viernes, 31 de octubre de 2014

San Wolfgango de Ratisbona

Nacido de una noble familia de Suabia, fue durante la primera parte de su vida un apasionado de las letras. A los siete años le ponen a estudiar la gramática; a los doce empieza a frecuentar la escuela de Reichenau, famosa por sus escribas, por sus pintores y por sus gramáticos. Sus condiscípulos se ríen de lo poco eufónico de su nombre y aun de su significado; Wolfango, o, mejor, Wolfgango, quiere decir: andar de lobo. Él solía traducirlo al latín, y se llamaba Lupámbulo, y así, en el estante de su librería, estaba escrita esta frase: «Esta sala construyó Lupámbulo, el monje.» «No se llamó así—advierte Otión el gramático, su biógrafo—por ninguna condición ignominiosa que hubiese en él, sino porque era un nombre muy usado en su familia; además, es bien claro que el nombre no justifica ni condena a nadie.»

Sea como quiera, el joven suabio dejaba decir y se entregaba con toda su alma al estudio de los clásicos; supo que en la catedral de Wurzburg había entonces una escuela famosa, y allí se dirigió con su amigo y condiscípulo Enrique de Babemberg. Esteban de Novara, jefe de los estudios, era un maestro pedante y muy pagado de su saber. Recibió a los dos jóvenes muy satisfecho de ver que venían de lejos por el prestigio de su fama, pero no tardó en percatarse de que el nuevo discípulo podía ser un rival temible. Y sucedió un día que Esteban se hizo un lío explicando un pasaje del libro que servía de texto en las escuelas medievales, Las bodas de Mercurio y la filosofía de Marciano Cápela. Los estudiantes, que no habían entendido nada, pidieron a Wolfango que les explicase lo que el maestro no había sabido explicar; él lo hizo sencillamente, y al día siguiente fue arrojado de la escuela. Al poco tiempo, su amigo Enrique, nombrado arzobispo de Tréveris, le encomendaba la dirección de las escuelas de su catedral (956). Durante ocho años fue un maestro, un escolástico, como entonces se decía, grave y austero. Nunca exigió paga alguna ni admitió regalos, pero era exigente tratándose de estudios y disciplina. Explicaba los poemas de Virgilio y las historias de Tácito, pero se proponía, ante todo, formar buenos clérigos.

Y he aquí que muere su amigo, que era el único lazo que le ataba al mundo; San Bruno el Grande le llama a continuar sus lecciones en Colonia; pero él abandona sus títulos y sus bienes, y a la edad de cuarenta años viste el hábito benedictino en Einsiedein. En aquella confusión general que acongojaba a la cristiandad al desmoronarse la obra de Carlomagno, la Orden monástica había caído en la mayor postración. Parecía agotado todo vigor espiritual, era difícil encontrar el texto mismo de la Regla benedictina, y había que recorrer muchas leguas—dice un escritor de aquel tiempo—para dar con un monje observante. Desde la primera mitad del siglo X empiezan a formarse algunos focos de restauración; Cluny lanza a Borgoña el grito de reforma, y sus ecos resuenan con entusiasmo en la abadía suiza de Einsiedein, ilustre aún en nuestros días. Wolfango ha oído aquella voz; es como una réplica de la que algún tiempo antes resonaba en el fondo de su alma. Reforma, reforma: ésa era su obsesión desde que dirigía las escuelas de Tréveris. Ha comprendido que si el mundo necesita lecciones, tiene aún mucha más necesidad de acción. Se da cuenta de la verdadera situación de la sociedad germánica, a que pertenece. Ha sido bautizada, pero no es cristiana todavía. Ha entrado sinceramente, ardientemente, en la sociedad cristiana, que la ha recibido con ternura maternal. Aquellos hombres semibárbaros respiraban con gratitud la atmósfera del cristianismo; saboreaban las certidumbres, las esperanzas y los consuelos de la religión; la majestad de la Iglesia les subyugaba, y la grandeza moral de sus obispos les llenaba de admiración. Como las fieras de sus bosques, ellos caían también amansados en presencia de aquellos ancianos semidivinos que los introducían en el santuario y desplegaban a sus ojos la magnificencia de un culto que hablaba a su corazón, a la vez que a su imaginación y a su inteligencia. No obstante, quedaba aún por hacer otra conversión más profunda; el paganismo seguía enroscado en aquellos corazones, llenos aún de las taras hereditarias de la barbarie. La moral evangélica no entraba en ellos sino levantando las protestas enconadas del vicio y del error.

