En el convento de Saint-Trond, en Brabante, beata Cristina, llamada la “Admirable”, porque en ella obró Dios cosas realmente admirables, tanto en su cuerpo, pues tuvo que sufrir mucho, como en su alma, enriquecida con fenómenos místicos.
Nació en Brusthem en la diócesis de Lieja, en el seno de una familia de campesinos. A los veintidós años, Cristina tuvo un ataque, probablemente de catalepsia y los vecinos la creyeron muerta y trasladaron el cuerpo de la joven en un féretro a la iglesia para una misa de réquiem. Súbitamente, después del «Agnus Dei», Cristina se irguió, saltó fuera del féretro «como un pájaro», según cuenta su biógrafo y quedó colgada en una de las vigas del techo. Entonces, el sacerdote que la celebró, ordenó a Cristina que descendiese del techo. La beata reveló que había estado realmente muerta, que había descendido al infierno, donde reconoció a muchos amigos, y también al purgatorio, donde encontró a otros conocidos. Finalmente, había ascendido al cielo, donde se le había puesto en la alternativa de permanecer ahí o retornar a la tierra a sacar del purgatorio, con sus oraciones y sufrimientos, a quienes había visto ahí. Eligió volver a la tierra y su alma había reanimado el cadáver en el preciso instante del «Agnus Dei».
Su historia parece la de una “histérica”; se cree que aborrecía el olor de los seres humanos, que se agarraba a los molinos de viento y daba vueltas y vueltas, y que rezaba balanceándose sobre o una valla o acurrucada como una bola. Era de una pureza tal que el menor atisbo de pecado llegaba a causarle nauseas. La gente huía de ella y se la tomó por “endemoniada”. Se vestía de andrajos, vivía de limosna y su conducta era verdaderamente sorprendente. Su biógrafo escribe, que después de que Cristina se encaramó a la pila bautismal de la iglesia de Wellen, «su conducta empezó a asemejarse más a la del resto de los hombres: se volvió menos inquieta y pudo soportar un poco mejor el hedor de los mortales».
Cristina pasó los últimos años de su vida en el convento de Santa Catalina de Saint-Trond, donde murió a los setenta y cuatro de edad. Aun en el convento no faltaban quienes la consideraban con el mayor respeto. Luis, el conde de Looz, la trataba como a una amiga, la recibía en su castillo, aceptaba sus reprensiones y en su lecho de muerte insistió en abrirle su conciencia. La beata María de Oignies le profesaba cierta admiración; la superiora del convento alabó la obediencia de Cristina y santa Lutgarda solía pedirle consejo. Algunos autores piensan que debería ser san Luis IX el santo y no Cristina.
Indudablemente que la biografía de Cristina contiene exageraciones, falsas interpretaciones y cierta manía de edificación, muy comunes entre los escritores de la época. En todo caso, la conclusión que se saca de dicha biografía es que Cristina de Brusthem constituía, simplemente, un caso patológico.
Nació en Brusthem en la diócesis de Lieja, en el seno de una familia de campesinos. A los veintidós años, Cristina tuvo un ataque, probablemente de catalepsia y los vecinos la creyeron muerta y trasladaron el cuerpo de la joven en un féretro a la iglesia para una misa de réquiem. Súbitamente, después del «Agnus Dei», Cristina se irguió, saltó fuera del féretro «como un pájaro», según cuenta su biógrafo y quedó colgada en una de las vigas del techo. Entonces, el sacerdote que la celebró, ordenó a Cristina que descendiese del techo. La beata reveló que había estado realmente muerta, que había descendido al infierno, donde reconoció a muchos amigos, y también al purgatorio, donde encontró a otros conocidos. Finalmente, había ascendido al cielo, donde se le había puesto en la alternativa de permanecer ahí o retornar a la tierra a sacar del purgatorio, con sus oraciones y sufrimientos, a quienes había visto ahí. Eligió volver a la tierra y su alma había reanimado el cadáver en el preciso instante del «Agnus Dei».
Su historia parece la de una “histérica”; se cree que aborrecía el olor de los seres humanos, que se agarraba a los molinos de viento y daba vueltas y vueltas, y que rezaba balanceándose sobre o una valla o acurrucada como una bola. Era de una pureza tal que el menor atisbo de pecado llegaba a causarle nauseas. La gente huía de ella y se la tomó por “endemoniada”. Se vestía de andrajos, vivía de limosna y su conducta era verdaderamente sorprendente. Su biógrafo escribe, que después de que Cristina se encaramó a la pila bautismal de la iglesia de Wellen, «su conducta empezó a asemejarse más a la del resto de los hombres: se volvió menos inquieta y pudo soportar un poco mejor el hedor de los mortales».
Cristina pasó los últimos años de su vida en el convento de Santa Catalina de Saint-Trond, donde murió a los setenta y cuatro de edad. Aun en el convento no faltaban quienes la consideraban con el mayor respeto. Luis, el conde de Looz, la trataba como a una amiga, la recibía en su castillo, aceptaba sus reprensiones y en su lecho de muerte insistió en abrirle su conciencia. La beata María de Oignies le profesaba cierta admiración; la superiora del convento alabó la obediencia de Cristina y santa Lutgarda solía pedirle consejo. Algunos autores piensan que debería ser san Luis IX el santo y no Cristina.
Indudablemente que la biografía de Cristina contiene exageraciones, falsas interpretaciones y cierta manía de edificación, muy comunes entre los escritores de la época. En todo caso, la conclusión que se saca de dicha biografía es que Cristina de Brusthem constituía, simplemente, un caso patológico.
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