domingo, 7 de agosto de 2011

Homilía


La tempestad calmada.

Aunque el lago de Genesaret es pequeño, se desencadenan sobre él potentes tormentas, que ponen en peligro la vida de los marinos.
Los barcos en tiempo de Jesús eran como “cáscaras de nuez” ante el empujón de las olas.
Jesús acostumbraba a navegar con frecuencia de una a otra orilla, incluso llegada la noche.
Los judíos creían que los espíritus y las fuerzas del mal moraban dentro del mar.
Por eso los Apóstoles se sorprenden de que Jesús duerma apaciblemente mientras la barca es zarandeada por la tempestad.
Y quedan admirados cuando, ante la orden del Maestro, amaina el temporal y se establece la calma:” ¿Quién es éste a quién el viento y el mar le obedecen?”(Mc.4,41).

El relato guarda similitud con la llegada de Elías al monte Horeb- otro nombre del Sinaí- donde Dios se había manifestado a Moisés entre truenos, relámpagos y vendavales.
Pero ahora el ambiente se modifica, pues ni en el viento huracanado ni en el terremoto ni en el fuego estaba el Señor, sino en el susurro.
Elías se cubre el rostro; Moisés se descalza las sandalias y los discípulos se postran ante Jesús.

Todos necesitamos palabras que lleguen al corazón y no voces estentóreas y alardes propagandísticos, que orquestan encuentros preparados de antemano, donde la afectividad brilla por su ausencia y se dan imágenes falsas de lo que la persona siente y piensa.
Dios se manifiesta en la calma, en el solaz del alma atenta a la escucha, en la soledad donde se sueñan los proyectos.

Todo tiene un tiempo. El tiempo de los hombres apremia por la urgencia de sus necesidades. El tiempo de Dios se dilata en el espacio.
Vivimos de esperas y nos hacemos ilusiones, que muy pronto se quiebran, porque aparentemente el Señor duerme y se desentiende de nuestras plegarias.
Sin embargo, está ahí, en el cabezal de proa, durmiendo tras una dura jornada de trabajo.

¡Ánimo, no tengáis miedo!

Siempre nos puede susurrar al corazón esa frase, tantas veces repetida en el Evangelio.” ¡Animo; no tengáis miedo; soy yo!” y darnos la mano, como a Pedro, para que no nos hundamos en el abismo.

Falla nuestra fe. No terminamos de salir de la duda ni de creernos lo hermoso que resulta sentirnos protegidos.
Nos entra miedo, ante tanta acometida de las olas, a que la nave de la Iglesia zozobre
Nos olvidamos con frecuencia que Jesús la asiste con su protección.

Los agoreros de catástrofes y sembradores de frustraciones han predicho el fin de la Iglesia en momentos cruciales de su historia, cuando emergían las fuerzas del mal como una amenaza permanente.
Ocurrió en la época de los Papas, convertidos en príncipes medievales, con señorío sobre sus súbditos.
Ocurrió con los cismas de Occidente y de Oriente, en torno al año 1.000; llamado también “Siglo de Hierro” de la Iglesia.
Fue un siglo sombrío, de luchas políticas y religiosas, de degradación moral y de divisiones internas entre lo político y lo religioso.
A pesar de todo, la Iglesia ha emergido de sus “cenizas” con más vigor.
Desde el Papa León XIII hasta nuestros días, Jesús ha guiado a su Iglesia con pontífices que han marcado una pauta a seguir y han contribuido con su magisterio a la pacificación del mundo y a la defensa de los derechos humanos. Algunos tuvieron que afrontar duras pruebas y fuertes críticas a su gestión. Así, Pío XI sufrió la desaparición de los Estados Pontificios y de su poder temporal; Pío XII padeció descalificaciones, incomprensiones y difamaciones por parte de los contendientes de la Segunda Guerra Mundial ( la historia está dignificando ahora su actuación); Juan XXIII abrió la Iglesia al mundo con el Concilio Vaticano II y su forma de proceder sencillo y humilde; Juan Pablo II contribuyó notablemente al fin del comunismo y al prestigio de la Iglesia, con sus viajes y su enorme autoridad moral.

“Te daré las llaves del Reino de los Cielos” (Mateo 16, 19).

Es Cristo, por fortuna, quien prevalece con su presencia salvadora en medio de las miserias humanas y de las ambiciones desmedidas, que utilizan hasta lo más sagrado para dominar el mundo.
La promesa de Jesús se sigue cumpliendo también en la actualidad: .La barca de Pedro continuará superando tempestades, pero no naufragará.

Con razón decía el Papa Juan Pablo II a los jóvenes. En el encuentro celebrado en 1.982 en el estadio “Santiago Bernabéu”, que “no tuvieran miedo a Cristo”, porque es el amigo fiel que se hace presente en los momentos claves de nuestra vida.
Sí hemos de tener miedo a los hombres. Miedo a Dios, nunca.

Muchos hombres y mujeres del mundo han sentido la cercanía de Jesús, sea rezando en la soledad del templo o contemplando las montañas; en el silencio del desierto o en el bullicio de la ciudad; en la lozana primavera de las flores; en el gorjeo de los pájaros o en el solemne canto gregoriano. Todo un abanico de sensaciones que nos va descubriendo la grandeza del Creador.

Existe la esperanza mientras haya personas esperanzadas, capaces de dejarse llevar por Cristo de la mano y afrontar las dificultades bajo su manto protector.
Y ésta es la llamada del domingo de hoy; una llamada a la esperanza y a la providencia de Dios, que nunca se olvida- y menos en los momentos de tribulación- de sus hijos.

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