Decir liturgia eucarística es nombrar, ante todo, la Misa. La parte central de toda la liturgia, el núcleo de todo el vasto sistema litúrgico cristiano, el embrión de los cultos públicos que la «Sancta Mater Ecclesia» envía diariamente de la tierra al Cielo. Pero la Misa es un sacrificio, es un sacramento y es una acción, un drama litúrgico. Como sacrificio y como sacramento, queda perfecta con la institución misma de Cristo; como liturgia, es una urdimbre de textos sublimes, de símbolos profundos y de gestos significativos, que nos recuerdan la fe, el fervor, el entusiasmo de los primeros siglos cristianos. El erudito que estudia esos elementos distintos, esas huellas de épocas diferentes, siente la misma impresión que el arqueólogo ante una catedral que, comenzada cuando el arte románico estaba en su apogeo, no logró terminarse hasta muchos siglos después. Tal vez sobre las sombrías bóvedas se levanten los vuelos atrevidos de las flechas góticas, y sobre los muros de aspecto medieval, las cresterías afiligranadas del Renacimiento. Este caso, que no es un mito en la historia de los grandes monumentos cristianos, nos da ya una idea de los elementos que integran la complicada arquitectura de la Misa.
Hay, sin embargo, partes que se remontan al mismo Cristo; son ritos esenciales, que aparecen ya en el relato de la institución de la Eucaristía, y que se encontrarán en todas las misas de todos los tiempos y de todas las Iglesias.
Se celebraba la primera de las vigilias cristianas. Era en aquella noche memorable que precedía a la Pascua. El Maestro se hallaba reunido con sus discípulos en aquella sala grande y amueblada que Pedro y Juan acababan de disponer para el gran acto. Fuera se agitaban el odio y la intriga; allí resplandecía la claridad serena de una solemnidad que había de propagarse indefinidamente a través de los siglos. Queriendo poner fin a la ley antigua por la observancia plena de la ley, Jesús celebró la Pascua juntamente con sus discípulos, y en aquella misma noche en que el Cordero de Dios iba a ser entregado, comió el cordero simbólico. Después, levantándose de la mesa, tomó el pan, y dando gracias, le partió, le dio a sus discípulos y dijo: «Tomad y comed; éste es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros.» Y, tomando luego el cáliz, después de dar gracias, se lo dio, diciendo: «Bebed todos de él; porque éste es el cáliz de mi Sangre, la Sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos, en remisión de los pecados.»
Tales son las palabras del amor que nunca engaña, las que perpetuaron la presencia real del Dios-Hombre en la tierra, las que inauguraron el sacrificio que durará mientras exista el mundo. Sencilla y sublime, la narración evangélica nos revela ya una ceremonia, una acción litúrgica. En ella se ve ya el esquema de toda la liturgia de la Misa, con sus cuatro partes principales. En primer lugar, Cristo «dio gracias», o, como diríamos traduciendo literalmente del texto griego, «eucaristizó»; después, pronunció unas palabras misteriosas; a continuación, rompió el pan, y, finalmente, lo distribuyó. Aquí tenemos ya el prefacio, la consagración, la fracción y la comunión. Y tenemos también los dos nombres con que los primeros cristianos designaron aquella ceremonia: eucaristía y fracción del pan. La Misa había nacido; en medio de su maravillosa sencillez, todo lo esencial se halla en aquella ceremonia de la última cena.
«Haced esto en memoria de Mí», había dicho Jesús a sus discípulos; y ellos, dóciles a este mandato, «perseveraban concordes en la fracción del pan». Estamos en los primeros días de la Iglesia, entre aquella minúscula cristiandad que conserva aún toda la frescura de los recuerdos evangélicos, la que vive envuelta en la belleza nostálgica de los orígenes. Sobre ella flota la brisa ligera del mar de Tiberiades y del monte de las Bienaventuranzas, un resto de aquella intimidad del Maestro y los discípulos, algo de aquella alegría melancólica del Cenáculo, de la reunión en torno a la misma mesa con Jesús. Se evoca, se reproduce aquella escena inolvidable; los Apóstoles «ministran» al Señor, o, mejor dicho, «liturgizan»: es la palabra que emplea el texto original de los Actos para indicar la fracción del pan. Primero, en el Cenáculo de Jerusalén, que les cuesta abandonar por los recuerdos que tiene para ellos; después, en otros cenáculos que se van multiplicando a través del mundo romano: en Antioquía, en Corinto, en Atenas, en Roma.
Podemos reconstruir el cuadro. Es de noche. Sirve de escenario una habitación amplia de una casa particular. Está cerrada cuidadosamente. Dentro, un grupo de hombres y mujeres se sientan, recogidos, alrededor de una mesa. Un anciano, que es un Apóstol o un discípulo de los Apóstoles, preside. Delante de él, sobre la mesa, hay pan y una copa de vidrio, de metal o de loza. Los asistentes le miran extáticos y expectantes. Él se levanta, dirige la mirada hacia la altura y, rompiendo el silencio, comienza con voz grave la gran oración: la Acción de gracias, la Eucaristía. Va improvisando, pero la tarea no es difícil, porque los temas son siempre los mismos. Ya entre los hebreos, el que presidía la comida del cordero pascual empezaba rezando una alabanza, una oración eucarística en que recordaba los beneficios que Yahvé había dispensado a su pueblo escogido. Este prefacio judaico fue el primer molde de la oración eucarística; pero, entre los beneficios divinos, en la asamblea cristiana importaba, sobre todo, recordar la obra redentora del Divino Mediador. El recuerdo de Jesús traía consigo una rápida enumeración de los grandes sucesos de su paso por la tierra hasta el momento de la institución de la Eucaristía.
