María Barba nació el 16 de enero de 1884 en Catanzaro (Italia), a donde la familia, oriunda de Palermo, se había trasladado momentáneamente por motivos de trabajo del padre, Pedro Barba, consejero del Tribunal Superior. Cuando la niña tenía dos años la familia regresó a la capital siciliana y allí vivió María Barba su juventud, en el seno de una familia profundamente creyente, pero que se opuso obstinadamente a su vocación religiosa, experimentada desde los quince años de edad. María, en efecto, tuvo que luchar casi veinte años hasta ver realizada su aspiración, demostrando, durante esos años de espera y de sufrimiento interior, una sorprendente fortaleza de ánimo y una fidelidad poco común a la inspiración inicial. En esta batalla, que se prolongó hasta su entrada en el Carmelo teresiano de Ragusa el 25 de septiembre de 1919, María Barba fue sostenida por una especialísima devoción al misterio eucarístico: en la Eucaristía veía ella el misterio de la presencia sacramental de Dios en el mundo, la muestra concreta de su amor infinito a los hombres, el motivo de nuestra plena confianza en sus promesas.
En ella, el amor a la Eucaristía se manifiesta desde la más tierna infancia. «Cuando era pequeñita —cuenta ella misma— y todavía no se me había dado Jesús, esperaba a mi madre, cuando volvía de la Santa Comunión, casi en el umbral de casa, y, de puntillas para llegar hasta ella, le decía: “A mí también el Señor!”. Mi madre se inclinaba con afecto y alentaba sobre mis labios; yo la dejaba en seguida y, cruzando y apretando las manos sobre el pecho, llena de alegría y de fe, repetía saltando: “Yo también tengo al Señor! yo también tengo al Señor”». Son señales de una vocación y de una llamada de Dios, cuya iniciativa comienza a preparar un regalo extraordinario para la Iglesia.
Desde que, a los 10 años, fue admitida a la Primera Comunión, su mayor alegría era poder comulgar. Desde entonces, privarse de la Santa Comunión, era para ella «una cruz y un tormento bien grande». En efecto, tras la muerte de su madre en 1914, no podía acercarse a la Comunión sino raramente, por no reñir con sus hermanos que no le permitían salir sola de casa.
Entrada en el Carmelo, donde tomó el nombre, en cierto modo profético, de María Cándida de la Eucaristía, quiso «acompañar a Jesús, en su condición de Eucaristía, lo más que pudiese». Prolongaba sus horas de adoración, y, sobre todo, la hora de las 23 a las 24 de cada jueves, la pasaba ante el Tabernáculo. La Eucaristía polarizaba verdaderamente toda su vida espiritual, no tanto por las manifestaciones devocionales, cuanto por la incidencia vital en la relación entre su alma y Dios. De la Eucaristía sacó fuerzas María Cándida para consagrarse a Dios como víctima el 1 de noviembre de 1927.
María Cándida desarrolló plenamente lo que ella misma define como su «vocación a la Eucaristía» ayudada por la espiritualidad carmelitana, a la que se había acercado a través de la lectura de la Historia de un alma de Santa Teresita. Son bien conocidas las páginas en que santa Teresa de Jesús describe su especialísima devoción a la Eucaristía y cómo, en la Eucaristía, experimentó la santa Fundadora el misterio fecundo de la Humanidad de Cristo.
Elegida priora del monasterio en 1924, lo fue, salvo una breve interrupción, hasta 1947, infundiendo en su comunidad un profundo amor a las Constituciones de santa Teresa de Jesús y contribuyendo de forma directa a la expansión del Carmelo teresiano en Sicilia, fundación de Siracusa, y al retorno de la rama masculina de la Orden.
A partir de la solemnidad del Corpus Domini de 1933, año santo de la Redención, María Cándida comienza a escribir lo que podríamos definir como su pequeña obra maestra de espiritualidad eucarística, La Eucaristía, «verdadera joya de espiritualidad eucarística vivida». Se trata de una larga, intensa meditación sobre la Eucaristía, siempre tensa entre el recuerdo de la experiencia personal y la profundización teológica de esa misma experiencia. En la Eucaristía ve sintetizadas, la Madre Cándida, todas las dimensiones de la experiencia cristiana. La fe: «Oh mi Amado Sacramentado, yo Te veo, yo Te creo!... Oh Santa Fe». «Contemplar con Fe redoblada a nuestro Amado en el Sacramento: vivir de Él que viene cada día». La esperanza: «Oh mi divina Eucaristía, mi querida esperanza, todo lo espero de ti... Desde niña fue grande mi esperanza en la Santísima Eucaristía». La caridad: «Jesús mío, cuánto Te amo! Es un amor inmenso el que nutro en mi corazón por Ti, oh Amor Sacramentado... Cuán grande es el amor de un Dios hecho pan por las almas! De un Dios hecho prisionero por mí».
