El águila de los Gonzagas se cernía sobre aquellas tierras italianas, en que el paisaje austero de los Alpes retrocede, medroso, ante la gracia risueña de las verdes llanuras, las colinas onduladas y los lagos serenos y dorados por la luz del mediodía. Durante siglos había dominado majestuosa en castillos y .ciudades, desde Mantua a Brescia, desde Ferrara a la frontera de Lombardía, arrebatando capelos y laureles, amontonando riquezas y principados, sojuzgando la región desde las cimas de las fortalezas feudales. Una de esas fortalezas era la de Castiglione, ciudad y alcázar, santuario y jardín, «dulce sonrisa de la Naturaleza», como dicen los italianos. Allí se alzan todavía las torres desde las cuales la marquesa doña Marta, allá en la segunda mitad del siglo XVI, contemplaba pensativa la planicie riente, cortada en la lejanía por la cadena de la montaña, mientras su marido, don Fernando, guerreaba en los ejércitos de don Felipe, rey de las Españas. Todo allí hablaba de una de las dinastías más brillantes de los Gonzagas; el aspecto de las fortificaciones, el lujo de las estancias, el servicio de la cancillería, la guardia de los mosqueteros, los cuarenta caballos que relinchaban en los establos, la casa de la moneda y la mansión señorial con sus pórticos renacentistas y su oratorio adornado de tapices flamencos y lámparas de plata. Cuando el 9 de marzo de 1568 nació el primogénito del margrave hubo fiestas espléndidas, dignas de un palacio real: durante tres días giraron como locas las campanas de la villa, los cañones del castillo atronaron el aire, las fuentes manaron vino en la plaza y se prolongaron los banquetes, las felicitaciones, las poesías y los discursos.
Este niño, destinado a la gloria de los más puros heroísmos, recibió el nombre de Luis, Aloigi. Luis se había llamado también el castellano que tres siglos antes entró, por encargo de un emperador alemán, en la tenencia del señorío de Gonzaga. Fue el primer jefe de la familia, progenitor de condotieros, de príncipes, de cardenales, de sabios y de poetas. Mas he aquí que llegaba al mundo su más ilustre descendiente. Hijo de soldados y aristócratas, será un conquistador a lo divino. Ni la dulce condición de su carácter ni su piedad profunda pueden disimular los bríos de la belicosidad ancestral. El margrave mira complacido la viveza de su heredero, su afición a las cosas de la guerra, su alborozo infantil ante los desfiles del campamento y del cuartel. En el rostro del niño se van dibujando poco a poco los rasgos auténticos de la raza: son límpidos sus ojos, pura su frente, dulce su sonrisa; pero su boca se pliega con un gesto enérgico, su barbilla es firme y sus cejas revelan audacia y tesón. A los cinco años pasea entre los soldados con su brillante armadura, su espadín al cinto, su casco y su arcabuz. Ama la pólvora, que había anunciado su nacimiento. Es travieso y valiente: un día, disparando su mosquete, se chamusca la cara; mas no por eso se intimida. Otro día, mientras la tropa toma el rancho, y en el campo todo es sosiego, estalla el estruendo de un cañonazo. «¡Una sedición!», piensa el margrave, saltando fuera de su tienda. Se hicieron pesquisas y no tardó en aparecer el perturbador, tendido a los pies del cañón. Era aquel pequeño capitán. Desde el siniestro del arcabuz le habían quitado la pólvora; pero aquel día se había deslizado de junto a su ayo, había cogido a un sargento un pote de pólvora, había cargado una pieza de campaña, la había prendido fuego, y, lanzando por el movimiento del cañón, había caído en tierra, malherido. El pequeño soldado se hizo popular entre la tropa; vivía en compañía de los tercios, imitaba su paso marcial, escuchaba sus palabrotas e interjecciones, y a veces las repetía con toda ingenuidad y frescura. Naturalmente, él no sabía lo que aquellos términos significaban; sólo sabía que cuando él los pronunciaba una risa general estallaba en torno suyo; hasta que un día su ayo le llamó, le habló seriamente y le informó de que aquella manera de hablar manchaba los labios. Lleno de vergüenza, el niño comenzó a llorar, y llorará durante toda su vida este gran pecado, que nunca podrá olvidar. En realidad, se trataba únicamente de una sombra de pecado, destinada a hacer más visible el poder de la gracia. Por ella se despertó el alma del niño a la vida sobrenatural, siendo como un revulsivo saludable en aquella conciencia, dotada de una gran sensibilidad moral.
