En cuanto a los datos biográficos Jeremías es el menos ignorado entre todos los Profetas de Israel. Hijo del sacerdote Helcias, nació en Anatot, a 4 Km de Jerusalén, y fue designado por Dios desde el seno materno para el cargo de profeta (1, 5). Comenzó a ejercer esta altísima misión en el año decimotercero del rey Josías (638 - 608), es decir, en 625. Durante más de cuarenta años, bajo los reyes, Josías, Joacaz, Joaquín (Jeconías) y Sedecías, siguió amonestando y consolando a su pueblo, hasta que la ciudad impenitente cayó bajo el poder de los babilonios (587 a. C.).
Jeremías no compartió la suerte de su pueblo de ser deportado a Babilonia, sino que tuvo la satisfacción de ser un verdadero padre del pequeño y desamparado resto de los judíos que había quedado en la tierra de sus padres. Mas cuando sus compatriotas asesinaron a Godolías, gobernador del país desolado, obligaron al profeta a refugiarse con ellos en Egipto, donde, según la tradición antiquísima, lo mataron porque no cesaba de predicarles la ley de Dios. La Iglesia celebra su memoria, el 1° de mayo.
Jeremías es un ejemplo de vida religiosa, creyéndose que se conservó virgen (16, 1 s.). Austero y casi ermitaño, se consumió en dolores y angustias (15, 17 s.) por amor a su pueblo tan obtinado. Para colmo se levantaron con él falsos profetas y consiguieron que por mandato del rey fuesen quemadas sus profecías. El mismo fue encarcelado y sus días habrían sido contados, si los babilonios, al tomar la ciudad, no le hubiesen libertado.
Su libro se divide en dos partes, la primera de las cuales contiene las profecías que versan sobre Judá y Jerusalén (cap. 2 a 45) y la segunda reúne los vaticinios contra otros pueblos (cap. 46 a 51). El primer capítulo narra la vocación del profeta, y el último (cap. 52) es un apéndice histórico.
Cuanto menos comprendido fue Jeremías por sus contemporáneos, tanto más lo fue por las generaciones que le siguieron. Sus vaticinios alentaban a los cautivos de Babilonia y a él se dirigían las miradas de los israelitas que esperaban la salud mesiánica. Tan grande era su autoridad, que muchos creían que volvería de nuevo, como se ve en el episodio que leemos en el Evangelio de San Mateo (16, 14). Los Santos Padres lo consideran como figura de Cristo, a quien representa por lo extraordinario de su elección, por la pureza virginal, por el amor inextinguible a su pueblo y por la paciencia invencible frente a las persecuciones de aquellos a los cuales amaba con tanto cariño.
Jeremías no compartió la suerte de su pueblo de ser deportado a Babilonia, sino que tuvo la satisfacción de ser un verdadero padre del pequeño y desamparado resto de los judíos que había quedado en la tierra de sus padres. Mas cuando sus compatriotas asesinaron a Godolías, gobernador del país desolado, obligaron al profeta a refugiarse con ellos en Egipto, donde, según la tradición antiquísima, lo mataron porque no cesaba de predicarles la ley de Dios. La Iglesia celebra su memoria, el 1° de mayo.
Jeremías es un ejemplo de vida religiosa, creyéndose que se conservó virgen (16, 1 s.). Austero y casi ermitaño, se consumió en dolores y angustias (15, 17 s.) por amor a su pueblo tan obtinado. Para colmo se levantaron con él falsos profetas y consiguieron que por mandato del rey fuesen quemadas sus profecías. El mismo fue encarcelado y sus días habrían sido contados, si los babilonios, al tomar la ciudad, no le hubiesen libertado.
Su libro se divide en dos partes, la primera de las cuales contiene las profecías que versan sobre Judá y Jerusalén (cap. 2 a 45) y la segunda reúne los vaticinios contra otros pueblos (cap. 46 a 51). El primer capítulo narra la vocación del profeta, y el último (cap. 52) es un apéndice histórico.
Cuanto menos comprendido fue Jeremías por sus contemporáneos, tanto más lo fue por las generaciones que le siguieron. Sus vaticinios alentaban a los cautivos de Babilonia y a él se dirigían las miradas de los israelitas que esperaban la salud mesiánica. Tan grande era su autoridad, que muchos creían que volvería de nuevo, como se ve en el episodio que leemos en el Evangelio de San Mateo (16, 14). Los Santos Padres lo consideran como figura de Cristo, a quien representa por lo extraordinario de su elección, por la pureza virginal, por el amor inextinguible a su pueblo y por la paciencia invencible frente a las persecuciones de aquellos a los cuales amaba con tanto cariño.
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