lunes, 29 de diciembre de 2014

Santo Tomás Becket

Todo parecía presagiar una era de venturas para el reino de Inglaterra. Un rey joven, valiente, emprendedor, acababa de subir al trono (1155). Diplomático y guerrero, astuto a veces en sus negociaciones, y a veces brutal. Enrique Plantagenet unía a una gran ambición una rara inteligencia práctica y una constitución robusta en extremo: estatura mediana, brazos musculosos, miembros atléticos, abundante cabellera rubia, que enmarcaba en tres líneas netas un rostro de rasgos enérgicos y acentuados. Uno de los primeros actos de su gobierno fue nombrar canciller al arcediano de Cantorbery, Thomas Becket.

Becket, hijo de un caballero normando establecido en Londres, estaba entonces en la plenitud de la vida. Su carrera había sido prodigiosa. Las escuelas de París y de Bolonia habían admirado durante algunos años al joven estudiante de vivo ingenio, de talla elevada, de color pálido, realzado por los negros cabellos, de nariz fuerte y ligeramente encorvada, que parecía indicar un carácter vigoroso, y de ojos claros y tenaces, que desde el primer instante se daban cuenta de todo. En París, sobre todo, quedaba el recuerdo del adolescente aplicado, ingenioso, de humor agradable y de vida inmaculada. Hasta se había formado a costa suya una graciosa leyenda. Al llegar la Cuaresma, los estudiantes tenían costumbre de reunirse para hacer el elogio de su dama, presentando algún regalo recibido como prenda de su amor. Como Tomás no tenía amiga ninguna, sus compañeros empezaron a hacerle el blanco de sus burlas. Entonces, el piadoso joven deja la asamblea, encomendándose íntegramente a María, y vuelve al poco tiempo con una cajita de marfil artísticamente labrada, que contenía, en miniatura, un juego completo de vestidos pontificales.

Al volver a su patria encontró el hogar deshecho y la hacienda destruida por las revueltas políticas. Vacila algún tiempo sobre el camino que ha de seguir, y logra finalmente ser admitido en el séquito del arzobispo de Cantorbery. Algunas misiones delicadas llevadas a cabo en Roma por encargo de su señor empiezan a formarle en el manejo de los asuntos y de los hombres y a descubrir su talento de diplomático y administrador, a la vez que la integridad de su carácter. Arcediano de Cantorbery en 1154, ocupaba ya un puesto eminente en la Iglesia de Inglaterra cuando le llega el nombramiento de canciller del reino, con todos los honores, baronías, rentas y tenencias de castillos anejos a esta dignidad. Las gentes le llamaban el segundo rey de los cuatro reinos. Su vida en este tiempo era fastuosa y espléndida: lebreles, halcones, gerifaltes, partidas de caza, prodigalidades principescas, reuniones mundanas y gustos del más brillante cortesano. Corría detrás de los ciervos y los jabalíes, jugaba a los dados y al ajedrez, hacía regalos espléndidos y usaba los vestidos más preciosos y elegantes. Una escuadrilla de seis navíos estaba a su disposición para cuando tuviese que navegar en servicio del rey; todos los marinos se apresuraban a servirle, porque sabían que su remuneración había de ser regia. A su mesa se sentaban siempre numerosos convidados, y el mismo rey se presentaba con frecuencia sin avisar para disfrutar de la charla de su canciller. Enrique gozaba teniéndole a su lado. Un día cabalgaban los dos por las calles de Londres. Era en medio del invierno, cuando la nieve llenaba las calles. Viendo un mendigo cubierto de harapos, dijo a Becket:

—Mira ese pobre medio desnudo. ¿No te parece que sería una obra de caridad darle un buen capote?
—Efectivamente, señor—respondió el canciller—; y he aquí que llega a implorar vuestro socorro.
El pordiosero va a cruzar entre aquellos dos caballeros, desconocidos para él, cuando Enrique le detiene, diciendo:
—Dime, amigo, ¿te gustaría tener una buena pelliza?
«Es una burla», pensó el pobre; pero el rey, volviéndose hacia Tomás, le dijo:
—Puesto que esta obra de caridad vale tanto, quiero dejarte todo el mérito.