Esto era en los meses primaverales de 1573; algo más tarde, mientras las huestes del marqués de Castiglione se embarcaban en dirección a Túnez, al servicio de Felipe II, el pequeño soldado dejaba definitivamente el uniforme militar y se dirigía hacia el castillo paterno. Ha llegado lo que él llamará la época de su conversión. La vida espiritual empieza a desarrollarse en su alma; dice sus Horas, reza los salmos de la penitencia, rechaza en el oratorio los cojines y las alfombras, y empieza a orientar su vida entera hacia Dios. Obedeciendo a sus padres, va de Castiglione a Mantua, a Luca, a Monferrato: su infancia se desarrolla de corte en corte y de fiesta en fiesta; pero su corazón está ya fijo en el Cielo. A los diez años le vemos en Florencia formando parte del séquito del duque de Toscana. Todo son regocijos en la brillante corte de los Mediéis; la seducción de la vida se junta a la fuerza de la influencia mundana, a los encantos de un arte exquisito, a las gracias de una sociedad elegante, a todas las frivolidades semipaganas del Renacimiento. El joven Gonzaga vive en este ambiente sin perder un instante el equilibrio, sin desviarse un punto de la línea recta que se había trazado en el fondo de su alma. Escribe a su padre contando lo que sucede en torno suyo, los cortejos fúnebres, las pompas palaciegas, las fiestas religiosas, las carreras de perros y caballos que organizan sus compañeros en los artísticos jardines del palacio Pitti; y añade: «Vamos a la iglesia de la Anunciación y pedimos a Dios que nos dé toda gracia y toda prosperidad, con un particular acrecentamiento de alegría y de consuelo. Seguimos bien, practicamos fielmente nuestras devociones y estudiamos con asiduidad.» A veces se le invita a jugar y a danzar, pero él prefiere rezar y construir altares. Sin embargo, alguna vez condesciende con las importunaciones de sus compañeros. Jugaba una vez, de noche, con otros niños y niñas en un salón; y habiendo perdido, le castigaron a besar en la cara la sombra proyectada en la pared por una niña, que se movía en todas direcciones. Luis enrojeció de vergüenza, declarando que no podía cumplir aquella penitencia. Era cuando acababa de pronunciar el voto de virginidad delante de la Anunciata, la célebre pintura tan amada de todos los santos florentinos.
Al cumplir los doce años, Luis vivía ya en las altas cumbres de la contemplación. «Todos sus pensamientos—decía más tarde uno de sus criados—estaban fijos en Dios. Huía de los juegos, de los espectáculos y de las fiestas. Si decíamos alguna palabra menos decente, nos llamaba y nos reprendía con toda dulzura y gentileza. Cuando le llamábamos príncipe y señor, solía decir: Servir a Dios es harto más glorioso que tener todos los principados del mundo.» Un libro de San Pedro Canisio le había introducido en las altas esferas de la contemplación. La realidad de Dios llenaba sus potencias; las cosas del mundo le parecían sombras y fantasmagorías; lo único real y evidente para él era su mundo interior. Se le veía como enajenado, Los domésticos, siempre curiosos, le observaban constantemente, le observaban en su misma habitación, atisbando por las rendijas de la puerta, y le veían unas veces arrodillado, con la mirada inmóvil; otras, con los brazos extendidos o plegados sobre el pecho, sollozando y derramando lágrimas delante de un crucifijo; otras, azotándose tan violentamente, que su sangre corría por el suelo. Hijo del Renacimiento, estudiaba las lenguas clásicas y llegó a escribir elegantemente el latín; pero, entre los escritores profanos, su instinto le llevaba a escoger aquellos que enseñaban una moral austera, una alta noción de la dignidad humana y una noble inclinación hacia la virtud natural. Sus historiadores nos le presentan nutriendo su vida espiritual en los escritos de Fray Luis de Granada y en el catecismo del Concilio de Trento, y su vida intelectual en las obras de Plutarco, de Séneca y de Valerio Máximo. Con el estudio y la oración unía la caridad: recorría las calles de Castiglione, socorriendo a los desgraciados, enseñando la doctrina a los niños, corrigiendo a los maleantes y apaciguando las discordias. El pequeño soldado se había convertido en un pequeño apóstol. Su madre veía todo esto con alegría; su padre, con no disimulado disgusto; pero uno y otro miraban como excesivas las penitencias del muchacho. A los once años, Luis había tenido una enfermedad que los médicos curaron con un régimen de hambre. La enfermedad desapareció, pero el cuerpo quedó deshecho; y, sin embargo, Luis siguió observando rigurosamente sus ayunos de antes. «Lo que antes hice por el cuerpo—decía—bien lo puedo hacer ahora por el alma.» Esto tenía para él una gran ventaja, y es que le dispensaba de asistir a los banquetes. Los odiaba por sus ruidosas alegrías, y, sobre todo, porque en ellos se hubiera visto obligado a alternar con las damas. Esto era su mayor tormento. «¿Qué queréis?—decía él mismo—. Tengo una aversión invencible a las mujeres.» Se le llamaba el misógino.
