Muchos siglos hace que la Iglesia cantaba en la liturgia del Viernes Santo: «Oh pueblo mío, yo abrí el mar delante de ti. Y tú abriste mi costado con la lanza.» Estas palabras impresionaban profundamente a las almas enamoradas de Jesús, y una de ellas, Catalina de Siena, exponiendo el alcance doctrinal de aquella herida, escribía estas palabras luminosas: «Dulce Cordero sin mancha, ya estabas muerto cuando se abrió tu costado; ¿por qué, pues, quisiste que tu corazón fuese vulnerado y abierto?» y Él respondía: «Por muchas razones, de las cuales sólo te daré la principal. Mi deseo con respecto a la raza humana era infinito, y el acto presente del sufrimiento y de los dolores, finito. Este sufrimiento no era todavía suficiente para manifestaros lo mucho que os amaba, puesto que mi amor no tenía límites. He aquí por qué quise revelaros el secreto del corazón, presentándole abierto a vuestras miradas a fin de que comprendieseis que el amor era infinitamente mayor que el dolor.»
Esta misma idea conmovía por el mismo tiempo el alma sensible de otra monja, a quien podemos considerar como precursora de la gran devoción de los tiempos modernos. Era la benedictina Santa Gertrudis, a quien Jesús visitaba en su celda de Helfta, dándole a conocer sus más íntimos secretos. Gertrudis es la primera exploradora de un mundo espléndido, cuyos opulentos tesoros apenas conocían los hombres antes de ella. A sus ojos de poeta, el Corazón Sagrado se presentaba envuelto en las más primorosas imágenes, significativas de su bondad, de su amabilidad, de su hermosura y de sus riquezas insondables. Y unas veces le veía como la copa que Dios pone en las manos del alma para que brinde en la asamblea de los santos; otras, como el altar rodeado de legiones de mártires y vírgenes, del cual se levanta hasta la presencia del Padre el holocausto perfecto de propiciación; otras, como el arca inexhausta de los dones celestiales, o como la cítara que, pulsada por el Espíritu, es la delicia de los escogidos, o como la fuente de la cual brotan arroyos de aguas cristalinas, o como el incensario de oro que llena de aromas los ámbitos del Cielo.
Pero lo mismo Gertrudis que Catalina, eran dos privilegiadas: entraron en el santuario, admiraron sus riquezas, gozaron de sus intimidades, pero por un favor espacial. Aún no había llegado el tiempo de abrir las puertas a los profanos. Llegaría, sin duda, y entonces, una nueva savia de vida circularía por los miembros entumecidos del mundo. Así se lo decía San Juan Evangelista a la vidente de la abadía de Helfta: «Cuando la caridad se enfríe en el mundo envejecido yo le revelaré los secretos del Sagrado Corazón.» Y el mundo, sin duda, está ya viejo, agotado, extenuado. Parece como si nos amenazase la fatiga de la consunción; parece como si se hubiesen gastado todas las reservas de energía, de optimismo, de espiritualidad, y se cerrase todo camino a la esperanza. Era el momento de realizarse la gran promesa del discípulo amado, y Dios, que tiene siempre recursos nuevos, que nos manda esperar contra la esperanza, que juega con las imposibilidades y los absurdos, y de ese juego saca la victoria, abrió su mano poderosa e invencible, y en medio de la Humanidad, como en otro tiempo el árbol de la vida en medio del Paraíso, apareció el Corazón de Jesús, manantial abierto para los labios abrasados por la fiebre, veneno que no se agota nunca, que más se enriquece cuanto más se prodiga, y cuya abundancia crece cuanto más se explora y profundiza en él.
Es la devoción de nuestros días, misteriosamente dispuesta para los hombres que estaban a punto de morirse ateridos de indiferencia. Es el recurso inesperado de la última hora, el remedio prodigioso de la situación desesperada. No se trata de un dogma nuevo ni de una nueva religión, pues la adoración del Hijo de Dios en su Pasión y en todos los momentos de su vida es tan antigua como la Iglesia; se trata de un aspecto más íntimo, más tierno, más amoroso. Al principio, Dios había abierto su boca, y del abismo de la nada surgieron los mundos. «Dijo, y todo fue hecho.» Después abrió su mano, y la naturaleza resplandeció como un reflejo de su hermosura. «Abristeis vuestra mano, y todo cuanto vive se llenó de bendición.» Fecundada por la bendición de la mano divina, la vida se expandió por el mundo, la Naturaleza entera rompió en flores y semillas, y todas las cosas se regocijaron en un magnífico despertar. Ni una sombra en medio de aquella claridad, ni una cacofonía en aquel concierto del mundo primitivo. De arriba, como cataratas hirvientes, descendían la luz, la gracia y la verdad; de abajo, como espirales de incienso, subían la justicia, la fidelidad y el amor; y en esta casta unión del tiempo con la eternidad, el mundo era feliz, porque todo en él realizaba sin esfuerzo su destino.