Aquí, el celebrante, dejando la acción principal al mismo Cristo, reproducía literalmente las palabras de los evangelistas, las únicas que podían realizar la transustanciación del pan y del vino. Habían llegado a la consagración, cuya fórmula será idéntica en todas las liturgias, en Bizancio y en Roma, en Antioquía y en Jerusalén; en Alejandría y en Armenia, en Milán y en Toledo, indicio evidente de un origen apostólico. Desde este momento todo converge hacia la fracción, preludio de la comunión. El sacrificio cristiano es esencialmente el sacrificio de Jesucristo, y la forma eucarística de este sacrificio es el medio amorosamente dispuesto para que todos los hombres puedan tomar parte en él de una manera activa y actual. Ahora bien: esta participación tiene su realización completa en la comunión, que va a concentrar ahora la atención del anciano improvisador de la plegaria eucarística. Pide a Dios «que acoja favorablemente esta intervención nuestra», que mire con agrado esa ofrenda, que es nuestra, porque la ofrecemos nosotros y porque nos ofrecemos nosotros juntamente con la Víctima divina, y termina su discurso con un elogio solemne, con una doxología, acompañada de una rápida ostensión de las especies, con la cual parece indicar a los que le escuchan que ha llegado ya el momento de la comunión.
Todo parece una renovación de la última cena. No hay aún complicación alguna, ni solemnidad especial. El anciano reza en alta voz, en nombre de todos, delante de la mesa. Nos parece oír la oración sacerdotal que Cristo dirigió a su Padre en aquella última noche de su vida mortal. Pero las ideas son distintas: excepto en el momento central, es el hombre quien habla. Están haciendo las fórmulas sacrosantas con que la Iglesia inmolará diariamente el sacrificio de la nueva ley, y estamos ya a medio camino del canon de la Misa actual.
Poco a poco, a medida que aumenta el número de los cristianos, va aumentando también la pompa en la celebración de los sagrados misterios. San Ireneo cree ver un eco de las asambleas litúrgicas de los cristianos, alrededor del año 100, en aquella reunión que describe el autor del Apocalipsis, celebrada el primer día de la semana. Preside un Pontífice venerable, sentado en un trono y rodeado de veinticuatro ancianos o presbíteros; su vestidura es una nívea hopalanda que le llega hasta los pies y un cíngulo de oro; en torno suyo resuenan himnos de alabanzas, acompañados por cítaras y salterios; hay un altar, siete candelabros, un incensario de oro con fuego e incienso, que humea; un libro cerrado con siete sellos; un cordero que parece muerto, y, debajo del altar, los huesos de los santos mártires.
A pesar de las persecuciones, es aquél un período en que el rito se amplía y se hace más solemne. La reunión de los fieles es ya numerosa y fuerte. No obstante, deben reunirse todavía durante la noche en casas particulares; con frecuencia, en los cementerios subterráneos, y en intervalos de calma, en iglesias levantadas al aire libre. Es preciso rodearse de toda suerte de precauciones. De altar sirve el sepulcro de un mártir. Junto a él se coloca el Pontífice, y enfrente, en pie, están los fieles, los ricos y los poderosos mezclados con los pobres y los humildes. Tal vez el presidente de la asamblea es un antiguo esclavo; por ejemplo, el Papa Calixto. Todos saben que la Misa no es sólo el gran sacrificio del culto cristiano, sino también el signo más elocuente de la unidad de la Iglesia, el vínculo de caridad entre fieles y pastores y entre unos fieles y otros.
La ceremonia empezaba con un saludo del celebrante, que recordaba el saludo de Cristo a sus Apóstoles: «La paz sea con vosotros.» Seguía la oración o letanía, una de las formas más antiguas de la oración cristiana. El diácono formulaba las súplicas; el pueblo respondía: «Kyrie, eleison», y el sacerdote recogía todos aquellos anhelos en la «colecta». Venían luego las lecturas. Se leían trozos del Antiguo y del Nuevo Testamento (la Epístola y el Evangelio), entre ellos se cantaban salmos, y, finalmente, el obispo comentaba alguno de los textos que se acababan de leer. Fácil es ver, que todo esto no tiene relación directa con el sacrificio. Es, sencillamente, el oficio que los judíos celebraban los sábados en las sinagogas. No hay que olvidar que los primeros convertidos vinieron del judaísmo. Fieles guardadores de la ley mosaica, siguieron practicando los ritos de su primera religión; y así, a la asamblea propiamente cristiana de la fracción del pan, se juntó la liturgia de las reuniones hebreas, sin más que añadir al leccionario los libros del Nuevo Testamento. Así nació la primera parte de la Misa, la que se llama Misa de los catecúmenos. Al empezar el siglo II, la adaptación se había ya realizado.