En 1580, San Carlos Borromeo llega a Castiglione en viaje de visita. En ausencia de su padre, el marquesito se presentó a saludar al cardenal.
Fue una entrevista famosa: el santo adivinó al santo, descubrió las riquezas maravillosas que la gracia estaba depositando en aquel corazón, le alentó y le iluminó. En el curso de la conversación, preguntó el prelado:
—¿Has hecho la primera comunión?
—No—contestó Gonzaga.
—Pues prepárate para recibirla, porque te la voy a dar yo mismo antes de marchar.
Y aquella comunicación suma y tangible con su Dios fue para Luis el principio de una vida nueva, de un nuevo entusiasmo para caminar a la conquista de la perfección. Un ideal más alto empieza a brillar delante de sus ojos; y él. que por temperamento tiende al heroísmo, que tiene un espíritu moderado en la forma, pero en el fondo exigente, se dispone audazmente a conseguirle. El ambiente convencional de la corte, con su gravedad etiquetera, se hace cada día más estrecho para su alma enamorada de la belleza infinita. Esta repugnancia le persigue en Mantua, en Florencia y en Castiglione; pero es en Madrid; en presencia del monarca más poderoso de la tierra, en la capital de un Imperio que se estremece con el ruido de las victorias y las conquistas y manda sus virreyes y capitanes a medio mundo, donde Luis se decide a hacer el sacrificio de todas sus dignidades. Ha venido a España como paje de los infante;, y, más que nunca, se encuentra metido en la vida palatina, en las ceremonias cortesanas, en los convencionalismos, las recepciones y las fiestas. Se alaba su ingenio, se le augura un bello porvenir en el mundo, y como no piensa en hacer sombra a nadie, se conquista la simpatía de todos. Triunfa en las disputas académicas, y aún tenemos el discurso con que saludó a Felipe II cuando sus armas le pusieron en posesión del reino de Portugal: latín elegante, estilo simple y enérgico, habilidad retórica, recuerdos clásicos y delicadeza en el panegírico.
Nadie diría que el joven ha empezado ya una lucha tenaz, que entre él y su padre se desarrolla ya el largo y complicado drama de su vocación. «Quiero hacerme jesuita», le ha dicho a su padre; y su padre le ha mirado colérico, le ha llamado mal hijo y le ha arrojado de su presencia. El joven suplica, razona, discute, pero el marqués no quiere oír nada. Llega a sospechar que el carácter grave de la corte española está ensombreciendo el alma de su hijo, y le traslada a su patria. Ante sus ojos, aquella Italia del Renacimiento despliega todo el poder de sus seducciones: suntuosos palacios, magnificencias artísticas, versos de amor, cortejos principescos, risas de damas, danzas, juegos, músicas y mascaradas. Luis camina a través de todos los regocijos mundanos sin perder un instante el tesoro de su vida interior. Mientras su séquito se divierte, él reza y medita. Cuando llega a una posada, busca un crucifijo y se arrodilla delante de él. Si no le encuentra, traza una cruz en el papel, y esto basta para tenerle abismado largas horas. Si alguna vez le invitan a danzar, huye a encerrarse en su habitación. Milán está en fiestas en el momento de su llegada: la juventud recorre las calles montando soberbios corceles ricamente enjaezados. Las damas se asoman a los balcones y toda la ciudad acude a contemplar a lo más granado de la aristocracia. En la cabalgata aparece también el hijo del marqués de Castiglione, pero va demacrado, viste sencillamente y monta un asno maltrecho, cuyo único adorno es una vieja albarda. El público ríe estrepitosamente, pero eso precisamente era lo que quería el jinete. Entre tanto, Luis lleva adelante con habilidad serias negociaciones, estudia, conversa y cumple con los deberes de su alta categoría. No era un salvaje, ni un antisocial, ni un obseso, ni un hipnotizado por su propia idea.