Vino el pecado, se rebeló el ángel, prevaricó el hombre, desapareció la armonía primitiva, y, sin embargo, la mano siguió bendiciendo, y derramando la vida, y embelleciendo los campos, y guiando el movimiento de los mundos. Los labios se abrieron nuevamente para traer a la tierra hálitos de esperanza, para prodigar el don del consuelo, para volver al camino a los que andaban extraviados en las sombras de la muerte. «Abriendo su boca, los enseñaba.» Esto era poco todavía. Hay en el hombre una fuente secreta de la cual brotan las palabras que pronuncian los labios y las dádivas que la mano distribuye. No nos basta la vibración de la voz, no nos basta el brillo del presente; queremos llegar hasta el fondo de esa fuente sagrada, que es el corazón; es el alma de todo, la medida y el valor de todo, lo que pone sentido en las palabras y hace amable la generosidad. En realidad, el corazón es el hombre.
Pues bien, también Dios tiene un Corazón, un Corazón de carne, que se formó en las purísimas entrañas de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, que es el amor en el seno de la Trinidad. Y un día, después de haber abierto su mano, después de haber abierto su boca. Dios quiso abrirnos también su Corazón. Ninguna necesidad tenía; Dios es la verdad: todos sus dones nacen de la fuente pura del amor. Pero nadie debía dudar; era preciso que nadie pensase que todas estas cosas con que nos favorece eran sólo algunas migajas de su mesa aburridamente, desdeñosamente arrojadas a este mundo inferior. Y allí tenemos la palabra inolvidable del Evangelista: «Un soldado — dice — le abrió el costado con una lanza.» Abrióse, ciertamente, una herida, pero abrióse también una puerta. Aquella lanza atrevida y piadosa iba guiada por dos brazos enemigos: el del odio y el del amor. La herida venía del pecado, pero la puerta se abría espontáneamente, generosamente, como el tallo de una planta, como el cáliz de una flor, por obra de una fuerza infinita y vital, por la virtud del amor. Y apareció un mundo de bellezas infinitas, un océano de perfecciones insondables, de excelencias, de gracias, de virtudes, de riquezas. «Porque allí habita sustancialmente la plenitud de la divinidad», dice San Pablo; porque sí. en realidad el corazón es el hombre, en cierto modo el Corazón de Jesús es el mismo Jesús, Dios y hombre.
Los hombres se habían casi olvidado de sondear este tesoro maravilloso que se ofrecía deslumbrante a sus miradas. Rodeados de luz, parecían como ciegos; envueltos en la llama, se morían de frío, y el hambre los ahilaba y los consumía, mientras el Cielo presentaba delante de ellos deleites de insospechados manjares. Y fue necesaria la invitación misma de Dios, la presencia emocionante de Cristo, sublime de ignominia, desesperando casi de los hombres y obstinado más que nunca en salvarlos, en sacarlos del absurdo que es la vida sin amor. Y, como un eco de aquel «Sitio» del Calvario, recorrieron la tierra estas palabras patéticas y desgarradoras, que eran como el último reclamo del Cielo a la tierra: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres.» Y como un eco se levantó de la tierra este cántico: «Que todos los corazones amen al Corazón amable de Cristo, fuente de miel y de amor; que todas las lenguas celebren al Corazón del Rey soberano, Corazón y vida de la nueva ley.»