En la Eucaristía, la Madre Cándida, entonces priora de su comunidad, descubre también el sentido profundo de los tres votos religiosos, que en una vida intensamente eucarística hallan, no sólo su plena expresión, sino también un ejercicio concreto de vida, una especie de profunda ascesis y de progresiva conformación al único modelo de toda consagración, Jesucristo muerto y resucitado por nosotros: «¿Qué himno no debería entonarse a la obediencia de nuestro Dios Sacramentado? Y ¿qué es la obediencia de Jesús en Nazareth, comparada con su obediencia en el Sacramento desde hace veinte siglos?». «Después de instruirme sobre la obediencia, cuánto me hablas, cuánto me instruyes en la pobreza, oh blanca Hostia! Quién más despojada, más pobre que Tú...No tienes nada, no pides nada!... Divino Jesús, haz que las almas religiosas estén sedientas de desprendimiento y de pobreza sincera!”. “Si me hablas de obediencia y de pobreza..., qué fascinación de pureza no suscitas Tú con solo mirarte! Señor, si tu descanso lo encuentras en las almas puras, ¿qué alma, tratando contigo, no se hará tal?». De ahí el propósito: «Quiero permanecer junto a Ti por pureza y amor».
Pero es sin duda la Virgen María el verdadero modelo de vida eucarística, Ella que llevó en su seno al Hijo de Dios y que continuamente lo engendra en el corazón de sus discípulos: «Quisiera ser como María — escribe la María Cándida en una de las páginas más intensas y profundas de La Eucaristía —, ser María para Jesús, ocupar el puesto de su madre. En mis Comuniones, María la tengo siempre presente. De sus manos quiero recibir a Jesús, ella debe hacerme una sola cosa con Él. Yo no puedo separar a María de Jesús. Salve! Oh Cuerpo nacido de María!. Salve María, aurora de la Eucaristía!».
Para María Cándida, la Eucaristía es alimento, es encuentro con Dios, es fusión de corazón, es escuela de virtud, es sabiduría de vida. «El Cielo mismo no posee más. Aquel único tesoro está aquí, es Dios! Verdaderamente, sí verdaderamente: mi Dios y mi Todo». «Le pido a mi Jesús ser puesta como centinela de todos los sagrarios del mundo hasta el fin de los tiempos».
El Señor la llamó, después de algunos meses de agudos sufrimientos físicos, el 12 de junio de 1949, Solemnidad de la Santísima Trinidad.
En ella, el amor a la Eucaristía se manifiesta desde la más tierna infancia. «Cuando era pequeñita —cuenta ella misma— y todavía no se me había dado Jesús, esperaba a mi madre, cuando volvía de la Santa Comunión, casi en el umbral de casa, y, de puntillas para llegar hasta ella, le decía: “A mí también el Señor!”. Mi madre se inclinaba con afecto y alentaba sobre mis labios; yo la dejaba en seguida y, cruzando y apretando las manos sobre el pecho, llena de alegría y de fe, repetía saltando: “Yo también tengo al Señor! yo también tengo al Señor”». Son señales de una vocación y de una llamada de Dios, cuya iniciativa comienza a preparar un regalo extraordinario para la Iglesia.
Desde que, a los 10 años, fue admitida a la Primera Comunión, su mayor alegría era poder comulgar. Desde entonces, privarse de la Santa Comunión, era para ella «una cruz y un tormento bien grande». En efecto, tras la muerte de su madre en 1914, no podía acercarse a la Comunión sino raramente, por no reñir con sus hermanos que no le permitían salir sola de casa.
Entrada en el Carmelo, donde tomó el nombre, en cierto modo profético, de María Cándida de la Eucaristía, quiso «acompañar a Jesús, en su condición de Eucaristía, lo más que pudiese». Prolongaba sus horas de adoración, y, sobre todo, la hora de las 23 a las 24 de cada jueves, la pasaba ante el Tabernáculo. La Eucaristía polarizaba verdaderamente toda su vida espiritual, no tanto por las manifestaciones devocionales, cuanto por la incidencia vital en la relación entre su alma y Dios. De la Eucaristía sacó fuerzas María Cándida para consagrarse a Dios como víctima el 1 de noviembre de 1927.