Al terminar aquel viaje de tentación, el marqués encontró a su hijo tan firme en su propósito como antes. La lucha continúa en Castiglione. Luis resiste heroicamente, sin desobedecer una sola vez a su padre. Tiene un temple de acero, o, mejor dicho, tiene la resistencia omnipotente de la gracia; más que un sentimental, es un intelectual; más que un intelectual, un voluntarioso, en el mejor sentido de la palabra. Pudo decir con toda verdad: «Dios me ha dado la gracia de no pensar más que en lo que quiero.» Dios se la había dado, pero él había puesto una tenacidad heroica para conseguir este dominio. Al principio se distraía en la meditación frecuentemente; pero un día hace la resolución de hacer una hora de meditación sin distracción alguna. Si se distrae, vuelve a comenzar la hora aunque tenga que pasar cuatro o cinco horas arrodillado. De esta especie era su resolución de entrar en la Compañía, efecto, ciertamente, de un impulso de la gracia, pero también de una deliberación madura, de un largo proceso racional. Los más fuertes anhelos tenían en el joven Gonzaga un carácter intelectivo; en medio de los arrebatos de la vida mística, las mismas pasiones eran racionales. El sentimiento le mueve, pero no le guía; la ley, la conciencia, el sentido del deber, imperan sobre los paroxismos del amor. De este modo se establece en aquella rica psicología un equilibrio maravilloso entre las varias potencias: hay una subordinación perfecta del hombre inferior al principio inteligente, una sensibilidad sujeta al imperio de la voluntad, y una voluntad que se pliega infaliblemente, como sin esfuerzo, al dictado de la razón, y una razón que camina delante buscando, discurriendo, analizando con sereno y penetrante criterio. Más que un impulsivo o un entusiasta, Luis es un razonador, un analizador. Posee tal agudeza de observación interna, tiene tan desmenuzados los fenómenos de su conciencia, que, ya jesuita, dejará admirado a su confesor, el sabio Belarmino, por la perspicacia con que distribuye el tumulto de movimientos, estímulos, deseos y pasiones, que suelen desconcertar al teólogo más experimentado. En los comienzos de su vida espiritual, su primer paso es descubrir sus dos defectos dominantes, los dos monstruos contra los cuales debe descargar sus baterías: una propensión innata a la ira y una tendencia malsana a juzgar de los demás. Evidentemente, es un temperamento ignaciano, y esto explica en parte su afición a la Compañía.
En los últimos días de 1585, Luis entraba en el noviciado de Roma, que va a ser su nueva patria, según su expresión, si es que tiene una patria sobre la tierra. Después de cuatro años de lucha, el marqués se había declarado vencido. Con la alegría de la libertad, el joven abdica el marquesado en su hermano Rodulfo, tira su espada de gentilhombre, se despoja de su capotillo negro y su gorguera rizada, y viste la sotana más raída que encuentra en el Gesú. Una sabia dirección va a dar el último toque a aquella alma predestinada, y Dios mismo parece unir su acción a la de los maestros regulares. Hay algo que desconcierta al novicio: no siente los gustos internos que él se había imaginado encontrar en la vida religiosa; para él no existe la luna de miel; sólo aridez y oscuridad de espíritu. No siente, ciertamente, la lucha de la carne; siempre estuvo por encima del instinto animal; pero bien quisiera algún consuelo más en su vida. No obstante, se le encuentra extático delante del Santísimo Sacramento, y el fervor de la oración añade un nuevo encanto a la belleza angélica de su figura. La enfermedad sigue minando su existencia, la fiebre consume su cuerpo pálido y desmedrado; pero él no abandona sus antiguas penitencias. Empieza animosamente sus estudios teológicos, los continúa con brillantez, y defiende sus tesis con toda la seguridad de un futuro maestro. La caridad inflama y universaliza su vida: vive con Dios y con los hombres. Sufre por los sufrimientos de los demás, siente el hambre de los mendigos, se estremece con los que tiemblan del escalofrío de la peste, pide limosna para los pobres y los enfermos, vela junto al lecho de los apestados, y si se encuentra en la calle un moribundo, lo pone sobre sus débiles hombros y lo lleva al hospital; hasta que el amor y la fiebre y la fatiga acaban con su cuerpo frágil, y cae también herido por el contagio, y muere en la plenitud de su belleza espiritual, cuando pisaba los umbrales de la juventud. Una vida madura de veinticuatro años, en que el águila familiar realizaba su vuelo más sublime, la más alta de sus conquistas.