Así cantaba a fines del siglo XVII el gran mensajero de las misericordias divinas: San Juan Eúdes. Este discípulo del Oratorio es el primer apóstol de la nueva devoción, el promotor infatigable del culto público al Sagrado Corazón de Jesús. Le propagó ardorosamente en sus viajes a través del norte de Francia, le cantó en himnos de fuego, le consagró altares, capillas e iglesias; le expuso en una liturgia rica de pensamiento y de poesía y le defendió en libros densos de doctrina y en sermones de una elocuencia vibrante y arrebatadora. Ya empezaban a circular los primeros breves apostólicos aprobando la innovación, cuando el mundo se entera con estupefacción de las revelaciones de Parayle-Monial. Envuelta en el halo de las visitas celestes y consumidas por la mordedura de sufrimientos espantosos vivía allí una monja cuyo destino parecía ser consumirse como una hostia de dolor y de amor. En medio de los más atroces martirios, ella decía: «Aunque mis penas durasen hasta el día del Juicio, sabiendo que esa es la voluntad de Dios, viviría contenta.» Y añadía: «Quisiera tener mil cuerpos para sufrir, mil corazones para amar y mil espíritus para adorar.»
Esta hija de San Francisco de Sales, está enamorada de Jesús, que, como en otro tiempo San Juan, reclinó muchas eces su cabeza sobre el pecho del Salvador y oyó los divinos latidos, esta mística a quien hoy veneramos en los altares con el nombre de Santa Margarita María Alacoque, fue escogida providencialmente para ser la evangelizadora del amor de Cristo, y sus mensajes, recibidos en el silencio de la celda conventual, llegaron hasta las extremidades de la tierra con la rapidez de la llama. Ella vio «en la punta suprema del entendimiento» las profundidades de aquel abismo que había sido hecho para una flecha sin medida, que es la flecha del amor; ella recogió los anhelos impacientes del Crucificado en visiones de futuros apogeos para la Iglesia, preparados en el homo de tormentos y abyecciones indecibles; ella anunció el reino del Corazón Sagrado, el triunfo supremo del Amor sobre el mundo, libertado y renovado por el fuego.
Juan Eúdes había visto el Corazón de Jesús como símbolo representativo de todas las perfecciones; Margarita María considera en él, ante todo, la fuente de las vibraciones amorosas del Salvador. En su éxtasis le ve abierto, herido, sangrante, llameante y coronado de espinas. Todo esto le habla de entrega, de ardor, de generosidad, de realeza, de humildad, de condescendencia, de amor; de amor hasta el sacrificio, hasta la sangre, hasta la muerte. Su emblema, derramado pronto por todo el mundo católico, es el símbolo del Amor, de un amor eterno, universal, omnipotente, apasionado, incansable, inagotable y sin reserva; del único amor que puede llenar nuestra avidez de amor, el único que puede hacernos felices en el tiempo y en la eternidad. Estamos hechos para Dios, y sabemos que el Corazón de Dios está siempre abierto para nosotros. Por eso la fiesta del Sagrado Corazón es la fiesta jubilosa del Amor.
Esta misma idea conmovía por el mismo tiempo el alma sensible de otra monja, a quien podemos considerar como precursora de la gran devoción de los tiempos modernos. Era la benedictina Santa Gertrudis, a quien Jesús visitaba en su celda de Helfta, dándole a conocer sus más íntimos secretos. Gertrudis es la primera exploradora de un mundo espléndido, cuyos opulentos tesoros apenas conocían los hombres antes de ella. A sus ojos de poeta, el Corazón Sagrado se presentaba envuelto en las más primorosas imágenes, significativas de su bondad, de su amabilidad, de su hermosura y de sus riquezas insondables. Y unas veces le veía como la copa que Dios pone en las manos del alma para que brinde en la asamblea de los santos; otras, como el altar rodeado de legiones de mártires y vírgenes, del cual se levanta hasta la presencia del Padre el holocausto perfecto de propiciación; otras, como el arca inexhausta de los dones celestiales, o como la cítara que, pulsada por el Espíritu, es la delicia de los escogidos, o como la fuente de la cual brotan arroyos de aguas cristalinas, o como el incensario de oro que llena de aromas los ámbitos del Cielo.