No tardaron en aparecer innovaciones importantes en el cuerpo mismo de la sinaxis eucarística. Para indicar mejor su participación en el sacrificio, los fieles empiezan por presentar las ofrendas que van a ser «eucaristizadas». Se echaba agua en el vino, nuevo símbolo de la unión de Cristo y los fieles. La alabanza preparatoria de la consagración se interrumpe con las exclamaciones jubilosas de los asistentes. Cuando ha llegado a su mayor desarrollo, la asamblea canta el trisagio; cuando, consagradas ya las especies, termina la oración, el pueblo, dice San Justino, respondía: «Amén.» En el canon ha aparecido ya también la lectura de los dípticos donde están escritos los nombres de los santos, en cuya unión se ofrece el sacrificio de los fieles vivos y difuntos, por los cuales se ofrece. Nuevos ritos nacen como preparatorios de la comunión, entre ellos el rezo del «Pater noster» y, consecuencia de él, el ósculo de la paz, que circula a través de la asamblea mientras resuena el canto del «Agnus Dei». Venía luego la distribución del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la oración y bendición del celebrante, y así terminaba la ceremonia.
La evolución seguía natural y armónica. Los nuevos ritos, lejos de oscurecer los cuatro actos primitivos, venían a iluminarlos, a comentarlos, a darles más fuerza y más relieve. La revolución religiosa del siglo IV va a dar entrada a nuevos elementos. Hay paz, hay libertad, hay grandes basílicas con pavimentos de mosaico, altares de plata y vasos de oro. La Iglesia va a poder dar a la celebración del Santo Sacrificio todo el esplendor que le conviene. Los obispos se dirigen en procesión al templo, el pueblo les acompaña, y mientras el cortejo desfila, los clérigos cantan versos de los salmos. Así nació el Introito. Hay otros dos momentos en que la asamblea se conmueve: es cuando lleva las ofrendas y cuando se acerca a comulgar; para acompañar estos movimientos y para mantener despiertos los espíritus, se crean otros dos cantos, que son el Ofertorio y la Comunión. Por este tiempo aparece también en la liturgia el eco triunfal del «Gloria in excelsis Deo»; y así se va completando el drama sublime de la liturgia cristiana. La joya divina del sacrificio queda espléndidamente engastada en filigranas de oraciones, de símbolos, de cantos, de lecturas y de ceremonias, que envuelven en un velo sagrado la celebración del gran misterio, a fin de llenar los corazones de un profundo respeto y de excitar las inteligencias a la consideración de las verdades religiosas. Se han contemplado los ritos, se ha tejido un tapiz espléndido de acciones y palabras; la oración eucarística, el canon, es lo que la palabra canon significa: una cosa fija, intangible; y esa liturgia maravillosa, esa cosa más angélica que se ha llamado la cosa más bella después del Cielo, ha recibido un nombre definitivo. Cuando, terminada la ceremonia, el diácono va a despedir al pueblo, lo hace con esa fórmula del bajo latín: «Ite missa est.» Marchad, esto es el envío. «Missa» significa envío; pero los fieles han recogido esta palabra para indicar el más soberano de sus misterios.
Sin embargo, aún no habían aparecido las genuflexiones y otras formas de adoración que seguirán en buena hora. Durante la celebración de la Misa, los fieles se arrodillaban en las oraciones litánicas del principio, estaban sentados mientras se decían los cánticos y las lecturas, y asistían en pie o reclinados sobre báculos en el momento de la Misa propiamente dicha. La piedad eucarística tenía un matiz especial en aquellos primeros siglos, un aspecto netamente teocéntrico. En el centro de la conciencia religiosa estaba el Rey invisible del reino celeste, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Dios a quien Jesús nos había dado acceso por su Sangre. No es que se dudase un solo momento del dogma de la presencia real; al contrario, en medio de innumerables herejías, que sacudieron los más firmes fundamentos de la Teología católica, la doctrina acerca de la Eucaristía permaneció indemne. Los Padres apostólicos y los Santos Padres, desde San Ignacio de Antioquía hasta San Agustín, enseñan que la Eucaristía es verdaderamente la carne de Cristo, tomada de la Virgen María, y los pintores de las catacumbas se esfuerzan por traducir esta enseñanza en bellas imágenes simbólicas, inspiradas en pasajes bíblicos o en la antigua mitología pagana. Pero aquellos primeros cristianos lo que primeramente miraban en la fracción del pan era el ágape, la oblación pura del Nuevo Testamento, el banquete de amor por el cual Cristo se adhiere a sus almas para unirlas después al Padre. Cristo era, ante todo, el mediador, el lazo de unión entre el Cielo y la tierra. Sobre el mundo notaba todavía algo de aquella intimidad, de aquella familiaridad que había reinado entre el Maestro y los discípulos cuando se sentaban en la misma barca.
Las grandes disensiones eucarísticas empiezan en el siglo IX. Todos los doctores de la época carolingia componen algún libro acerca del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Curiosos e inquietos, estos precursores de la Escolástica tratan de explicarse la manera con que se realiza el misterio, y, en medio de la polémica, aparece por primera vez la palabra «transustanciación». Más de una vez los combatientes pasan bordeando la herejía, hasta que, a principios del siglo XI, un hereje de Tours, Berengario; se atreve a negar la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las discusiones arrecian y se prolongan durante todo el siglo XII. Más de cien tratados se compusieron en esta época sobre la Sagrada Eucaristía.