Este niño, destinado a la gloria de los más puros heroísmos, recibió el nombre de Luis, Aloigi. Luis se había llamado también el castellano que tres siglos antes entró, por encargo de un emperador alemán, en la tenencia del señorío de Gonzaga. Fue el primer jefe de la familia, progenitor de condotieros, de príncipes, de cardenales, de sabios y de poetas. Mas he aquí que llegaba al mundo su más ilustre descendiente. Hijo de soldados y aristócratas, será un conquistador a lo divino. Ni la dulce condición de su carácter ni su piedad profunda pueden disimular los bríos de la belicosidad ancestral. El margrave mira complacido la viveza de su heredero, su afición a las cosas de la guerra, su alborozo infantil ante los desfiles del campamento y del cuartel. En el rostro del niño se van dibujando poco a poco los rasgos auténticos de la raza: son límpidos sus ojos, pura su frente, dulce su sonrisa; pero su boca se pliega con un gesto enérgico, su barbilla es firme y sus cejas revelan audacia y tesón. A los cinco años pasea entre los soldados con su brillante armadura, su espadín al cinto, su casco y su arcabuz. Ama la pólvora, que había anunciado su nacimiento. Es travieso y valiente: un día, disparando su mosquete, se chamusca la cara; mas no por eso se intimida. Otro día, mientras la tropa toma el rancho, y en el campo todo es sosiego, estalla el estruendo de un cañonazo. «¡Una sedición!», piensa el margrave, saltando fuera de su tienda. Se hicieron pesquisas y no tardó en aparecer el perturbador, tendido a los pies del cañón. Era aquel pequeño capitán. Desde el siniestro del arcabuz le habían quitado la pólvora; pero aquel día se había deslizado de junto a su ayo, había cogido a un sargento un pote de pólvora, había cargado una pieza de campaña, la había prendido fuego, y, lanzando por el movimiento del cañón, había caído en tierra, malherido. El pequeño soldado se hizo popular entre la tropa; vivía en compañía de los tercios, imitaba su paso marcial, escuchaba sus palabrotas e interjecciones, y a veces las repetía con toda ingenuidad y frescura. Naturalmente, él no sabía lo que aquellos términos significaban; sólo sabía que cuando él los pronunciaba una risa general estallaba en torno suyo; hasta que un día su ayo le llamó, le habló seriamente y le informó de que aquella manera de hablar manchaba los labios. Lleno de vergüenza, el niño comenzó a llorar, y llorará durante toda su vida este gran pecado, que nunca podrá olvidar. En realidad, se trataba únicamente de una sombra de pecado, destinada a hacer más visible el poder de la gracia. Por ella se despertó el alma del niño a la vida sobrenatural, siendo como un revulsivo saludable en aquella conciencia, dotada de una gran sensibilidad moral.
