En la Laura de San Sabas, en Palestina, martirio de veinte santos monjes, asfixiados con humo en la Iglesia de la Madre de Dios por los sarracenos, que habían asaltado ese monasterio.
Es un grupo de 20 monjes de la Laura de San Sabas en Jerusalén; fueron ejecutados en una de las excursiones árabes contra los cristianos. Otros muchos monjes fueron heridos y pocos se salvaron; uno de estos últimos, Esteban el Poeta, nos ha dejado un detallado relato de lo sucedido. El primero en caer fue Anastasio “el Sabaita”, el archimandrita de la comunidad; también se conocen los nombres de Juan y Sergio.
Durante largo tiempo, los árabes habían estado asolando Palestina, incendiando los monasterios y saqueando las iglesias, por lo que los monjes de la «Laura» de San Sabas, dudaban entre quedarse o marcharse. Decidieron quedarse, con la esperanza de que, a causa de su pobreza, pudieran escapar con bien. Poco tiempo después, una partida de árabes avanzó desde las colinas y, cuando algunos de los monjes salieron para suplicar que los dejaran en paz, les exigieron dinero. En vano aseguraron los hermanos que se habían consagrado a la pobreza y que no poseían nada; los recién llegados los encerraron y se metieron al edificio para registrar las celdas y la iglesia. No pudieron encontrar nada de valor y, después de profanar el templo y quemar algunas de las ermitas, se alejaron. Cerca de treinta de los monjes habían sido heridos, pero Tomás, el enfermero, los curó. Los monjes repararon los daños como pudieron y volvieron a su vida acostumbrada. Una semana más tarde, mientras se encontraban en la iglesia haciendo su vigilia sabatina, un anciano hermano de cabellos blancos, del monasterio de San Eutimio, les trajo una carta en la que se les advertía que los merodeadores se preparaban a volver. En su pánico, los ermitaños trataron de esconderse y Sergio, el sacristán, ocultó los vasos sagrados, el único tesoro que poseían.
Los merodeadores no tardaron en reaparecer y buscaron a los monjes, a muchos de los cuales sacaron de sus escondites. El primero en sufrir la muerte fue el sacristán, quien había escapado, temeroso de que al ser torturado revelase el lugar donde había ocultado los vasos sagrados. Cuando se le ordenó regresar, él rehusó y presentó su cuello a la espada del verdugo. Juan, el hospedero, fue encontrado en la cumbre de la colina, cerca de la casa de huéspedes que tenía a su cargo. Fue apedreado, desjarretado y después, arrastrado por los pies sobre las rocas hasta la iglesia, donde los árabes esperaban obligarlo a revelar el sitio donde estaban escondidos los tesoros. Fracasaron los intentos de los atacantes, pero Juan fue asfixiado con humo y abandonado ahí. Patricio trató de salvar lo que tenía oculto, entregándose él mismo, cuando el enemigo descubrió la entrada de su escondite. Él y otros fueron metidos a una caverna, cuya entrada taparon los árabes con espinos y haces de leña a los que prendieron fuego. El denso humo penetró en la cueva, sofocó y cegó a las pobres víctimas. A intervalos, sus verdugos se les acercaban para sacarlos a través de los rescoldos humeantes, y tras de interrogarles, los volvían a meter, amontonando más combustible a la entrada de la cueva. Finalmente, después de haber saqueado y quemado los edificios de su iglesia, partieron, llevando consigo todo lo transportable. De los monjes que habían sido conducidos a la caverna, dieciocho murieron asfixiados. La mayoría de los restantes estaba en agonía.
Es un grupo de 20 monjes de la Laura de San Sabas en Jerusalén; fueron ejecutados en una de las excursiones árabes contra los cristianos. Otros muchos monjes fueron heridos y pocos se salvaron; uno de estos últimos, Esteban el Poeta, nos ha dejado un detallado relato de lo sucedido. El primero en caer fue Anastasio “el Sabaita”, el archimandrita de la comunidad; también se conocen los nombres de Juan y Sergio.
Durante largo tiempo, los árabes habían estado asolando Palestina, incendiando los monasterios y saqueando las iglesias, por lo que los monjes de la «Laura» de San Sabas, dudaban entre quedarse o marcharse. Decidieron quedarse, con la esperanza de que, a causa de su pobreza, pudieran escapar con bien. Poco tiempo después, una partida de árabes avanzó desde las colinas y, cuando algunos de los monjes salieron para suplicar que los dejaran en paz, les exigieron dinero. En vano aseguraron los hermanos que se habían consagrado a la pobreza y que no poseían nada; los recién llegados los encerraron y se metieron al edificio para registrar las celdas y la iglesia. No pudieron encontrar nada de valor y, después de profanar el templo y quemar algunas de las ermitas, se alejaron. Cerca de treinta de los monjes habían sido heridos, pero Tomás, el enfermero, los curó. Los monjes repararon los daños como pudieron y volvieron a su vida acostumbrada. Una semana más tarde, mientras se encontraban en la iglesia haciendo su vigilia sabatina, un anciano hermano de cabellos blancos, del monasterio de San Eutimio, les trajo una carta en la que se les advertía que los merodeadores se preparaban a volver. En su pánico, los ermitaños trataron de esconderse y Sergio, el sacristán, ocultó los vasos sagrados, el único tesoro que poseían.
Los merodeadores no tardaron en reaparecer y buscaron a los monjes, a muchos de los cuales sacaron de sus escondites. El primero en sufrir la muerte fue el sacristán, quien había escapado, temeroso de que al ser torturado revelase el lugar donde había ocultado los vasos sagrados. Cuando se le ordenó regresar, él rehusó y presentó su cuello a la espada del verdugo. Juan, el hospedero, fue encontrado en la cumbre de la colina, cerca de la casa de huéspedes que tenía a su cargo. Fue apedreado, desjarretado y después, arrastrado por los pies sobre las rocas hasta la iglesia, donde los árabes esperaban obligarlo a revelar el sitio donde estaban escondidos los tesoros. Fracasaron los intentos de los atacantes, pero Juan fue asfixiado con humo y abandonado ahí. Patricio trató de salvar lo que tenía oculto, entregándose él mismo, cuando el enemigo descubrió la entrada de su escondite. Él y otros fueron metidos a una caverna, cuya entrada taparon los árabes con espinos y haces de leña a los que prendieron fuego. El denso humo penetró en la cueva, sofocó y cegó a las pobres víctimas. A intervalos, sus verdugos se les acercaban para sacarlos a través de los rescoldos humeantes, y tras de interrogarles, los volvían a meter, amontonando más combustible a la entrada de la cueva. Finalmente, después de haber saqueado y quemado los edificios de su iglesia, partieron, llevando consigo todo lo transportable. De los monjes que habían sido conducidos a la caverna, dieciocho murieron asfixiados. La mayoría de los restantes estaba en agonía.
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