Y se esforzaba por quitar al canciller su pelliza de escarlata forrada de armiño. Becket se defendía, pero era demasiado buen jugador para no perder la partida.

Este favor del rey, prolongado durante cerca de ocho años, no era del todo desinteresado. Enrique, que en el fondo era un verdadero político, comprendía que había encontrado un gran estadista en quien el talento corría parejas con la fidelidad. De hecho, el canciller se entregaba por completo a la defensa de los intereses del rey, dejando a los obispos el cuidado de velar por los de la Iglesia. Jurisconsulto consumado y hábil financiero, tan capaz de una decisión enérgica que requiriera la fuerza armada, como de un expediente jurídico, viósele reprimir el bandidaje, aterrorizar a los usureros, favorecer la agricultura, mantener a raya a la nobleza, reorganizar la justicia, aumentar el prestigio exterior y asegurar la prosperidad y la paz en el reino. Sin embargo, cosa extraña, este hombre, que en el ejercicio de su cargo se hacía temer de los más poderosos y en su tren de vida rivalizaba con los príncipes, era casi un asceta en su vida privada: irreprochable en sus relaciones sociales, caritativo hasta lo inverosímil con los necesitados, de una nobleza de corazón que no le abandonaba jamás. Sus tesoros estaban ocultos, y el mismo rey apenas pudo entreverlos. Muchas veces tendió a su amigo lazos de muy delicada naturaleza; pero Tomás evitaba sin ruido el peligro, disimulando el esfuerzo que le costaba vencerlo. El lujo dominaba en su mesa; pero él personalmente observaba una sobriedad monacal. Varios testigos confesaron, algo después de su muerte, que jamás se pudo averiguar nada contra la integridad de su vida durante su estancia en la corte.

Engañado por la actividad infatigable de su canciller y por aquel boato exterior, el Plantagenet no vio más que un aspecto de su carácter. En el fondo, Tomás era, ante todo, y debía serlo hasta el fin de sus días, un hombre del deber, que llevaba tal vez hasta el exceso la conciencia de la fidelidad profesional. Su misma fastuosidad era para él un medio de servir mejor al rey y al reino, y lo mismo pensaban todos en la corte y fuera de ella. Sin embargo, en los centros monásticos todo aquello extrañaba y aun escandalizaba. Jugaba un día Tomás al ajedrez en Rouan, donde estaba convaleciendo de una grave enfermedad, cuando acertó a entrar el prior de Leicester, que, al verle vestido de una espléndida hopalanda de mangas amplísimas, como entonces se llevaban en Inglaterra, le dijo:

——Pero ¿en qué pensáis? ¡Un clérigo con este vestido, y, según se susurra en la corte, un primado!

—Eso me parece imposible—replicó Tomas, sin emoción—, y a la vez espantoso, pues; me sería preciso escoger entre el favor del rey o el de Dios.

No obstante, el rumor tenía fundamento. En la primavera de 1162 Becket fue a despedirse del rey antes de volver a Inglaterra.

—Me ha parecido que vuelvas cuanto antes a la isla—-dijo Enrique—, porque quiero que seas arzobispo de Cantorbery.

El canciller, echando una mirada sobre su traje mundano, respondió sonriendo:

—¡Buen religioso habéis escogido para gobernar una sede tan ilustre!

Y viendo que el rey hablaba en serio, añadió con gravedad:

—Señor, si así fuese, quiero que sepáis que el favor con que me honráis ahora se habría de trocar pronto en un odio implacable; porque, tratándose de cosas eclesiásticas, tenéis exigencias que yo no podría tolerar.

No comprendiendo el alcance de estas palabras, el rey mantuvo su decisión, y Tomás acabó por ceder a sus instancias, apoyadas por el legado pontificio.