Esto era en los meses primaverales de 1573; algo más tarde, mientras las huestes del marqués de Castiglione se embarcaban en dirección a Túnez, al servicio de Felipe II, el pequeño soldado dejaba definitivamente el uniforme militar y se dirigía hacia el castillo paterno. Ha llegado lo que él llamará la época de su conversión. La vida espiritual empieza a desarrollarse en su alma; dice sus Horas, reza los salmos de la penitencia, rechaza en el oratorio los cojines y las alfombras, y empieza a orientar su vida entera hacia Dios. Obedeciendo a sus padres, va de Castiglione a Mantua, a Luca, a Monferrato: su infancia se desarrolla de corte en corte y de fiesta en fiesta; pero su corazón está ya fijo en el Cielo. A los diez años le vemos en Florencia formando parte del séquito del duque de Toscana. Todo son regocijos en la brillante corte de los Mediéis; la seducción de la vida se junta a la fuerza de la influencia mundana, a los encantos de un arte exquisito, a las gracias de una sociedad elegante, a todas las frivolidades semipaganas del Renacimiento. El joven Gonzaga vive en este ambiente sin perder un instante el equilibrio, sin desviarse un punto de la línea recta que se había trazado en el fondo de su alma. Escribe a su padre contando lo que sucede en torno suyo, los cortejos fúnebres, las pompas palaciegas, las fiestas religiosas, las carreras de perros y caballos que organizan sus compañeros en los artísticos jardines del palacio Pitti; y añade: «Vamos a la iglesia de la Anunciación y pedimos a Dios que nos dé toda gracia y toda prosperidad, con un particular acrecentamiento de alegría y de consuelo. Seguimos bien, practicamos fielmente nuestras devociones y estudiamos con asiduidad.» A veces se le invita a jugar y a danzar, pero él prefiere rezar y construir altares. Sin embargo, alguna vez condesciende con las importunaciones de sus compañeros. Jugaba una vez, de noche, con otros niños y niñas en un salón; y habiendo perdido, le castigaron a besar en la cara la sombra proyectada en la pared por una niña, que se movía en todas direcciones. Luis enrojeció de vergüenza, declarando que no podía cumplir aquella penitencia. Era cuando acababa de pronunciar el voto de virginidad delante de la Anunciata, la célebre pintura tan amada de todos los santos florentinos.
Al cumplir los doce años, Luis vivía ya en las altas cumbres de la contemplación. «Todos sus pensamientos—decía más tarde uno de sus criados—estaban fijos en Dios. Huía de los juegos, de los espectáculos y de las fiestas. Si decíamos alguna palabra menos decente, nos llamaba y nos reprendía con toda dulzura y gentileza. Cuando le llamábamos príncipe y señor, solía decir: Servir a Dios es harto más glorioso que tener todos los principados del mundo.» Un libro de San Pedro Canisio le había introducido en las altas esferas de la contemplación. La realidad de Dios llenaba sus potencias; las cosas del mundo le parecían sombras y fantasmagorías; lo único real y evidente para él era su mundo interior. Se le veía como enajenado, Los domésticos, siempre curiosos, le observaban constantemente, le observaban en su misma habitación, atisbando por las rendijas de la puerta, y le veían unas veces arrodillado, con la mirada inmóvil; otras, con los brazos extendidos o plegados sobre el pecho, sollozando y derramando lágrimas delante de un crucifijo; otras, azotándose tan violentamente, que su sangre corría por el suelo. Hijo del Renacimiento, estudiaba las lenguas clásicas y llegó a escribir elegantemente el latín; pero, entre los escritores profanos, su instinto le llevaba a escoger aquellos que enseñaban una moral austera, una alta noción de la dignidad humana y una noble inclinación hacia la virtud natural. Sus historiadores nos le presentan nutriendo su vida espiritual en los escritos de Fray Luis de Granada y en el catecismo del Concilio de Trento, y su vida intelectual en las obras de Plutarco, de Séneca y de Valerio Máximo. Con el estudio y la oración unía la caridad: recorría las calles de Castiglione, socorriendo a los desgraciados, enseñando la doctrina a los niños, corrigiendo a los maleantes y apaciguando las discordias. El pequeño soldado se había convertido en un pequeño apóstol. Su madre veía todo esto con alegría; su padre, con no disimulado disgusto; pero uno y otro miraban como excesivas las penitencias del muchacho. A los once años, Luis había tenido una enfermedad que los médicos curaron con un régimen de hambre. La enfermedad desapareció, pero el cuerpo quedó deshecho; y, sin embargo, Luis siguió observando rigurosamente sus ayunos de antes. «Lo que antes hice por el cuerpo—decía—bien lo puedo hacer ahora por el alma.» Esto tenía para él una gran ventaja, y es que le dispensaba de asistir a los banquetes. Los odiaba por sus ruidosas alegrías, y, sobre todo, porque en ellos se hubiera visto obligado a alternar con las damas. Esto era su mayor tormento. «¿Qué queréis?—decía él mismo—. Tengo una aversión invencible a las mujeres.» Se le llamaba el misógino.