Pero lo mismo Gertrudis que Catalina, eran dos privilegiadas: entraron en el santuario, admiraron sus riquezas, gozaron de sus intimidades, pero por un favor espacial. Aún no había llegado el tiempo de abrir las puertas a los profanos. Llegaría, sin duda, y entonces, una nueva savia de vida circularía por los miembros entumecidos del mundo. Así se lo decía San Juan Evangelista a la vidente de la abadía de Helfta: «Cuando la caridad se enfríe en el mundo envejecido yo le revelaré los secretos del Sagrado Corazón.» Y el mundo, sin duda, está ya viejo, agotado, extenuado. Parece como si nos amenazase la fatiga de la consunción; parece como si se hubiesen gastado todas las reservas de energía, de optimismo, de espiritualidad, y se cerrase todo camino a la esperanza. Era el momento de realizarse la gran promesa del discípulo amado, y Dios, que tiene siempre recursos nuevos, que nos manda esperar contra la esperanza, que juega con las imposibilidades y los absurdos, y de ese juego saca la victoria, abrió su mano poderosa e invencible, y en medio de la Humanidad, como en otro tiempo el árbol de la vida en medio del Paraíso, apareció el Corazón de Jesús, manantial abierto para los labios abrasados por la fiebre, veneno que no se agota nunca, que más se enriquece cuanto más se prodiga, y cuya abundancia crece cuanto más se explora y profundiza en él.
Es la devoción de nuestros días, misteriosamente dispuesta para los hombres que estaban a punto de morirse ateridos de indiferencia. Es el recurso inesperado de la última hora, el remedio prodigioso de la situación desesperada. No se trata de un dogma nuevo ni de una nueva religión, pues la adoración del Hijo de Dios en su Pasión y en todos los momentos de su vida es tan antigua como la Iglesia; se trata de un aspecto más íntimo, más tierno, más amoroso. Al principio, Dios había abierto su boca, y del abismo de la nada surgieron los mundos. «Dijo, y todo fue hecho.» Después abrió su mano, y la naturaleza resplandeció como un reflejo de su hermosura. «Abristeis vuestra mano, y todo cuanto vive se llenó de bendición.» Fecundada por la bendición de la mano divina, la vida se expandió por el mundo, la Naturaleza entera rompió en flores y semillas, y todas las cosas se regocijaron en un magnífico despertar. Ni una sombra en medio de aquella claridad, ni una cacofonía en aquel concierto del mundo primitivo. De arriba, como cataratas hirvientes, descendían la luz, la gracia y la verdad; de abajo, como espirales de incienso, subían la justicia, la fidelidad y el amor; y en esta casta unión del tiempo con la eternidad, el mundo era feliz, porque todo en él realizaba sin esfuerzo su destino.
Vino el pecado, se rebeló el ángel, prevaricó el hombre, desapareció la armonía primitiva, y, sin embargo, la mano siguió bendiciendo, y derramando la vida, y embelleciendo los campos, y guiando el movimiento de los mundos. Los labios se abrieron nuevamente para traer a la tierra hálitos de esperanza, para prodigar el don del consuelo, para volver al camino a los que andaban extraviados en las sombras de la muerte. «Abriendo su boca, los enseñaba.» Esto era poco todavía. Hay en el hombre una fuente secreta de la cual brotan las palabras que pronuncian los labios y las dádivas que la mano distribuye. No nos basta la vibración de la voz, no nos basta el brillo del presente; queremos llegar hasta el fondo de esa fuente sagrada, que es el corazón; es el alma de todo, la medida y el valor de todo, lo que pone sentido en las palabras y hace amable la generosidad. En realidad, el corazón es el hombre.
Pues bien, también Dios tiene un Corazón, un Corazón de carne, que se formó en las purísimas entrañas de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, que es el amor en el seno de la Trinidad. Y un día, después de haber abierto su mano, después de haber abierto su boca. Dios quiso abrirnos también su Corazón. Ninguna necesidad tenía; Dios es la verdad: todos sus dones nacen de la fuente pura del amor. Pero nadie debía dudar; era preciso que nadie pensase que todas estas cosas con que nos favorece eran sólo algunas migajas de su mesa aburridamente, desdeñosamente arrojadas a este mundo inferior. Y allí tenemos la palabra inolvidable del Evangelista: «Un soldado — dice — le abrió el costado con una lanza.» Abrióse, ciertamente, una herida, pero abrióse también una puerta. Aquella lanza atrevida y piadosa iba guiada por dos brazos enemigos: el del odio y el del amor. La herida venía del pecado, pero la puerta se abría espontáneamente, generosamente, como el tallo de una planta, como el cáliz de una flor, por obra de una fuerza infinita y vital, por la virtud del amor. Y apareció un mundo de bellezas infinitas, un océano de perfecciones insondables, de excelencias, de gracias, de virtudes, de riquezas. «Porque allí habita sustancialmente la plenitud de la divinidad», dice San Pablo; porque sí. en realidad el corazón es el hombre, en cierto modo el Corazón de Jesús es el mismo Jesús, Dios y hombre.