Wolfango vio con claridad su misión: profundizar en las almas de sus compatriotas, cultivarlas pacientemente, purificarlas. En aquel mismo ambiente, Bruno de Colonia nos ofrece el tipo del obispo que es a la vez un gran político; Bernardo de Hildesheim se nos presenta como un renovador de cultura, como un civilizador; él será, ante todo, un misionero, un reformador. Seis años había vivido en el monasterio enseñando, practicando rigurosamente la regla y empapándose en aquella atmósfera de renovación moral, cuando en su afán de hallar un campo más vasto a su actividad, se dirige a predicar el Evangelio a los húngaros, aquellos hombres feroces que unos años antes habían aparecido en el centro de Europa sembrando el espanto y la ruina. Llevábanle a esta empresa sueños misteriosos, que no eran más que un eco de su voz interior. Pero la mano de Dios le guiaba. Cuando estaba más embebido en su misión, recibe la noticia de que le han nombrado obispo de Ratisbona, También su diócesis es tierra de misioneros; toda la Bohemia está sometida a su jurisdicción. Es un campo inmenso lleno de mies, que le inquieta y le alegra al mismo tiempo. Pero antes de conquistar es preciso reformar. Empieza por los monjes. La disciplina de Einsiedein pasa a Ratisbona y desde allí se extiende por toda Baviera. Los monasterios se convierten en cuarteles generales de apostolado. De ellos salen los evangelizadores de Checoeslovaquia y sus primeros obispos. Wolfango ha querido dividir su diócesis, creando el obispado de Praga. Muchos se lo critican. «De todas partes os alaban—le dicen—; pero es un absurdo perder así vuestra jurisdicción en un gran territorio. Hay que condimentar la locura evangélica con la sal de la sabiduría.» «No me importa que me llamen loco—responde él—; ya decía San Pablo que la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios.»

La reforma continúa con el clero regular. Es preciso, ante todo, formar la conciencia con respecto a la ley del celibato y en ella insiste el obispo sin cesar. «Muchos—solía decir el obispo—viven en un error tan grande, que creen poder borrar sus crímenes con la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo»; y les recordaba las palabras del profeta: «Mi amado ha obrado mal en mi casa; ¿acaso podrán limpiarle las carnes santificadas?» Proveía a las parroquias de misales, vestimentas y vasos sagrados, .y habiendo sabido que algunos sacerdotes celebraban con agua por carecer de vino, lo lamentó y encargó a doce de sus criados que recorriesen constantemente la tierra para socorrer todas las necesidades. Él iba también con frecuencia de pueblo en pueblo, visitando las parroquias, confirmando y predicando. Las gentes le seguían ansiosas de recoger su doctrina, en la cual se mezclaba sabiamente la dulzura con la severidad.

Monje ante todo, aborrece toda ostentación, y en cuanto le es posible sigue las costumbres aprendidas en el monasterio. También él construye fortalezas para defender a sus gentes de sorpresas militares, pero no es el tipo del obispo cortesano y gran señor. Los que no pueden comprender la sublimidad de aquella sencillez, se la critican acerbamente y le desprecian. Un caballero decía: «¿Acaso no hay en el reino ilustres personajes, para que ese emperador imbécil nos mande a este monje andrajoso?» Tal vez estas palabras nos revelan el gesto amargo de la nobleza ante la conducta del obispo. Sus amigos no eran los señores de la tierra, sino los pobres. Las arcas episcopales, las bodegas y los graneros estaban siempre abiertos a todas las necesidades. Donde quiera que iba, siempre tenía a su lado una escolta de mendigos, a los cuales solía llamar sus hermanos y señores. Le acompañaban en la comida, en la lectura, en la oración y en los viajes; a cualquier hora tenían libre acceso en el palacio y sitio para hospedarse en él. Cuenta su biógrafo que una noche uno de estos hombres que le hacían compañía cortó una parte de la cortina que pendía delante de su lecho, y huyó; pero apresado por uno de los camareros, fue llevado a presencia del obispo para recibir el castigo conveniente. Él, lejos de irritarse, arguyó que mayor culpa tenían los encargados de guardar el dormitorio, y volviéndose luego a aquel desgraciado, le dijo:

—¿Cómo te has atrevido a hacer eso delante de mí?

—Señor—respondió el mendigo, temblando—, yo sabía que sois bueno, y ya veis la necesidad que tengo de un poco de lienzo para cubrirme.

—¿Veis?—dijo Wolfango, dirigiéndose a sus servidores—. La culpa es vuestra; si este hombre estuviese bien vestido, nunca se le hubiera ocurrido robar. Vestidle pronto, y si después viene cortando las cortinas, podremos pensar en castigarle.

Así fue la vida de este hombre admirable, y digna de ella fue también la muerte. Sorprendióle cumpliendo su deber, recorriendo la tierra encomendada a sus cuidados. Sintió la fiebre en el camino, mas no quiso suspender el viaje. Después, viendo que se moría, mandó que le llevasen a una ermita y le colocasen delante del altar. Allí hizo confesión de sus pecados y recibió el Viático. El pueblo se agolpaba en torno suyo, llorando y rezando. Quiso desalojar la ermita uno que le acompañaba, pero él no lo consintió.

—Cerrad las puertas—dijo—, pero que entre todo el que quiera. Soy mortal, como todos, y no debemos avergonzarnos más que de las malas obras. Dejadles que vean en mi muerte lo que en la suya deben temer y evitar.

Estas fueron sus últimas palabras. Después cerró los ojos y se durmió en paz.

Había sido un gran reformador. Durante veinte años había lanzado la semilla infatigablemente. Él no vería el fruto, pero, recogido por Hildebrando, su programa traería días de gloria para la cristiandad.

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