de la arquitectura. Es grande su erudición eclesiástica y profana: ha leído a Juvenal, Perseo, Marcial, Claudiano y Esopo; conoce las obras de los Padres de la Iglesia, y se ha formado un estilo; un estilo que no se parece nada al de Cicerón o Quintiliano, pero que, a pesar de su oscuridad, de su construcción enrevesada, de su artificioso vocabulario, le coloca en un puesto de honor entre los escritores de aquel siglo de decadencia.

No obstante, el joven estudiante quiere saber más todavía. Cuando ha agotado la ciencia de Illtud, sale de Nant-Carvan, recorre su patria, se embarca en dirección al Continente, y va de monasterio en monasterio preguntando por los hombres que guardan aún encendida la antorcha de la cultura romana. Son siete años de viajes, en que, juntamente con la ciencia; busca la dirección de los espíritus experimentados en los caminos de la perfección. Ama la virtud tanto como el saber. Es paciente, dulce, afable; come pan de cebada cocido en el rescoldo, odia la carne, se abstiene de miel, leche y vino; de aquí el mote de Aquarius que le dan por donde pasa; duerme reclinado sobre una piedra, y con frecuencia, durante la noche, permanece en un estanque de agua helada mientras reza tres veces la oración dominical.

A los veinticinco años, ordenado sacerdote, el estudiante se convierte en predicador, en apóstol, en misionero andariego e infatigable. Una inquietud febril le lleva desde el Támesis al Clyde, desde Gales a Irlanda. Camina con su báculo de espino, y, como todos los santos celtas, lleva a la cintura la esquila de plata, símbolo de su autoridad. Destruye entre sus compatriotas los últimos retoños del pelagianismo, confunde a los paganos, anatematiza los vicios, enseña el trivium y el quatrivium en los monasterios, y pasa de valle en valle derramando sus palabras de fuego y conteniendo la ola de la barbarie, que parecía llamada a destruir en la Gran Bretaña los últimos baluartes del Cristianismo. Si los pueblos le bendicen y los monjes buscan su enseñanza, los clérigos le miran recelosamente y los magnates le temen. El rey Arturo, el Arturo famoso de la Tabla Redonda, pierde en su presencia los ímpetus de su bravía fiereza. Un día, con las manos teñidas en sangre, se arroja a los pies del misionero pidiendo perdón y penitencia. Aquella sangre es la del rey de Aicluyth, el propio hermano de Gildes. Era el único que se resistía a formar la gran confederación bretona para combatir a los sajones del sur; pero su resistencia ha sido castigada con la muerte. Con el asesino a sus pies, Gildas tiembla agitado por el huracán de la venganza. Si un demonio hubiera puesto entonces el puñal en su diestra, tal vez su brazo no hubiera podido contenerse; late aceleradamente su corazón, la ira enrojece su rostro, pero de sus labios salen palabras de bondad y de dulzura. Llora, perdona y huye, se apresura a salir de aquella tierra, cuya hermosura comparaba él a la de una esposa en el día de su felicidad. En el naufragio, decía con frecuencia, el que puede, nada. Navi fracta, qui potest natare natat.

La segunda patria de bretón era entonces la Armórica, la lengua de tierra que se mete en el mar al otro lado del estrecho. Allí hay monasterios bretones, misioneros bretones y principados formados por caballeros venidos de la Bretaña insular. Allí dirige ahora Gildas sus ojos. Otros condiscípulos suyos le han precedido. Todos son fundadores de monasterios, Padres de monjes, legisladores y organizadores de trabajo. En un promontorio frente al mar, rodeado de tierras fértiles y tupidas selvas, nace el monasterio de Ruis. El desterrado dirige, organiza, congrega y legisla. Aún quedan los escritos reveladores del concepto austero que tenía de la vida religiosa. El penitencial que regulaba los castigos de los monjes es severo y disparatado: el que robaba un vestido, debía hacer dos años de penitencia; el que quebrantaba el voto de castidad, tres; el que no hacia lo que se le mandaba, era castigado a ayunar un día entero. La pereza recibía un castigo aún más duro que la embriaguez. El espíritu de Ruis es el mismo que el que San Columbano establecerá en Luxeuil un siglo más tarde. «No obstante—dice el fundador—, la abstinencia es inútil sin la caridad. Los hombres que sin ayunar ruidosamente, sin privarse inmoderadamente de las criaturas del Señor, se preocupan sobre todo en conservar delante de Dios, en el hogar de su alma, un corazón puro, son mejores que aquellos que no comen carne, ni asisten a los festines del siglo, ni usan carros y caballos, pero se creen superiores a los demás; porque la muerte ha entrado en ellos por la ventana del orgullo.»

