domingo, 15 de septiembre de 2013

Homilia



La Misericordia de Dios con su Pueblo, que le ha traicionado quebrantando la Alianza para irse tras los dioses egipcios y adorando el becerro de oro, se hace palpable en la primera lectura de hoy, extraída del Libro del Exodo.

Dios los perdona a instancias de Moisés y reitera la alianza sellada con Abraham, Isaac y Jacob.

Por su parte, San Pablo nos cuenta en la segunda lectura su experiencia personal como perseguidor de los cristianos, y la poderosa fuerza de la gracia que transformó su vida hasta convertirle en heraldo del evangelio, en pregonero de la bondad y misericordia divina entre los gentiles.

La meditación de ambas lecturas nos lleva a considerar lo importantes que somos cada uno de nosotros para Dios, como hijos suyos a quienes nunca abandona a su suerte.

El evangelio desvela las intenciones de Jesús y su actitud compasiva con los marginados, o, si queremos, los proscritos de aquella sociedad teocrática que han experimentado con crudeza el odio, la descalificación y la repulsa de los llamados “puros”: los escribas y los fariseos.

Ambos colectivos, censores de la moral y árbitros mediáticos de la comunicación con Dios, son los primeros en escandalizarse: “ese acoge a los pecadores y come con ellos” (Lucas 15,2)

Denigran el proceder de Jesús acusándole de blasfemo y trasgresor de la Ley.

Jesús se dirige a ellos para desenmascarar su hipocresía, porque, aunque crean en Dios, no le conocen de verdad y, aunque se crean justos, la justicia no mueve sus vidas, sino el castigo y la venganza.

Es bueno que nos miremos por dentro y calibremos cuál es el alcance real de nuestros actos.

Es muy fácil equivocarnos en los juicios que hacemos.

Recuerdo con afecto a un sacerdote que siempre me repetía que, ante un grave dilema moral de una persona atormentada interiormente, me inclinara por la comprensión compasiva.

“Si Dios ha estado grande con nosotros”, ¿qué derecho tenemos a condenar?

Estas tres parábolas de la misericordia nos describen, a través de escenas del ámbito doméstico, cuán grande es el corazón de Dios. Contienen al final una lección de Jesús.

Los ejemplos que propone Jesús a fariseos y escribas contrastan con la actitud habitual de censura y acritud de éstos ante la gente.

Los que se tienen por justos, los seguros de sí mismos, los “puros” ante la Ley no necesitan convertirse y hacer una fiesta.

Evidentemente, encontrar a un hijo es mucho más importante que encontrar una oveja o una moneda de gran valor. Y, el que se ha sentido perdonado tras una vida descarriada, dura y triste quiere celebrar su retorno al buen camino.

Por eso “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 justos que no necesitan conversión” (Lucas 15,7).

Las normas litúrgicas dicen que se puede suprimir la tercera parábola, la del Hijo Pródigo, porque la proclamamos ya en uno de los domingos de Cuaresma.

Sin embargo, conviene comentarla brevemente, centrándola en la actualidad.

Dios, Padre-Madre, nos acoge siempre.

Las palabras de Jesús apuntan al corazón de sus oyentes, habituados a una imagen de Dios justiciero, enojado y distante. Son un bálsamo de alegría e inyección moral en sus corazones angustiados.

Por fin, alguien se atreve a llamar Padre a Dios e hijos a todos los hombres.

Y, si hay predilectos, han de ser los más pobres y necesitados.

“No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores”.

El ejemplo es de fácil comprensión.

Los padres, a no ser que sean unos degenerados, se inclinarán siempre: por:

Por el hijo más pequeño hasta que se haga mayor.
Por el que está lejos hasta que regrese.
Por el que está enfermo hasta que recupere la salud.
Por el que está en la cárcel hasta que sea liberado.
Por el hijo más débil y desamparado.
Por el que está en paro hasta que encuentre trabajo.
Por el descarriado hasta que vuelva al buen camino.
Por el más pobre o que no encuentra hogar.
Por el perseguido y falto de comprensión.


Así son los padres; así es Dios.


No volverá al hogar con condenas y descalificaciones.

El daño principal se lo hace a sí mismo al despreciar la tutela paterna.

Cuando el dolor, la incomprensión, el desprecio, el hambre, la desnudez y el desafecto se adueñen de su corazón necesitará:

Ponerse en camino y reconocer su error y su pecado.
Recuperar la dignidad perdida.
Sentir el afecto familiar.
Encontrar de nuevo un hogar que le acoja y ame.


La fiesta es el colofón feliz del retorno, un anticipo del Reino de los Cielos.

Así son los padres; así es Dios.


Vida fácil y cómoda
Apoyo familiar.
Trabajo estable.
Vivienda asegurada.
Amigos.

Lo tiene todo, y precisamente por ello, no valora el sufrimiento de los demás, ni se conmueve ante la pobreza, ni se mete en problemas que puedan condicionar su vida anodina y cómoda.

No comprende a su padre, porque siempre se ha mirado a sí mismo.

No celebra fiestas, aunque disponga de los bienes paternos, porque no ama y desconoce la creatividad y dinamismo del amor.

Jesús se lo recordó un día al fariseo que le acogió en su casa y se escandalizó, porque trató con deferencia y misericordia a la prostituta que, abrazada a sus pies, pedía perdón.

Algo similar sucedió con la mujer adúltera o Mateo, el publicano.

Impresiona el padre que trata de granjearse el afecto de este hijo que no sabe reconocer lo que siente el corazón de un padre o una madre.

Escribía Julien Green que “en cada palabra se recibe un don que no está fabricado por los hombres; entonces podemos decir que Dios viene a nosotros y que nos hace libres” .

Esta es nuestra experiencia también; que Dios no es insensible a la condición humana; que todo lo suyo es nuestro, y todo lo nuestro es suyo; que nos espera siempre, más si cabe cuando estamos enfermos, alejados o en graves dificultades.

Así es el corazón de Dios reflejado en Jesús.

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