lunes, 4 de mayo de 2015

Beato Juan Martín Moyë “El Pelé” - Primer gitano mártir de la Iglesia

Nació en 1861, en Benavent de Segriá, a ocho kilómetros de Lérida. Su padre se llamaba Juan Jiménez, el «Tics», y su madre Teresa. Murió mártir en el cementerio de Barbastro en la madrugada del dos de agosto de 1936, gritando «¡Viva Cristo Rey!» y con el rosario en las manos.

La familia del Pelé viajaba mucho por Cataluña, Aragón y el Sur de Francia, donde tenía parientes. «Yo soy medio catalán, medio aragonés», decía. Se bautizó en Fraga.

El Pelé fue analfabeto. El analfabetismo estaba muy extendido en España y más entre los gitanos. Pero era muy inteligente, muy mañoso, dotado de una memoria feliz. Pronto aprendió a fabricar cestas, cañizos, canastas, roscaderos para transportar paja.

La familia del Pelé lindó con la mendicidad, tan frecuente entre los gitanos. Él mismo contaba en su vejez que de pequeño había sido «muy pobre» y que «pasaba hambre». Su madre «pedía limosna». Contaba que «al levantarse por la mañana, recogía nieve para frotarse bien la cara hasta las orejas, y se ponía todo rojo. Y ya no sentía frío en todo el día».

En sus viajes por los Monegros llegó a conocer personalmente al bandido «Cucaracha», Mariano Gavín, un rebelde social, famoso porque —se decía— robaba a los ricos y socorría a los pobres. Varias veces, conmovido por el hambre del chiquillo, lo invitó a comer con él.

DE LA BODA GITANA AL SACRAMENTO CRISTIANO

A sus dieciocho años se casó con Teresa, por el rito gitano. El Pelé era, por aquellos años, «un mocetón robusto; tenía dientes pequeños, muy fuertes, que conservó hasta su vejez. Fue un rasgo hereditario, porque un pariente suyo lograba torcer con los dientes una cuchara metálica».

Un día el «Tics» se marchó con otra mujer y abandonó a los hijos. «La mala pasión», decían. Fue un verdadero trauma para la familia, que aún hoy día apenas quieren recordar. Al Pelé, como hijo mayor, le correspondía llenar su puesto de patriarca de la familia.

El Pelé vivió en Fraga y en Alcolea de Cinca, donde dejó vivos recuerdos de hombre de bien y religioso. A comienzos de siglo se estableció en Barbastro, la capital del Somontano aragonés, en el modesto barrio de San Hipólito, donde ya había dos familias gitanas, muy educadas y que estaban en buenas relaciones con los «payos».

El Pelé se distinguió en seguida por su honradez en los tratos con caballerías, y su espíritu religioso. Alquiló una casa en aquel barrio de familias humildes, de «casas derribadas» y calles retorcidas y angostas, «en condiciones poco higiénicas».

En su casa acabó viviendo, alquilado, el famoso anarquista Eugenio Sopena Buil, emigrado después a Francia, cerca de París, y su madre, «la Mariñosa».

El Pelé no tuvo hijos en su matrimonio. Por 1909 ó 1910 adoptaron a Josefina Jiménez, la «Pepita», sobrina de Teresa, que había nacido en Catarroja, Valencia. El Pelé quiso a la Pepita como a una hija; la educó con esmero, la matriculó en el parvulario del Mercado y luego en el colegio de San Vicente, dirigido por las Hijas de la Caridad. Allí aprendió a leer, escribir, bordar y tocar el piano. Hablaban de hacerse maestra.

Hacia 1915 se empieza a destacar en Barbastro la profunda religiosidad de aquel gitano. «El Bomba», gitano amigo de más de noventa años, atestigua que Ceferino iba a misa con frecuencia. «El Pelé frecuentaba la misa diaria por 1917», dice una anciana. «Yo lo veía ir a misa con mi madre, entre las seis y siete de la mañana».

