miércoles, 15 de agosto de 2012

LA ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA

Con acentos admirativos han celebrado los Santos Padres la belleza de María. «¡Qué hermosa eres, amiga mía! —exclama, la liturgia—; tus ojos son de paloma.» San Juan Damasceno llama a María «la buena gracia de la naturaleza humana y el ornamento de la creación». El Areopagita, deslumbrado por el brillo de su rostro, hubiérala tomado por la misma divinidad, si San Pablo no le hubiese enseñado el nombre del Dios único. Nada puede compararse a su belleza, dice San Epifanio, una belleza en que se mezclan la dulzura y la majestad, que levanta hacia Dios e inspira los nobles pensamientos, que ilumina el alma y hace germinar el santo amor. Viendo a Beatriz con los ojos fijos ante su imagen gloriosa, cantaba Dante: «El amor que la precede hiela los corazones vulgares y arranca los malos brotes del corazón. Todo el que se detenga a contemplarla se convertirá en una noble criatura o morirá a sus pies.» Hija de un designio eterno, María es epítome de todas las perfecciones. Si Dios tuviese necesidad del tiempo como nosotros, habría tenido que emplear la eternidad para idear una criatura tan perfecta.

Ni el pecado proyectó su sombra en aquella alma privilegiada, ni la fealdad sentó su triste garra en aquel cuerpo transfigurado por celestiales reverberos. Ni se marchitaron sus nardos, ni palideció su luz, ni desapareció la fragante frescura que había dejado en ella la gloria del Verbo al descender como un rocío silencioso. En medio de los dolores del Calvario, grandes como el mar, pudimos llamarla la más hermosa entre las mujeres, y cuando, terminado los años de su peregrinación terrena, sale de esta tierra que se había iluminado con sus ojos y enjoyecido con su llanto, los coros celestiales claman llenos de estupor: « ¿Quién es ésta que viene del desierto, bañada de encantos, bella como la luna, escogida como el sol, majestuosa como un ejército puesto en orden de batalla?»

La muerte se acercó a ella, pero con tanto respeto, que no se atrevió a destruir aquella maravilla de la mano de Dios. Ella, que se había reído de Nemrod el cazador; de Hércules, el invencible, y de Alejandro, dominador de imperios, llegaba ahora tímida y temblorosa, como si le costase cumplir la misión que había recibido desde el principio. Nunca una madre se acercó tan recatadamente a la cuna de su hijo. No hubo contracciones dolorosas, ni muecas grotescas, ni violentas sacudidas, ni lágrimas, ni espasmos, ni terrores, ni ninguna de esas miserias que se ciernen sobre el lecho de un agonizante. Como el parpadeo de una estrella que al llegar la mañana se esconde en un pliegue del manto azul del Cielo; como el susurro de la brisa que pasa riendo a través de los rosales; como el acento postrero de una arpa; como el balanceo de una espiga dorada y granada que mecen los vientos primaverales, así se inclinaría el cuerpo de la Virgen María, así sería el último suspiro de su casto corazón, así brillarían sus ojos purísimos en la hora postrera.

No es tan bella la agonía de un clavel que deja la gloria del jardín para esconderse entre el oro de la cabellera de una virgen toda gracia y resplandor, toda perfume y armonías. Calma dulcísima de atardecer, ola tranquila que se deshace en un beso al llegar a la playa, nube de incienso que se pierde en el azul cristalino, flor que se cierra, sol que se desmaya en la curva del horizonte para derramar sus resplandores en un nuevo hemisferio. Esto fue la muerte de María: un sueño dulcísimo, una separación inefable, un sopor de venturas, un éxtasis de amor. «Ella es—exclama San Bernardo—la que pudo decir con verdad: He sido herida del amor», porque la flecha del amor de Cristo la transverberó de tal modo, que en su corazón virginal no quedó un solo átomo que no se inflamase. «Fue una muerte de amor, de aquel amor que es más fuerte que la muerte, el que inspiró a Santa Teresa aquellos versos angustiosos que todos sabemos de memoria, el que ponía en su boca anhelos de cantar: «Vuelve, vuelve ya, Amado mío; vuelve con la rapidez del cervatillo»; el que le hacía decir aquellas palabras que habían sido escritas para ella: «Hijas de Jerusalén, por los ciervos del campo os conjuro, decidme si habéis visto a mi Amado, porque me muero de amor.»