Los hombres se habían casi olvidado de sondear este tesoro maravilloso que se ofrecía deslumbrante a sus miradas. Rodeados de luz, parecían como ciegos; envueltos en la llama, se morían de frío, y el hambre los ahilaba y los consumía, mientras el Cielo presentaba delante de ellos deleites de insospechados manjares. Y fue necesaria la invitación misma de Dios, la presencia emocionante de Cristo, sublime de ignominia, desesperando casi de los hombres y obstinado más que nunca en salvarlos, en sacarlos del absurdo que es la vida sin amor. Y, como un eco de aquel «Sitio» del Calvario, recorrieron la tierra estas palabras patéticas y desgarradoras, que eran como el último reclamo del Cielo a la tierra: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres.» Y como un eco se levantó de la tierra este cántico: «Que todos los corazones amen al Corazón amable de Cristo, fuente de miel y de amor; que todas las lenguas celebren al Corazón del Rey soberano, Corazón y vida de la nueva ley.»
Así cantaba a fines del siglo XVII el gran mensajero de las misericordias divinas: San Juan Eúdes. Este discípulo del Oratorio es el primer apóstol de la nueva devoción, el promotor infatigable del culto público al Sagrado Corazón de Jesús. Le propagó ardorosamente en sus viajes a través del norte de Francia, le cantó en himnos de fuego, le consagró altares, capillas e iglesias; le expuso en una liturgia rica de pensamiento y de poesía y le defendió en libros densos de doctrina y en sermones de una elocuencia vibrante y arrebatadora. Ya empezaban a circular los primeros breves apostólicos aprobando la innovación, cuando el mundo se entera con estupefacción de las revelaciones de Parayle-Monial. Envuelta en el halo de las visitas celestes y consumidas por la mordedura de sufrimientos espantosos vivía allí una monja cuyo destino parecía ser consumirse como una hostia de dolor y de amor. En medio de los más atroces martirios, ella decía: «Aunque mis penas durasen hasta el día del Juicio, sabiendo que esa es la voluntad de Dios, viviría contenta.» Y añadía: «Quisiera tener mil cuerpos para sufrir, mil corazones para amar y mil espíritus para adorar.»
Esta hija de San Francisco de Sales, está enamorada de Jesús, que, como en otro tiempo San Juan, reclinó muchas eces su cabeza sobre el pecho del Salvador y oyó los divinos latidos, esta mística a quien hoy veneramos en los altares con el nombre de Santa Margarita María Alacoque, fue escogida providencialmente para ser la evangelizadora del amor de Cristo, y sus mensajes, recibidos en el silencio de la celda conventual, llegaron hasta las extremidades de la tierra con la rapidez de la llama. Ella vio «en la punta suprema del entendimiento» las profundidades de aquel abismo que había sido hecho para una flecha sin medida, que es la flecha del amor; ella recogió los anhelos impacientes del Crucificado en visiones de futuros apogeos para la Iglesia, preparados en el homo de tormentos y abyecciones indecibles; ella anunció el reino del Corazón Sagrado, el triunfo supremo del Amor sobre el mundo, libertado y renovado por el fuego.
Juan Eúdes había visto el Corazón de Jesús como símbolo representativo de todas las perfecciones; Margarita María considera en él, ante todo, la fuente de las vibraciones amorosas del Salvador. En su éxtasis le ve abierto, herido, sangrante, llameante y coronado de espinas. Todo esto le habla de entrega, de ardor, de generosidad, de realeza, de humildad, de condescendencia, de amor; de amor hasta el sacrificio, hasta la sangre, hasta la muerte. Su emblema, derramado pronto por todo el mundo católico, es el símbolo del Amor, de un amor eterno, universal, omnipotente, apasionado, incansable, inagotable y sin reserva; del único amor que puede llenar nuestra avidez de amor, el único que puede hacernos felices en el tiempo y en la eternidad. Estamos hechos para Dios, y sabemos que el Corazón de Dios está siempre abierto para nosotros. Por eso la fiesta del Sagrado Corazón es la fiesta jubilosa del Amor.
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