Fruto de estas luchas seculares va a ser una nueva actitud de los fieles ante el gran misterio de nuestra fe. Cristo, Hijo del hombre, va a obtener un culto en cierto sentido autónomo, precisamente como Hijo del hombre. Va a ser un culto que puede llamarse antropocéntrico. Como protesta contra la herejía de Berengario, la Iglesia de Occidente adopta el rito de la elevación en el momento de consagrar el pan y el vino. Era una innovación hija de una piedad nueva. Con ella, la idea del sacrificio dirigido al Padre por medio del Hijo se suspende un instante para detener sobre el Hijo, sobre la Víctima, la adoración de los fieles; pero este nuevo rito respondía de una manera tan perfecta al fervor del pueblo cristiano, que a fines del siglo XIl era ya general. Se había dado ya el primer paso en la revelación de un nuevo aspecto dentro del misterio eucarístico. Nuevo sólo hasta cierto punto, porque ya la Iglesia primitiva había exigido los honores de la adoración para el Cuerpo de Cristo presente en el altar. «Adora y comulga», clamaba San Juan Crisóstomo; y San Agustín decía: «Nadie coma la carne de Jesucristo sin haberla adorado antes; lejos de ser pecado esta adoración, lo fuera el no tributarla.» No obstante, los signos de reverencia, las inclinaciones profundas, las genuflexiones, no aparecen en el ceremonial de la Misa hasta los últimos siglos medios. Primero las encontramos en la elevación. Los libros de Misa del siglo XIV mandan ya a los fieles que en ese momento fijen la vista en la Sagrada Hostia, levanten las manos como para darle la bienvenida y después se inclinen reverentemente delante de ella. Poco a poco, la inclinación se convierte en genuflexión; y así, un devocionario del siglo XIV dice: «Cuando suene la campanilla de la consagración, harás reverencia a Jesús presente en el altar, y, arrodillado, levantarás las manos mirando la Hostia levantada, donde está el mismo a quien Judas vendió.»
Esta nueva orientación de la piedad cristiana fue la que inspiró la fiesta del Corpus. Urbano IV, que la instituyó, no hizo más que extender a la Iglesia universal la práctica de algunas Iglesias particulares, y Santo Tomás, a quien se atribuye la composición de las magníficas fórmulas litúrgicas de ese día, conlentóse con recoger un bello oficio anterior, que retocó, completó y armonizó, dejando en él las huellas de su genio. Esto fue en 1264, fecha que formó época en la historia del culto al Santísimo Sacramento: pues de entonces data este alegre y triunfal homenaje a la Divina Majestad, absolutamente aparte de la celebración de la Misa, rasgo característico del catolicismo moderno. Cincuenta años más tarde se celebran en todas partes procesiones triunfales, con custodias resplandecientes, humeantes incensarios, grupos de adolescentes que danzan, llevan vasos de perfumes o tapizan de flores el camino, y capillas de músicos que estremecen los aires con sus himnos. La cristiandad pondrá en este cortejo eucarístico lo más grande de su genio, lo más bello de su arte, lo más precioso de su riqueza y lo más ardiente de su fervor religioso; hasta que en siglos posteriores aparezcan nuevas formas de adoración al Santísimo, como las bendiciones, las Exposiciones y el uso de las Cuarenta Horas.
Aquella explosión ruidosa de devoción a Jesús Sacramentado tuvo en España una de sus más espléndidas manifestaciones. Fue entre nosotros donde se hizo popular un saludo eucarístico: «Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar»; y de aquella devoción entusiasta quedaron huellas profundas en nuestra legislación, en nuestra historia, en nuestro arte, en nuestra literatura y en nuestras costumbres. España es la nación de las grandes y magníficas custodias, de los bellísimos cálices románicos y platerescos, de las viejas cofradías del Santísimo, de las «Rocas» valencianas, de los autos sacramentales, de los maravillosos bordados litúrgicos y de la famosa capilla del Corpus Christi de Valencia, fundación del Beato Juan de Ribera, aquel hombre que, para honra de la Sagrada Eucaristía, deseó tener, no sólo todas las Indias con todos sus diamantes, piedras, perlas, plata y oro, sino también toda cuanta riqueza se pudiera encontrar en el mundo».
Son bien conocidas la legislación eucarística del Código de las Partidas; las locuras eucarísticas de San Pascual Bailón y de la Loca del Sacramento; la devoción eucarística de un Felipe II, el que decía que «el sol del Corpus no hizo daño a nadie»; pero es menos conocido el fervor eucarístico del heroico Alfonso Ferrández Coronel, cuya historia nos lleva a la época en que comenzaba a extenderse el nuevo aspecto de la devoción al Santísimo. Defendía Alfonso su villa de Aguilar contra las tropas de Pedro el Cruel. Su causa estaba perdida. A un amigo suyo que se lamentaba de su situación, le decía: «Gutier Ferrández, yo veo un remedio todavía: morir lo más apuestamente que yo pudiere como caballero. E armóse un gambax, e una loriga, e una capellina, e así fue a oír misa. E estando en la iglesia, llegó a él un escudero e díxole: « ¿Qué facedes, don Alfonso Ferrández, que la villa se entra por el portillo del muro?» E don Alfonso respondió: «Como quiere que sea, primero veré a Dios.» E estuvo quedo fasta que alzaron el cuerpo de Dios, e después salió de la iglesia, e púsose en una torre de la villa armado como estaba.» Allí, revestido de una fuerza sobrenatural, aguardó la muerte luchando, y allí fue también donde este modelo admirable de estoicismo cristiano pronunció la frase famosa, que tantas veces se ha repetido en la historia de España: «Esta es Castilla, que face los omes e los gasta.»