San Francisco de Sales decía bellamente: «Es imposible imaginar que esta verdadera Madre natural del Hijo haya muerto de otra muerte; muerte la más noble de todas, y debida, por consiguiente, a la más noble vida que hubo jamás entre las criaturas; muerte que los ángeles mismos desearían gustar, si fuesen capaces de morir.» Fue una «dormición», como decían los primeros cristianos, como dicen todavía los cristianos orientales; una salida, según la expresión de los españoles de la Edad Media.

Nosotros preferimos decir Asunción, designando otro momento prodigioso del fin de aquella vida gloriosa entre nuestras pobres vidas humanas. Dios quiso que María pasase por la muerte, aunque la muerte en ella no fuese un castigo. Quiso darnos en ella el tipo de una muerte santa y el consuelo de una auxiliadora eficaz en nuestra hora suprema. Sin duda, María pasó por la muerte, dice San Agustin; pero no se quedó en ella. Glosando el cantar bíblico, cantaba el poeta:

Meced a la esposa mía
para que se duerma ahora:
Tota pulchra es María.
Tota pulchra et decora.
¡Sueño bienaventurado!
¡Cuan dulcemente reposa!
Por las cabras del collado,
por los ciervos corredores,
no despertéis a la esposa,
que en los brazos del Amado
se está muriendo de amores.

Pero el Cielo se negó a escuchar este grito salido de la tierra, codiciosa, tal vez, de conservar el santo cuerpo que había sido el arca de Dios. De lo alto venía aquella invitación apremiante: «Ven, amiga mía, paloma mía, inmaculada mía; ya pasó el invierno, cesó la lluvia y el granizo; ven para ser coronada con coronas de gracias.» Un rumor extraño se alza en el sepulcro de Getsemaní, donde descansan los restos sagrados.

Hay roces de alas, súbitos resplandores, embajadas de ángeles, como otra noche sobre la gruta de Belén. Los lirios esparcen sus más exquisitos perfumes, las brisas vienen trayendo caricias de jardines, los olivos inclinan suavemente sus ramas levantando en el aire reflejos argentinos. Después, una procesión de luces que danzan en el espacio, un soberano concierto que parece salir de los ámbitos del trasmundo, una voz acariciadora, un sepulcro vacío y una mujer que atraviesa los Cielos vestida de sol, llevando la luna por pedestal, y, en torno suyo, un cortejo de espíritus bienaventurados. Es la Madre de Dios; es, como decía el poeta medieval, «la llama coronada que se eleva en pos de su divina primogenitura; la rosa en que el Verbo se hizo carne; la estrella fulgente que triunfa en la altura como triunfó en los abismos.»

El prodigio epilogaba una vida que había sido prologada por el prodigio. La cadena abierta por el misterio de la Concepción Inmaculada cerrábase con el de la Asunción gloriosa, y, una vez más, la lógica del cristianismo revelaba sus armonías sublimes en el fin de la existencia mortal de María.