El maestro ambulante empieza ya a enamorarse del retiro. La experiencia de los hombres tiene su alma lacerada, y ahora necesita soledad. No le basta la del monasterio, sino que ansia la de los anacoretas; y no lejos de Ruis, entre bosques de encinas y castaños, encuentra una gruta profunda y apartada, que va a ser el refugio de su vejez. Él mismo se construye el oratorio, se muele el grano machacándolo en una piedra y se cuece el pan de cebada que le alimenta cada día. Allí reza, medita y lee. El estruendo de las olas le trae de cuando en cuando ecos del otro lado del mar. Piensa en su tierra, en sus divisiones, en sus desgracias. El rey Artus ha muerto ya, su confederación se ha deshecho; los sajones empujan por el Mediodía; los cinco reyes celtas irritan al Cielo con sus lujurias y sus querellas; los clérigos se hacen participantes de sus vicios y sus maldiciones.

Ante este espectáculo, el solitario se siente movido por la inspiración, y escribe un libro magnífico, De la ruina de Bretaña, que es una historia y una filípica, una sátira virulenta y un sermón terrible, una elegía empapada en llanto y una diatriba hiperbólica, en que, a través de las reminiscencias bíblicas, vibra el grito de la elocuencia, arde la llama del apostolado, palpita el ardor del patriotismo y relampaguea a la vez la indignación del profeta y la exaltación del tribuno. Primero, el historiador cuenta; cuenta lo que fue su tierra en tiempos pasados; después, el patriota gime profetizando el diluvio de sangre que se avecina. Su pluma pinta con colores sombríos: «Mi patria—dice—tiene sus reyes y sus jueces; pero sus jueces son impíos y sus reyes son tiranos. Tiene muchas mujeres, mujeres cortesanas y adúlteras; juran para caer en el perjurio; hacen promesas, y las violan inmediatamente; toman las armas, pero contra sus conciudadanos; persiguen a los ladrones, y luego los sientan a su mesa... Así el tiranuelo Constantino, leoncillo de la leona inmunda de Domnonea. En su corazón, estéril para toda otra semilla, ha plantado la viña de Sodoma, fertilizada por el rocío emponzoñado de sus desórdenes; la planta ha crecido y ha terminado por dar sus dos frutos nefandos: el homicidio y el sacrilegio. ¿Por qué le extrañas de mi lenguaje, verdugo de tu alma? Vuelve a Cristo, arroja la carga inmensa de tus crímenes, si no quieres arder eternamente en los torrentes del fuego.»

Así hablaba el anacoreta en el frenesí de su indignación sagrada. Su libro se leyó en los castillos y en los monasterios. Algunos de los que en él eran atacados nominalmente, se convirtieron e hicieron penitencia; otros continuaron en su impiedad, persiguiendo con su odio al violento anacoreta, que había osado sacarlos a pública vergüenza. La vida del abad de Ruis se encuentra desde este momento expuesto a las asechanzas de los jefes bretones y del clero relajado de su tierra. Un día llegan cuatro asesinos que quieren arrojarle al mar. La leyenda ha hecho de ellos cuatro demonios vestidos de monjes. Venían para invitarle a ir a las exequias de un santo abad que había muerto en una isla cercana. Gildas accedió y subió al navío que le presentaron los falsos hermanos. Ya en alta mar, invitóles a rezar las Horas; a lo cual respondieron ellos: «No es posible entretenerse en esas cosas, porque llegaríamos tarde al monasterio.» Pero, como insistiese el abad, uno de los cuatro gritó lleno de sana: «Vamos, necio, ya nos estás corrompiendo con tus Horas.» Gildas entonó el Deus in adjutorium, y en el mismo instante barca y monjes desaparecieron en medio de una gran llamarada, quedando sólo el abad apoyado en las olas del mar.

A pesar de todas las persecuciones, este hombre grande murió tranquilamente, rodeado de sus discípulos y admirado por los santos de su raza, que, como Finian, el apóstol de los pictos; Brendano, el famoso descubridor de islas, y Cadoc, el que lloraba por temor de que Virgilio estuviese en el infierno, se honraban con su trato y su amistad.

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