Hay, sin embargo, partes que se remontan al mismo Cristo; son ritos esenciales, que aparecen ya en el relato de la institución de la Eucaristía, y que se encontrarán en todas las misas de todos los tiempos y de todas las Iglesias.
Se celebraba la primera de las vigilias cristianas. Era en aquella noche memorable que precedía a la Pascua. El Maestro se hallaba reunido con sus discípulos en aquella sala grande y amueblada que Pedro y Juan acababan de disponer para el gran acto. Fuera se agitaban el odio y la intriga; allí resplandecía la claridad serena de una solemnidad que había de propagarse indefinidamente a través de los siglos. Queriendo poner fin a la ley antigua por la observancia plena de la ley, Jesús celebró la Pascua juntamente con sus discípulos, y en aquella misma noche en que el Cordero de Dios iba a ser entregado, comió el cordero simbólico. Después, levantándose de la mesa, tomó el pan, y dando gracias, le partió, le dio a sus discípulos y dijo: «Tomad y comed; éste es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros.» Y, tomando luego el cáliz, después de dar gracias, se lo dio, diciendo: «Bebed todos de él; porque éste es el cáliz de mi Sangre, la Sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos, en remisión de los pecados.»
Tales son las palabras del amor que nunca engaña, las que perpetuaron la presencia real del Dios-Hombre en la tierra, las que inauguraron el sacrificio que durará mientras exista el mundo. Sencilla y sublime, la narración evangélica nos revela ya una ceremonia, una acción litúrgica. En ella se ve ya el esquema de toda la liturgia de la Misa, con sus cuatro partes principales. En primer lugar, Cristo «dio gracias», o, como diríamos traduciendo literalmente del texto griego, «eucaristizó»; después, pronunció unas palabras misteriosas; a continuación, rompió el pan, y, finalmente, lo distribuyó. Aquí tenemos ya el prefacio, la consagración, la fracción y la comunión. Y tenemos también los dos nombres con que los primeros cristianos designaron aquella ceremonia: eucaristía y fracción del pan. La Misa había nacido; en medio de su maravillosa sencillez, todo lo esencial se halla en aquella ceremonia de la última cena.
«Haced esto en memoria de Mí», había dicho Jesús a sus discípulos; y ellos, dóciles a este mandato, «perseveraban concordes en la fracción del pan». Estamos en los primeros días de la Iglesia, entre aquella minúscula cristiandad que conserva aún toda la frescura de los recuerdos evangélicos, la que vive envuelta en la belleza nostálgica de los orígenes. Sobre ella flota la brisa ligera del mar de Tiberiades y del monte de las Bienaventuranzas, un resto de aquella intimidad del Maestro y los discípulos, algo de aquella alegría melancólica del Cenáculo, de la reunión en torno a la misma mesa con Jesús. Se evoca, se reproduce aquella escena inolvidable; los Apóstoles «ministran» al Señor, o, mejor dicho, «liturgizan»: es la palabra que emplea el texto original de los Actos para indicar la fracción del pan. Primero, en el Cenáculo de Jerusalén, que les cuesta abandonar por los recuerdos que tiene para ellos; después, en otros cenáculos que se van multiplicando a través del mundo romano: en Antioquía, en Corinto, en Atenas, en Roma.
Podemos reconstruir el cuadro. Es de noche. Sirve de escenario una habitación amplia de una casa particular. Está cerrada cuidadosamente. Dentro, un grupo de hombres y mujeres se sientan, recogidos, alrededor de una mesa. Un anciano, que es un Apóstol o un discípulo de los Apóstoles, preside. Delante de él, sobre la mesa, hay pan y una copa de vidrio, de metal o de loza. Los asistentes le miran extáticos y expectantes. Él se levanta, dirige la mirada hacia la altura y, rompiendo el silencio, comienza con voz grave la gran oración: la Acción de gracias, la Eucaristía. Va improvisando, pero la tarea no es difícil, porque los temas son siempre los mismos. Ya entre los hebreos, el que presidía la comida del cordero pascual empezaba rezando una alabanza, una oración eucarística en que recordaba los beneficios que Yahvé había dispensado a su pueblo escogido. Este prefacio judaico fue el primer molde de la oración eucarística; pero, entre los beneficios divinos, en la asamblea cristiana importaba, sobre todo, recordar la obra redentora del Divino Mediador. El recuerdo de Jesús traía consigo una rápida enumeración de los grandes sucesos de su paso por la tierra hasta el momento de la institución de la Eucaristía.