De todos los siglos cristianos brota la misma exclamación admirativa: «La Virgen María ha sido trasladada al tálamo celeste, donde el Rey de la gloria se sienta sobre un trono de estrellas.» Hace más de mil años clamaba ya nuestra vieja liturgia española en el día de la Asunción:

«Con todo júbilo, hermanos carísimos, debemos alegrarnos en esta festividad, admirando tanto más la maravillosa traslación de María, cuanto más conveniente nos parece este fin singular. ¿Qué cosa más natural que pase a otra vida sin dolor la que había dado a luz sin dolor? Y ¿qué más conveniente que ver libre de la corrupción a la que había permanecido sin mancha?» Ante esa figura que se aleja de nuestro suelo radiante y gloriosa, la Iglesia se llena de admiración y estalla en cánticos de alabanza donde reúne las más bellas imágenes, los ecos del Antiguo Testamento, los encantos de la naturaleza y los arranques del más apasionado lirismo:

Vi su radiante figura remontándose a la altura
recostada en el Amado.
Y era como una paloma que sube del agua pura
cortando el aire callado;
un inenarrable aroma dejaba su vestidura,
como si todas las flores que tiene la primavera
condensaran sus olores en su hermosa cabellera.

Y ella subía, subía, subía hasta el Cielo sumo
como varita de humo que hacia los aires envía
la mirra más excelente, mezclada con el incienso:
y el claro sol, a su ascenso, le rodeaba la frente.

Mas ¿como sucedió el prodigio? ¿Qué circunstancias extraordinarias acompañaron al tránsito milagroso de María? La tradición callaba y el hecho quedaba envuelto en sombras impenetrables. Pero la piedad sencilla del pueblo pedía certidumbres y realidades. Y apareció la leyenda presentida y deseada; un relato delicado e ingenuo, lírico y dramático; una de las narraciones más exquisitas de la leyenda dorada; una especie de drama, lleno de vida, que termina con un epílogo bellísimo; una deliciosa historia, como sabía tejerlas el genio oriental, iluminada de estrellas y de ángeles, perfumada de inciensos y azucenas, decorada de todas las pompas del Cielo y de todas las bellezas de la tierra. Empieza a difundirse por el Oriente en el siglo V con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de Sardes; algo más tarde, Gregorio de Tours la da a conocer en las Galias; los españoles de los primeros siglos de la Reconquista la leían en una edición enriquecida con peregrinos detalles, y todos los cristianos de la Edad Media buscaron en sus páginas alimento de fe y entusiasmo religioso.

"Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la palma, diciendo: «María, levántate; te traigo esta rama de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda.» María tomó la palma, que brillaba como el lucero matutino; y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la de Nazareth, fue el preludio del gran acontecimiento. Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas las parte del mundo, sintiéronse arrastrados por una fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel lecho, lecho con efluvios de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata deshecha, el polvo de los caminos; en sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del apostolado, Oyóse de repente un trueno fragoso: al mismo tiempo, la habitación se llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego.

Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías: abajo, el Hijo decía a su Madre: «Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza.» Y María respondió: «Mi alma engrandece al Señor.» Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como a través de un cristal.

Después del primer estupor, levantóse Pedro y dijo a sus compañeros: «Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más puro que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas.» Formóse el cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba San Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: «No te abandonaré, margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu Santo y habitación del Inefable.» Acudieron los judíos con intención de arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron ciegos repentinamente, y uno de ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró la vista al pronunciar estas palabras: «Creo que María es el templo de Dios.»

Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetia las antiguas palabras del cenáculo: «La paz sea con vosotros.» Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el arcángel San Miguel lo arrebató del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero ahora tiene una buena excusa: viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil: en el sepulcro sólo quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires, una estela luminosa, que se extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se acerca por momentos hasta caer junto a los pies del apóstol. Es el cinturón que le envía la Virgen en señal de despedida."

Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los cristianos con soberanas claridades. La Iglesia romana rehusó recogerla en sus libros litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles. Propagada por la piedad ardiente del pueblo, recorrió todos los países, penetró en la literatura, inspiró a los poetas y se hizo popular cuando en el valle de Josafat descubrieron los cruzados aquel sepulcro en que se habían obrado tantas maravillas, y sobre el cual suspendieron ellos tantas lámparas de oro.

