domingo, 14 de julio de 2013

Homilía



La parábola del Buen Samaritano sigue viva y actual, como vivo y actual es el planteamiento del doctor de la ley:

“¿Quién es mi prójimo?”

Para Jesús, los acontecimientos de cada día y las personas con las que nos encontramos marcan la realidad de nuestro compromiso. Debemos ayudar al más próximo que padece necesidad. Pasar y dejar que otro lo haga, porque me urge otro compromiso, no es una actitud cristiana.

El samaritano, al apearse de su cabalgadura y socorrer al herido, cumple la voluntad de Dios. No así quien pasa de largo, camino del templo, para satisfacer una necesidad cultual.

“Obras son amores y no buenas razones”

Por desgracia, muchos de nosotros, creyentes y practicantes, nos diluimos en elucubraciones teológicas y filosóficas sobre la bondad o inoportunidad de nuestras acciones, mientras el pobre, el indigente, el que vive en soledad, el enfermo o el marginado siguen ahí. El hecho de contribuir con ayuda económica a Cáritas, algo en sí mismo encomiable, no es suficiente, si lo que busco es tan sólo acallar mi “mala conciencia” por falta de prestaciones personales. Dar no es igual que darse.

En un pueblo es fácil encarnarse en las auténticas necesidades de las personas que más sufren, porque todos las viven y las sienten como algo suyo, pero en una ciudad se terminan cauterizando los sentimientos y hasta las relaciones humanas con los vecinos en aras del ajetreo, el anonimato y el individualismo.
¿Cuántos volvemos la mirada y nos paramos a preguntar al que extiende una mano pidiendo ayuda o al que está mano sobre mano en la plaza para ver qué necesita?
Convivimos los ricos y los pobres en dos mundos distantes o miramos con ojeriza al osado que ha recriminado nuestra actitud insolidaria.

“No hay- dice el refrán- peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver”

Casi todos conocemos los informes de la Organización Mundial de la Salud sobre la pobreza y la enfermedad en el mundo. No es muy consolador para la conciencia del Occidente, desarrollado y opulento, que continúa obsesionado por el engorde de la Bolsa, mientras crece el abismo entre ricos y pobres. La crisis económica que padecemos agranda mucho más el problema.

Hoy no podemos hablar simplemente de un herido al borde del camino, sino masas incontables que padecen el síndrome de la desnutrición y el abandono. Todo se ha globalizado; también, desgraciadamente la pobreza. Y seguimos pasando de largo o mirando de lejos como si fuera algo que no nos atañe directamente o aparece, en todo caso, como un deber de las autoridades.

Es fácil, ante esta tesitura, sensibilizarse y tender la mano de buen samaritano, hasta con ayudas orquestadas y aparatos de propaganda que destaquen el evento y la buena conciencia. Damos de lo que nos sobra sin que afecte a nuestros bolsillos ni extorsione un modo de vivir que nos permita mantener privilegios de explotación. Hay una responsabilidad diluida en múltiples complicidades; sin olvidar que el desarrollo europeo, el americano o el japonés dependen de la rapiña de recursos africanos o sudamericanos, de la acelerada explotación de sus materias primas y del mercado de los hombres, sometidos a perenne esclavitud laboral o social.

El samaritano de la parábola, sin evadir sus compromisos laborales, los posterga ante una necesidad vital de un hombre que pide auxilio, y sabe grabar los gastos en su economía, porque no mira su provecho, sino el del prójimo.

Aprender a mirar al pobre desde su pobreza, al enfermo desde su enfermedad o al marginado desde su marginación, es el objetivo principal de una caridad bien entendida.
Así lo hacen los misioneros, al encarnarse en el alma de los pueblos necesitados y así lo experimentan también diversas ONGS, que distribuyen a sus voluntarios por el Tercer Mundo.

“El samaritano tuvo compasión”, sentimiento más profundo que la misericordia.
La compasión es una conmoción interior, que sacude las mismas entrañas de la afectividad y mueve los resortes más íntimos del ser humano.
Todos nos volcamos y dimos lo mejor de nosotros mismos auxiliando a las víctimas de los atentados en los trenes de la estación de Atocha, en Madrid. Vivimos en directo la dimensión de la tragedia. Lo que ocurre es que no nos solemos dejar interpelar por los problemas hasta que nos afectan gravemente.
Esto les pasa a muchos jóvenes, que han vivido muellemente toda su vida en barrios ricos y descubren después, en contacto con la gente que vive en la miseria, lo que significa ser pobre.

África o América del Sur no están tan lejos, pues ellos vienen a buscarnos, seducidos por los oropeles occidentales, tan propagados por los medios audiovisuales como “nueva tierra de promisión”. La realidad de las pateras, de la inmigración ilegal, de la precariedad en el trabajo, de la falta de vivienda... abrirá definitivamente sus ojos a situaciones crueles de supervivencia, endeudamiento y olvido.

Una vez más, surge de nuevo la pregunta:

“¿Quién es mi prójimo?”

Y, como siempre, la respuesta será personal. A los ojos de Dios no valdrán tan fácilmente las excusas.

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