Aquí, el celebrante, dejando la acción principal al mismo Cristo, reproducía literalmente las palabras de los evangelistas, las únicas que podían realizar la transustanciación del pan y del vino. Habían llegado a la consagración, cuya fórmula será idéntica en todas las liturgias, en Bizancio y en Roma, en Antioquía y en Jerusalén; en Alejandría y en Armenia, en Milán y en Toledo, indicio evidente de un origen apostólico. Desde este momento todo converge hacia la fracción, preludio de la comunión. El sacrificio cristiano es esencialmente el sacrificio de Jesucristo, y la forma eucarística de este sacrificio es el medio amorosamente dispuesto para que todos los hombres puedan tomar parte en él de una manera activa y actual. Ahora bien: esta participación tiene su realización completa en la comunión, que va a concentrar ahora la atención del anciano improvisador de la plegaria eucarística. Pide a Dios «que acoja favorablemente esta intervención nuestra», que mire con agrado esa ofrenda, que es nuestra, porque la ofrecemos nosotros y porque nos ofrecemos nosotros juntamente con la Víctima divina, y termina su discurso con un elogio solemne, con una doxología, acompañada de una rápida ostensión de las especies, con la cual parece indicar a los que le escuchan que ha llegado ya el momento de la comunión.
Todo parece una renovación de la última cena. No hay aún complicación alguna, ni solemnidad especial. El anciano reza en alta voz, en nombre de todos, delante de la mesa. Nos parece oír la oración sacerdotal que Cristo dirigió a su Padre en aquella última noche de su vida mortal. Pero las ideas son distintas: excepto en el momento central, es el hombre quien habla. Están haciendo las fórmulas sacrosantas con que la Iglesia inmolará diariamente el sacrificio de la nueva ley, y estamos ya a medio camino del canon de la Misa actual.
Poco a poco, a medida que aumenta el número de los cristianos, va aumentando también la pompa en la celebración de los sagrados misterios. San Ireneo cree ver un eco de las asambleas litúrgicas de los cristianos, alrededor del año 100, en aquella reunión que describe el autor del Apocalipsis, celebrada el primer día de la semana. Preside un Pontífice venerable, sentado en un trono y rodeado de veinticuatro ancianos o presbíteros; su vestidura es una nívea hopalanda que le llega hasta los pies y un cíngulo de oro; en torno suyo resuenan himnos de alabanzas, acompañados por cítaras y salterios; hay un altar, siete candelabros, un incensario de oro con fuego e incienso, que humea; un libro cerrado con siete sellos; un cordero que parece muerto, y, debajo del altar, los huesos de los santos mártires.
A pesar de las persecuciones, es aquél un período en que el rito se amplía y se hace más solemne. La reunión de los fieles es ya numerosa y fuerte. No obstante, deben reunirse todavía durante la noche en casas particulares; con frecuencia, en los cementerios subterráneos, y en intervalos de calma, en iglesias levantadas al aire libre. Es preciso rodearse de toda suerte de precauciones. De altar sirve el sepulcro de un mártir. Junto a él se coloca el Pontífice, y enfrente, en pie, están los fieles, los ricos y los poderosos mezclados con los pobres y los humildes. Tal vez el presidente de la asamblea es un antiguo esclavo; por ejemplo, el Papa Calixto. Todos saben que la Misa no es sólo el gran sacrificio del culto cristiano, sino también el signo más elocuente de la unidad de la Iglesia, el vínculo de caridad entre fieles y pastores y entre unos fieles y otros.
La ceremonia empezaba con un saludo del celebrante, que recordaba el saludo de Cristo a sus Apóstoles: «La paz sea con vosotros.» Seguía la oración o letanía, una de las formas más antiguas de la oración cristiana. El diácono formulaba las súplicas; el pueblo respondía: «Kyrie, eleison», y el sacerdote recogía todos aquellos anhelos en la «colecta». Venían luego las lecturas. Se leían trozos del Antiguo y del Nuevo Testamento (la Epístola y el Evangelio), entre ellos se cantaban salmos, y, finalmente, el obispo comentaba alguno de los textos que se acababan de leer. Fácil es ver, que todo esto no tiene relación directa con el sacrificio. Es, sencillamente, el oficio que los judíos celebraban los sábados en las sinagogas. No hay que olvidar que los primeros convertidos vinieron del judaísmo. Fieles guardadores de la ley mosaica, siguieron practicando los ritos de su primera religión; y así, a la asamblea propiamente cristiana de la fracción del pan, se juntó la liturgia de las reuniones hebreas, sin más que añadir al leccionario los libros del Nuevo Testamento. Así nació la primera parte de la Misa, la que se llama Misa de los catecúmenos. Al empezar el siglo II, la adaptación se había ya realizado.
No tardaron en aparecer innovaciones importantes en el cuerpo mismo de la sinaxis eucarística. Para indicar mejor su participación en el sacrificio, los fieles empiezan por presentar las ofrendas que van a ser «eucaristizadas». Se echaba agua en el vino, nuevo símbolo de la unión de Cristo y los fieles. La alabanza preparatoria de la consagración se interrumpe con las exclamaciones jubilosas de los asistentes. Cuando ha llegado a su mayor desarrollo, la asamblea canta el trisagio; cuando, consagradas ya las especies, termina la oración, el pueblo, dice San Justino, respondía: «Amén.» En el canon ha aparecido ya también la lectura de los dípticos donde están escritos los nombres de los santos, en cuya unión se ofrece el sacrificio de los fieles vivos y difuntos, por los cuales se ofrece. Nuevos ritos nacen como preparatorios de la comunión, entre ellos el rezo del «Pater noster» y, consecuencia de él, el ósculo de la paz, que circula a través de la asamblea mientras resuena el canto del «Agnus Dei». Venía luego la distribución del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la oración y bendición del celebrante, y así terminaba la ceremonia.