Pero nadie la recogió con amor ni la interpretó tan bellamente como los artistas. La primera representación es anterior a la leyenda escrita. Se encuentra en un sarcófago romano de la basílica de Santa Engracia, en Zaragoza, uno de los lugares más venerables del cristianismo español. María aparece en pie en medio de los Apóstoles. En lo más alto aparece una mano que aprisiona la suya, recordando aquellas frases del relato apócrifo: «El Señor extendió su mano y la puso sobre la Virgen; Ella la abrazó y la llevó a los ojos y lloró. Los discípulos se le acercaron diciendo: ¡Oh Madre de la luz, ruega por este mundo que abandonas! Finalmente, el Señor extendió su mano santa, y, tomando aquella alma pura, la llevó al tesoro del Padre.»

Después, las representaciones se suceden sin interrupción en las telas, en los marfiles y en los mosaicos. En la época románica se hacen más numerosas, y el arte gótico reproduce el tema, desglosándole, analizándole y haciendo de él una verdadera historia en la piedra. No se encontrará una sola de nuestras catedrales en que no aparezca alguno de los episodios. Unas veces veremos a los Apóstoles en torno de María moribunda; otras desfila el cortejo precedido por el discípulo amado; otras, el grupo apostólico aparece doliente a la puerta del monumento, o bien se presenta el ángel para arrebatar su presa a la muerte y al sepulcro. Todos estos motivos son particularmente amados por el Oriente, que, más que la Asunción, celebra la Dormición de María. Los occidentales prefieren representar el momento en que María atraviesa los Cielos pisando estrellas y alas de ángeles. Murillo y Rafael han reproducido la escena de una manera admirable, y nuestros inmortales imagineros del Siglo de Oro la dejaron eternizada en magníficos retablos. A veces María se eleva entre una aureola que recuerda una concha marina, donde el artista se ha esforzado por solidificar la luz que irradia de su cuerpo.

Frecuentemente los artistas nos transportan al Cielo, poniendo ante nuestros ojos el último acto del drama: el de la coronación. ¿Quién no conoce el cuadro del Louvre en que Fra Angélico nos presenta a María coronada por su Hijo entre coros de vírgenes, de santos y de mártires, vestidos todos de celestes colores? Pero ya dos siglos antes el tema estaba tratado con mayor grandeza, si cabe, en Notre Dame, de París, y al escultor gótico había precedido el maestro, románico de Silos. Despertando secretas armonías, se ha combinado la Anunciación con la Coronación. Gabriel dobla la rodilla, pronunciando su mensaje con graciosa sonrisa. Dos ángeles salen de las nubes y colocan la corona en las sienes de María. María es la matrona, la reina. Con su diestra hace un gesto de sorpresa ante el anuncio del mensaje divino, pero todo en su actitud revela imperio y majestad.

En el Cielo y en la tierra todo se reunía para celebrar el triunfo definitivo de la Madre de Dios: el hombre y el ángel, la flor y la estrella, la inocencia y el pecado, la fe y el amor, la poesía y el arte. Es un concierto universal en honor de aquel vuelo sublime. La Madre del amor y de la esperanza se aleja de nosotros; pero no se nos ocurre llorar, sino asociarnos a los júbilos del paraíso. Ni un eco de melancolía en las melodías de la liturgia, a no ser aquel en que, imaginando a María en el momento de transponer las nubes, se nos ocurre levantar hacia ella nuestro anhelo, y, asiendo la punta de su níveo manto, repetir apasionadamente las palabras bíblicas: «¡Oh Reina!, llévanos en pos de ti; queremos correr tras el olor de tus ungüentos hasta la montaña santa, hasta la casa de Dios.» Pero ya llegará el día de nuestro triunfo, porque también para nosotros hay una silla y una corona. Hoy todo nuestro júbilo es por la gloria de nuestra Madre, prenda sagrada.

Y es bien que todos llenemos nuestras almas de alegría,
por la grandeza en que vemos a nuestra Madre María;
pues Dios le ha querido dar tan soberanos honores,
porque ella los ha de usar para mejor perdonar
a los pobres pecadores.

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