María Cándida desarrolló plenamente lo que ella misma define como su «vocación a la Eucaristía» ayudada por la espiritualidad carmelitana, a la que se había acercado a través de la lectura de la Historia de un alma de Santa Teresita. Son bien conocidas las páginas en que santa Teresa de Jesús describe su especialísima devoción a la Eucaristía y cómo, en la Eucaristía, experimentó la santa Fundadora el misterio fecundo de la Humanidad de Cristo.
Elegida priora del monasterio en 1924, lo fue, salvo una breve interrupción, hasta 1947, infundiendo en su comunidad un profundo amor a las Constituciones de santa Teresa de Jesús y contribuyendo de forma directa a la expansión del Carmelo teresiano en Sicilia, fundación de Siracusa, y al retorno de la rama masculina de la Orden.
A partir de la solemnidad del Corpus Domini de 1933, año santo de la Redención, María Cándida comienza a escribir lo que podríamos definir como su pequeña obra maestra de espiritualidad eucarística, La Eucaristía, «verdadera joya de espiritualidad eucarística vivida». Se trata de una larga, intensa meditación sobre la Eucaristía, siempre tensa entre el recuerdo de la experiencia personal y la profundización teológica de esa misma experiencia. En la Eucaristía ve sintetizadas, la Madre Cándida, todas las dimensiones de la experiencia cristiana. La fe: «Oh mi Amado Sacramentado, yo Te veo, yo Te creo!... Oh Santa Fe». «Contemplar con Fe redoblada a nuestro Amado en el Sacramento: vivir de Él que viene cada día». La esperanza: «Oh mi divina Eucaristía, mi querida esperanza, todo lo espero de ti... Desde niña fue grande mi esperanza en la Santísima Eucaristía». La caridad: «Jesús mío, cuánto Te amo! Es un amor inmenso el que nutro en mi corazón por Ti, oh Amor Sacramentado... Cuán grande es el amor de un Dios hecho pan por las almas! De un Dios hecho prisionero por mí».
En la Eucaristía, la Madre Cándida, entonces priora de su comunidad, descubre también el sentido profundo de los tres votos religiosos, que en una vida intensamente eucarística hallan, no sólo su plena expresión, sino también un ejercicio concreto de vida, una especie de profunda ascesis y de progresiva conformación al único modelo de toda consagración, Jesucristo muerto y resucitado por nosotros: «¿Qué himno no debería entonarse a la obediencia de nuestro Dios Sacramentado? Y ¿qué es la obediencia de Jesús en Nazareth, comparada con su obediencia en el Sacramento desde hace veinte siglos?». «Después de instruirme sobre la obediencia, cuánto me hablas, cuánto me instruyes en la pobreza, oh blanca Hostia! Quién más despojada, más pobre que Tú...No tienes nada, no pides nada!... Divino Jesús, haz que las almas religiosas estén sedientas de desprendimiento y de pobreza sincera!”. “Si me hablas de obediencia y de pobreza..., qué fascinación de pureza no suscitas Tú con solo mirarte! Señor, si tu descanso lo encuentras en las almas puras, ¿qué alma, tratando contigo, no se hará tal?». De ahí el propósito: «Quiero permanecer junto a Ti por pureza y amor».
Pero es sin duda la Virgen María el verdadero modelo de vida eucarística, Ella que llevó en su seno al Hijo de Dios y que continuamente lo engendra en el corazón de sus discípulos: «Quisiera ser como María — escribe la María Cándida en una de las páginas más intensas y profundas de La Eucaristía —, ser María para Jesús, ocupar el puesto de su madre. En mis Comuniones, María la tengo siempre presente. De sus manos quiero recibir a Jesús, ella debe hacerme una sola cosa con Él. Yo no puedo separar a María de Jesús. Salve! Oh Cuerpo nacido de María!. Salve María, aurora de la Eucaristía!».
Para María Cándida, la Eucaristía es alimento, es encuentro con Dios, es fusión de corazón, es escuela de virtud, es sabiduría de vida. «El Cielo mismo no posee más. Aquel único tesoro está aquí, es Dios! Verdaderamente, sí verdaderamente: mi Dios y mi Todo». «Le pido a mi Jesús ser puesta como centinela de todos los sagrarios del mundo hasta el fin de los tiempos».
El Señor la llamó, después de algunos meses de agudos sufrimientos físicos, el 12 de junio de 1949, Solemnidad de la Santísima Trinidad.
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