La evolución seguía natural y armónica. Los nuevos ritos, lejos de oscurecer los cuatro actos primitivos, venían a iluminarlos, a comentarlos, a darles más fuerza y más relieve. La revolución religiosa del siglo IV va a dar entrada a nuevos elementos. Hay paz, hay libertad, hay grandes basílicas con pavimentos de mosaico, altares de plata y vasos de oro. La Iglesia va a poder dar a la celebración del Santo Sacrificio todo el esplendor que le conviene. Los obispos se dirigen en procesión al templo, el pueblo les acompaña, y mientras el cortejo desfila, los clérigos cantan versos de los salmos. Así nació el Introito. Hay otros dos momentos en que la asamblea se conmueve: es cuando lleva las ofrendas y cuando se acerca a comulgar; para acompañar estos movimientos y para mantener despiertos los espíritus, se crean otros dos cantos, que son el Ofertorio y la Comunión. Por este tiempo aparece también en la liturgia el eco triunfal del «Gloria in excelsis Deo»; y así se va completando el drama sublime de la liturgia cristiana. La joya divina del sacrificio queda espléndidamente engastada en filigranas de oraciones, de símbolos, de cantos, de lecturas y de ceremonias, que envuelven en un velo sagrado la celebración del gran misterio, a fin de llenar los corazones de un profundo respeto y de excitar las inteligencias a la consideración de las verdades religiosas. Se han contemplado los ritos, se ha tejido un tapiz espléndido de acciones y palabras; la oración eucarística, el canon, es lo que la palabra canon significa: una cosa fija, intangible; y esa liturgia maravillosa, esa cosa más angélica que se ha llamado la cosa más bella después del Cielo, ha recibido un nombre definitivo. Cuando, terminada la ceremonia, el diácono va a despedir al pueblo, lo hace con esa fórmula del bajo latín: «Ite missa est.» Marchad, esto es el envío. «Missa» significa envío; pero los fieles han recogido esta palabra para indicar el más soberano de sus misterios.
Sin embargo, aún no habían aparecido las genuflexiones y otras formas de adoración que seguirán en buena hora. Durante la celebración de la Misa, los fieles se arrodillaban en las oraciones litánicas del principio, estaban sentados mientras se decían los cánticos y las lecturas, y asistían en pie o reclinados sobre báculos en el momento de la Misa propiamente dicha. La piedad eucarística tenía un matiz especial en aquellos primeros siglos, un aspecto netamente teocéntrico. En el centro de la conciencia religiosa estaba el Rey invisible del reino celeste, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Dios a quien Jesús nos había dado acceso por su Sangre. No es que se dudase un solo momento del dogma de la presencia real; al contrario, en medio de innumerables herejías, que sacudieron los más firmes fundamentos de la Teología católica, la doctrina acerca de la Eucaristía permaneció indemne. Los Padres apostólicos y los Santos Padres, desde San Ignacio de Antioquía hasta San Agustín, enseñan que la Eucaristía es verdaderamente la carne de Cristo, tomada de la Virgen María, y los pintores de las catacumbas se esfuerzan por traducir esta enseñanza en bellas imágenes simbólicas, inspiradas en pasajes bíblicos o en la antigua mitología pagana. Pero aquellos primeros cristianos lo que primeramente miraban en la fracción del pan era el ágape, la oblación pura del Nuevo Testamento, el banquete de amor por el cual Cristo se adhiere a sus almas para unirlas después al Padre. Cristo era, ante todo, el mediador, el lazo de unión entre el Cielo y la tierra. Sobre el mundo notaba todavía algo de aquella intimidad, de aquella familiaridad que había reinado entre el Maestro y los discípulos cuando se sentaban en la misma barca.
Las grandes disensiones eucarísticas empiezan en el siglo IX. Todos los doctores de la época carolingia componen algún libro acerca del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Curiosos e inquietos, estos precursores de la Escolástica tratan de explicarse la manera con que se realiza el misterio, y, en medio de la polémica, aparece por primera vez la palabra «transustanciación». Más de una vez los combatientes pasan bordeando la herejía, hasta que, a principios del siglo XI, un hereje de Tours, Berengario; se atreve a negar la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las discusiones arrecian y se prolongan durante todo el siglo XII. Más de cien tratados se compusieron en esta época sobre la Sagrada Eucaristía.