En 1580, San Carlos Borromeo llega a Castiglione en viaje de visita. En ausencia de su padre, el marquesito se presentó a saludar al cardenal.
Fue una entrevista famosa: el santo adivinó al santo, descubrió las riquezas maravillosas que la gracia estaba depositando en aquel corazón, le alentó y le iluminó. En el curso de la conversación, preguntó el prelado:
—¿Has hecho la primera comunión?
—No—contestó Gonzaga.
—Pues prepárate para recibirla, porque te la voy a dar yo mismo antes de marchar.
Y aquella comunicación suma y tangible con su Dios fue para Luis el principio de una vida nueva, de un nuevo entusiasmo para caminar a la conquista de la perfección. Un ideal más alto empieza a brillar delante de sus ojos; y él. que por temperamento tiende al heroísmo, que tiene un espíritu moderado en la forma, pero en el fondo exigente, se dispone audazmente a conseguirle. El ambiente convencional de la corte, con su gravedad etiquetera, se hace cada día más estrecho para su alma enamorada de la belleza infinita. Esta repugnancia le persigue en Mantua, en Florencia y en Castiglione; pero es en Madrid; en presencia del monarca más poderoso de la tierra, en la capital de un Imperio que se estremece con el ruido de las victorias y las conquistas y manda sus virreyes y capitanes a medio mundo, donde Luis se decide a hacer el sacrificio de todas sus dignidades. Ha venido a España como paje de los infante;, y, más que nunca, se encuentra metido en la vida palatina, en las ceremonias cortesanas, en los convencionalismos, las recepciones y las fiestas. Se alaba su ingenio, se le augura un bello porvenir en el mundo, y como no piensa en hacer sombra a nadie, se conquista la simpatía de todos. Triunfa en las disputas académicas, y aún tenemos el discurso con que saludó a Felipe II cuando sus armas le pusieron en posesión del reino de Portugal: latín elegante, estilo simple y enérgico, habilidad retórica, recuerdos clásicos y delicadeza en el panegírico.
Nadie diría que el joven ha empezado ya una lucha tenaz, que entre él y su padre se desarrolla ya el largo y complicado drama de su vocación. «Quiero hacerme jesuita», le ha dicho a su padre; y su padre le ha mirado colérico, le ha llamado mal hijo y le ha arrojado de su presencia. El joven suplica, razona, discute, pero el marqués no quiere oír nada. Llega a sospechar que el carácter grave de la corte española está ensombreciendo el alma de su hijo, y le traslada a su patria. Ante sus ojos, aquella Italia del Renacimiento despliega todo el poder de sus seducciones: suntuosos palacios, magnificencias artísticas, versos de amor, cortejos principescos, risas de damas, danzas, juegos, músicas y mascaradas. Luis camina a través de todos los regocijos mundanos sin perder un instante el tesoro de su vida interior. Mientras su séquito se divierte, él reza y medita. Cuando llega a una posada, busca un crucifijo y se arrodilla delante de él. Si no le encuentra, traza una cruz en el papel, y esto basta para tenerle abismado largas horas. Si alguna vez le invitan a danzar, huye a encerrarse en su habitación. Milán está en fiestas en el momento de su llegada: la juventud recorre las calles montando soberbios corceles ricamente enjaezados. Las damas se asoman a los balcones y toda la ciudad acude a contemplar a lo más granado de la aristocracia. En la cabalgata aparece también el hijo del marqués de Castiglione, pero va demacrado, viste sencillamente y monta un asno maltrecho, cuyo único adorno es una vieja albarda. El público ríe estrepitosamente, pero eso precisamente era lo que quería el jinete. Entre tanto, Luis lleva adelante con habilidad serias negociaciones, estudia, conversa y cumple con los deberes de su alta categoría. No era un salvaje, ni un antisocial, ni un obseso, ni un hipnotizado por su propia idea.