Desde este momento, el clérigo triunfó del canciller, y las inclinaciones del asceta, escondidas hasta ahora en el santuario de la vida íntima, aparecieron al exterior con toda su rigidez. Fue una transformación como la que se obró siglos adelante en la existencia de Carlos Borromeo. La fisonomía del arzobispo de Milán tiene muchos puntos de contacto con la del arzobispo de Cantorbery. Aquellas maneras guerreras y fastuosas desaparecieron completamente; el hombre de Estado quedó convertido en hombre de Iglesia, con largas lecturas espirituales, ásperos cilicios, disciplinas, coro, pobreza y demás rigores monacales observados entonces en el cabildo de la iglesia cantuariense. A esto juntaba la administración de la justicia y el cuidado de los bienes territoriales de la diócesis, que hacían de él el primer lord del reino. Su nueva vida le permitió reflexionar mejor sobre los peligros del absolutismo que intentaba imponer el rey, que hería de un mismo golpe los derechos de la Iglesia y las libertades tradicionales de la nación.

El choque previsto por el canciller desde el momento de su elección se produjo irremediablemente. Un día anunció el rey a los príncipes del país que en adelante el fisco real se reservaba una contribución que antes pertenecía a los señoríos civiles y eclesiásticos. La asamblea, estupefacta, guardaba silencio, cuando el primado tomó la palabra en nombre de todos, diciendo:

—Señor rey: vuestra alteza no puede apropiarse ese dinero.
—¡Por los ojos de Dios!—repuso el rey, encolerizado—, mi fisco exigirá este censo.
—Por el mismo juramento—replicó Becket con serena majestad—, juro que ninguno de los terratenientes de mis iglesias entregará una sola moneda a vuestro fisco.

El rey no respondió, pero todos comprendieron que estaban rotas las hostilidades. Poco después hubo un nuevo encuentro con motivo de la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos. Tratábase de exigir que todo clérigo culpable fuese remitido al tribunal del rey para sufrir su pena. El episcopado en masa se opone, alegando que aquello era contrario a todos los usos de Inglaterra. Enrique cambia de táctica y se contenta con pedir a los obispos que acepten las viejas costumbres. Descubriendo el lazo, Tomás se conforma con las viejas costumbres, pero «salvo el derecho de la Iglesia». Enrique comprende que ha sido burlado; pero, hábil en recursos, trabaja para dividir al episcopado, negocia en Roma, y logra una carta en que se invita al arzobispo a ceder en bien de la paz. Tomás acepta la fórmula real, pero «dejando a salvo la buena fe». El rey se declara satisfecho, y el 30 de enero de 1164, en la asamblea de Clarendon, redacta en dieciséis artículos las viejas costumbres, y exige su aceptación. Tomás promete verbalmente su observancia, pero no tarda en darse cuenta del sentido regalista que inspiraba aquella legislación. Entonces, pesaroso de haber claudicado momentáneamente, pronuncia contra sí mismo una suspensión a divinis, se abstiene de todo ministerio eclesiástico, hace las más duras penitencias y escribe al Papa implorando su perdón. Alejandro, en una respuesta paternal, le consuela, recordándole que en toda obra lo que importa es la intención. La suya ha sido buena y no tiene por qué atormentarse de aquella manera.

Entre tanto, el rey estaba furioso. Tomás es arrastrado delante de un tribunal de caballeros y condenado a prisión perpetua; pero logra evadirse entre las aclamaciones de la muchedumbre y los vituperios de los cortesanos. A un magnate que le llama traidor, responde con estas palabras:

—Si no tuviese este orden sagrado, os diría en el campo quién soy.

En Francia, Luis VII le recibe con veneración. El Plantagenet le reprocha su generosa hospitalidad «con un ex arzobispo».

—¿Un ex arzobispo?—responde el rey francés—. ¿Quién, pues, le ha depuesto? También yo soy rey, pero no puedo deponer al menor clérigo de mi reino. La política brutal de Enrique va más lejos. Amenaza a Alejandro III con ponerse bajo la obediencia de un antipapa que acababa de crear el emperador alemán Federico Barbarroja. La situación es difícil en Roma. Nombrado legado pontificio y habiendo vuelto, con ese motivo, a Inglaterra, Tomas Becket se dispone a excomulgar a Enrique, pero en la corte pontificia le detienen. Con grosera insolencia, Enrique se jacta de haber triunfado, de tener al Papa en el puño, y de haber comprado a los cardenales, y exige a Tomás que se someta a las «viejas costumbres» sin reserva alguna. «Nuestros padres—responde el arzobispo—murieron por no querer callar el nombre de Cristo, y yo tampoco suprimiré el honor de Dios.»