Fruto de estas luchas seculares va a ser una nueva actitud de los fieles ante el gran misterio de nuestra fe. Cristo, Hijo del hombre, va a obtener un culto en cierto sentido autónomo, precisamente como Hijo del hombre. Va a ser un culto que puede llamarse antropocéntrico. Como protesta contra la herejía de Berengario, la Iglesia de Occidente adopta el rito de la elevación en el momento de consagrar el pan y el vino. Era una innovación hija de una piedad nueva. Con ella, la idea del sacrificio dirigido al Padre por medio del Hijo se suspende un instante para detener sobre el Hijo, sobre la Víctima, la adoración de los fieles; pero este nuevo rito respondía de una manera tan perfecta al fervor del pueblo cristiano, que a fines del siglo XIl era ya general. Se había dado ya el primer paso en la revelación de un nuevo aspecto dentro del misterio eucarístico. Nuevo sólo hasta cierto punto, porque ya la Iglesia primitiva había exigido los honores de la adoración para el Cuerpo de Cristo presente en el altar. «Adora y comulga», clamaba San Juan Crisóstomo; y San Agustín decía: «Nadie coma la carne de Jesucristo sin haberla adorado antes; lejos de ser pecado esta adoración, lo fuera el no tributarla.» No obstante, los signos de reverencia, las inclinaciones profundas, las genuflexiones, no aparecen en el ceremonial de la Misa hasta los últimos siglos medios. Primero las encontramos en la elevación. Los libros de Misa del siglo XIV mandan ya a los fieles que en ese momento fijen la vista en la Sagrada Hostia, levanten las manos como para darle la bienvenida y después se inclinen reverentemente delante de ella. Poco a poco, la inclinación se convierte en genuflexión; y así, un devocionario del siglo XIV dice: «Cuando suene la campanilla de la consagración, harás reverencia a Jesús presente en el altar, y, arrodillado, levantarás las manos mirando la Hostia levantada, donde está el mismo a quien Judas vendió.»
Esta nueva orientación de la piedad cristiana fue la que inspiró la fiesta del Corpus. Urbano IV, que la instituyó, no hizo más que extender a la Iglesia universal la práctica de algunas Iglesias particulares, y Santo Tomás, a quien se atribuye la composición de las magníficas fórmulas litúrgicas de ese día, conlentóse con recoger un bello oficio anterior, que retocó, completó y armonizó, dejando en él las huellas de su genio. Esto fue en 1264, fecha que formó época en la historia del culto al Santísimo Sacramento: pues de entonces data este alegre y triunfal homenaje a la Divina Majestad, absolutamente aparte de la celebración de la Misa, rasgo característico del catolicismo moderno. Cincuenta años más tarde se celebran en todas partes procesiones triunfales, con custodias resplandecientes, humeantes incensarios, grupos de adolescentes que danzan, llevan vasos de perfumes o tapizan de flores el camino, y capillas de músicos que estremecen los aires con sus himnos. La cristiandad pondrá en este cortejo eucarístico lo más grande de su genio, lo más bello de su arte, lo más precioso de su riqueza y lo más ardiente de su fervor religioso; hasta que en siglos posteriores aparezcan nuevas formas de adoración al Santísimo, como las bendiciones, las Exposiciones y el uso de las Cuarenta Horas.
Aquella explosión ruidosa de devoción a Jesús Sacramentado tuvo en España una de sus más espléndidas manifestaciones. Fue entre nosotros donde se hizo popular un saludo eucarístico: «Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar»; y de aquella devoción entusiasta quedaron huellas profundas en nuestra legislación, en nuestra historia, en nuestro arte, en nuestra literatura y en nuestras costumbres. España es la nación de las grandes y magníficas custodias, de los bellísimos cálices románicos y platerescos, de las viejas cofradías del Santísimo, de las «Rocas» valencianas, de los autos sacramentales, de los maravillosos bordados litúrgicos y de la famosa capilla del Corpus Christi de Valencia, fundación del Beato Juan de Ribera, aquel hombre que, para honra de la Sagrada Eucaristía, deseó tener, no sólo todas las Indias con todos sus diamantes, piedras, perlas, plata y oro, sino también toda cuanta riqueza se pudiera encontrar en el mundo».
Son bien conocidas la legislación eucarística del Código de las Partidas; las locuras eucarísticas de San Pascual Bailón y de la Loca del Sacramento; la devoción eucarística de un Felipe II, el que decía que «el sol del Corpus no hizo daño a nadie»; pero es menos conocido el fervor eucarístico del heroico Alfonso Ferrández Coronel, cuya historia nos lleva a la época en que comenzaba a extenderse el nuevo aspecto de la devoción al Santísimo. Defendía Alfonso su villa de Aguilar contra las tropas de Pedro el Cruel. Su causa estaba perdida. A un amigo suyo que se lamentaba de su situación, le decía: «Gutier Ferrández, yo veo un remedio todavía: morir lo más apuestamente que yo pudiere como caballero. E armóse un gambax, e una loriga, e una capellina, e así fue a oír misa. E estando en la iglesia, llegó a él un escudero e díxole: « ¿Qué facedes, don Alfonso Ferrández, que la villa se entra por el portillo del muro?» E don Alfonso respondió: «Como quiere que sea, primero veré a Dios.» E estuvo quedo fasta que alzaron el cuerpo de Dios, e después salió de la iglesia, e púsose en una torre de la villa armado como estaba.» Allí, revestido de una fuerza sobrenatural, aguardó la muerte luchando, y allí fue también donde este modelo admirable de estoicismo cristiano pronunció la frase famosa, que tantas veces se ha repetido en la historia de España: «Esta es Castilla, que face los omes e los gasta.»
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