Al terminar aquel viaje de tentación, el marqués encontró a su hijo tan firme en su propósito como antes. La lucha continúa en Castiglione. Luis resiste heroicamente, sin desobedecer una sola vez a su padre. Tiene un temple de acero, o, mejor dicho, tiene la resistencia omnipotente de la gracia; más que un sentimental, es un intelectual; más que un intelectual, un voluntarioso, en el mejor sentido de la palabra. Pudo decir con toda verdad: «Dios me ha dado la gracia de no pensar más que en lo que quiero.» Dios se la había dado, pero él había puesto una tenacidad heroica para conseguir este dominio. Al principio se distraía en la meditación frecuentemente; pero un día hace la resolución de hacer una hora de meditación sin distracción alguna. Si se distrae, vuelve a comenzar la hora aunque tenga que pasar cuatro o cinco horas arrodillado. De esta especie era su resolución de entrar en la Compañía, efecto, ciertamente, de un impulso de la gracia, pero también de una deliberación madura, de un largo proceso racional. Los más fuertes anhelos tenían en el joven Gonzaga un carácter intelectivo; en medio de los arrebatos de la vida mística, las mismas pasiones eran racionales. El sentimiento le mueve, pero no le guía; la ley, la conciencia, el sentido del deber, imperan sobre los paroxismos del amor. De este modo se establece en aquella rica psicología un equilibrio maravilloso entre las varias potencias: hay una subordinación perfecta del hombre inferior al principio inteligente, una sensibilidad sujeta al imperio de la voluntad, y una voluntad que se pliega infaliblemente, como sin esfuerzo, al dictado de la razón, y una razón que camina delante buscando, discurriendo, analizando con sereno y penetrante criterio. Más que un impulsivo o un entusiasta, Luis es un razonador, un analizador. Posee tal agudeza de observación interna, tiene tan desmenuzados los fenómenos de su conciencia, que, ya jesuita, dejará admirado a su confesor, el sabio Belarmino, por la perspicacia con que distribuye el tumulto de movimientos, estímulos, deseos y pasiones, que suelen desconcertar al teólogo más experimentado. En los comienzos de su vida espiritual, su primer paso es descubrir sus dos defectos dominantes, los dos monstruos contra los cuales debe descargar sus baterías: una propensión innata a la ira y una tendencia malsana a juzgar de los demás. Evidentemente, es un temperamento ignaciano, y esto explica en parte su afición a la Compañía.
En los últimos días de 1585, Luis entraba en el noviciado de Roma, que va a ser su nueva patria, según su expresión, si es que tiene una patria sobre la tierra. Después de cuatro años de lucha, el marqués se había declarado vencido. Con la alegría de la libertad, el joven abdica el marquesado en su hermano Rodulfo, tira su espada de gentilhombre, se despoja de su capotillo negro y su gorguera rizada, y viste la sotana más raída que encuentra en el Gesú. Una sabia dirección va a dar el último toque a aquella alma predestinada, y Dios mismo parece unir su acción a la de los maestros regulares. Hay algo que desconcierta al novicio: no siente los gustos internos que él se había imaginado encontrar en la vida religiosa; para él no existe la luna de miel; sólo aridez y oscuridad de espíritu. No siente, ciertamente, la lucha de la carne; siempre estuvo por encima del instinto animal; pero bien quisiera algún consuelo más en su vida. No obstante, se le encuentra extático delante del Santísimo Sacramento, y el fervor de la oración añade un nuevo encanto a la belleza angélica de su figura. La enfermedad sigue minando su existencia, la fiebre consume su cuerpo pálido y desmedrado; pero él no abandona sus antiguas penitencias. Empieza animosamente sus estudios teológicos, los continúa con brillantez, y defiende sus tesis con toda la seguridad de un futuro maestro. La caridad inflama y universaliza su vida: vive con Dios y con los hombres. Sufre por los sufrimientos de los demás, siente el hambre de los mendigos, se estremece con los que tiemblan del escalofrío de la peste, pide limosna para los pobres y los enfermos, vela junto al lecho de los apestados, y si se encuentra en la calle un moribundo, lo pone sobre sus débiles hombros y lo lleva al hospital; hasta que el amor y la fiebre y la fatiga acaban con su cuerpo frágil, y cae también herido por el contagio, y muere en la plenitud de su belleza espiritual, cuando pisaba los umbrales de la juventud. Una vida madura de veinticuatro años, en que el águila familiar realizaba su vuelo más sublime, la más alta de sus conquistas.
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