El día de Navidad de 1170, estando en su castillo de Bur, Enrique II, arrebatado por una de aquellas cóleras que tan bien conocían sus cortesanos, exclamó súbitamente:

—¡Cobardes, follones!
—¿Qué pasa señor? Decidnos en qué puede serviros nuestra espada.
—¡Cómo!—replicó el rey—. ¿No veis a ese clérigo? Vino a mi corte sin un perro chico, comió mi pan y se rebeló contra mí. ¿Y no habrá nadie que me libre de él? Estas palabras eran una evidente provocación al asesinato, y así lo comprendieron unos caballeros que había entonces en el castillo. Dispuestos a ejecutar aquella orden disfrazada, empezaron a tomar toda suerte de precauciones. Dos días después, Cantorbery amanecía rodeado de hombres de armas. Gentes sospechosas vagaban en torno al monasterio de San Agustín, junto al cual el arzobispo tenía sus habitaciones. Tomás comprendió que sus días estaban contados. En la noche del 28 al 29, después de rezar maitines, abrió la ventana y permaneció largo tiempo silencioso. Luego, dirigiéndose bruscamente a los que le asistían, interrogó:
—¿Podríamos llegar al puerto de Sandwich antes de amanecer?
—Ciertamente—respondieron.

Pero el arzobispo murmuró, mirando otra vez al Cielo:

—Que se haga la voluntad de Dios y en la Iglesia que Él me ha dado.

Al día siguiente, Tomás bajó al refectorio, como de ordinario. Terminada la comida, se retiró a su habitación con algunos monjes, entre los cuales estaba Juan de Salisbury, y allí conferenció algún tiempo con ellos, sentado sobre la cama, que, más que para descansar, le servía para decorar la sala. A eso de las tres de la tarde la puerta se abrió y entraron cuatro caballeros, que se sentaron frente al primado sin decir palabra. Al fin, uno rompió el silencio saludando con el saludo que se dirigía a las gentes de humilde condición:

—Dios te ayude.
— Un vivo rubor coloreó el rostro de Tomás, pero se contuvo. Después, uno de los cuatro le intimó las voluntades del rey.
—No puedo—contestó Tomás, y añadió—: Todo el que ofenda a la Iglesia de Dios, me encontrará en su camino.

Los caballeros abandonaron la habitación, pero una hora más tarde sus hombres llenaban el claustro. Era el momento en que tocaban a vísperas. Serenamente, el arzobispo se dirigió a la iglesia con algunos familiares.

—¿Dónde está el traidor?—gritó una voz en el sagrado recinto.

Nadie contestó.

—¿Dónde está el arzobispo?—dijeron a una los asesinos.

—El arzobispo está aquí—respondió Tomás—; el traidor, no.

Uno de los cuatro, asiendo su capa, intentó sacarle del templo; pero el arzobispo se agarró fuertemente a una columna, diciendo:

—¡Truhán, termina aquí mismo tu crimen!

Fulguró una espada en la penumbra invernal, viniendo a dar en la cabeza del mártir. Después un hacha cae en el mismo sitio. Tomás sigue en pie, rezando. Un tercer golpe le arroja en tierra. La corona episcopal, la parte superior de la cabeza está casi desprendida del resto del cráneo; pero la santa víctima recoge el último aliento para decir de rodillas ante el altar de San Benito:

—Muero por el nombre de Jesús y la defensa de su Iglesia.

Tomás, muerto, consiguió el triunfo de la causa por la cual había luchado toda su vida. El rey, sobrecogido de espanto, en encerró en su palacio sin hablar con nadie durante varios días. La Constitución de Claredon fue anulada, se restablecieron los viejos privilegios, se reconoció la justicia de las reclamaciones del muerto, y mientras en Roma se canonizaba al defensor de las libertades eclesiásticas, vióse en Cantorbery a Enrique Plantagenet arrodillarse, como peregrino y penitente, ante la tumba de su antiguo canciller, y, despojado de las insignias de la nobleza, someterse a la vergüenza de la flagelación en presencia de los obispos, los abades y los monjes.

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