El 3 de enero de 1912 Ceferino –de cincuenta y un años– y Teresa Jiménez Castro —de cincuenta y tres– se casaron por la Iglesia, al enterarse de que no bastaba el «rito gitano» para un católico. Decidieron ir a Lérida, para evitar críticas o escándalo de los puritanos de Barbastro. Se casaron en la iglesia de San Lorenzo Mártir de Lérida.

PASÓ HACIENDO EL BIEN A GITANOS Y A PAYOS

Un hecho providencial cambió la fortuna del Pelé.

Rafael Jordán, ex alcalde de Barbastro, estaba minado por la tuberculosis. Paseando un día por el Coso, «junto al abrevadero», le acometió una hemoptisis, un vómito de sangre. La gente se paraba, guardando las distancias, lo miraba, pero no se atrevía a acercársele, por temor al contagio.

Lo vio el Pelé y se precipitó sobre el enfermo para asistirlo inmediatamente. El Pelé se sacó el pañuelo limpio, lo mojó en el caño de la fuente y le limpió la boca y la cara ensangrentadas. Luego, con sus robustos brazos, lo animó y lo condujo hasta su casa, entre palabras de aliento. Aquel gesto de samaritano le valió el aprecio del vecindario.

Simón, hermano de Rafael, que tenía negocios de vinos y licores y administraba buenas tierras, llamó un día al Pelé y le propuso en recompensa un negocio:

·                                 Tú, que entiendes de caballerías y tienes parientes en Francia, ¿por qué no te vas y traes un vagón de mulas que el Gobierno francés está liquidando, acabada ya la guerra?

·                                 Bien, pero las ganancias a medias.

– Tú vete a Francia y ya hablaremos.

Y Ceferino partió hacia la frontera. Compró las mulas con el dinero de don Simón Jordán, y las fue vendiendo a la vuelta, desde Jaca, Huesca y el Somontano. Se apresuró luego a devolver, no sólo el préstamo, sino la mitad de sus ganancias; pero don Simón no se lo permitió.

Cambiada repentinamente su situación económica, convertido de pobre en rico, Ceferino compró la casa donde vivía como inquilino, la embelleció, montó una cuadra por lo grande. Y Ceferino decidió desde aquel día ser la providencia visible y perpetua de Dios para los necesitados. José Castillón, «el Ferruchón», uno de sus grandes amigos, le pedía ayuda, y el Pelé le dijo:

– Entra en mi cuadra y llévate lo que necesites. Cuando tengas vendidos los avíos, ya me lo devolverás.

Un día Ceferino vio bajo un puente de Barbastro a una familia gitana realmente pobre, en la miseria; fue a saludarlos y, para no humillarlos con una limosna, les pidió algo de comer. Y, después, agradecido, les regaló un duro (cinco pesetas).

En los inviernos crudos de Barbastro y su Somontano salía a caballo con «el Ferruchón» a llevar socorro, víveres, comida y dinero a los gitanos de toda la comarca: Azlor, Abiego, Azara, Peralta, Hoz...

«Si veía alguna necesidad –dice Ramón Celaya–, ayudaba. Pero siempre de manera discreta, a escondidas. Nos enterábamos luego, porque los pobres nos lo contaban».

Siempre decía la verdad en los tratos de caballerías. En cierta ocasión había vendido una caballería que tenía un defecto. Por la noche se dio cuenta y a la mañana siguiente fue a visitar al comprador para aclararle el detalle. En la feria de Vendrell compró unas mulas, sin saber que eran robadas; el dueño las reconoció, acusó al Pelé, y los llevaron a la cárcel. Nicolás Santos de Otto demostró su inocencia y el juez lo dejó libre. «El Pelé no es ni ladrón ni tramposo; ¡es San Ceferino, el patrón de los gitanos!». Para dar gracias a Dios, subió desde su casa, en la calle San Hipólito, hasta la catedral de rodillas, con dos gruesas velas en las manos. Y a partir de ese día «se entregó más a la religión».

El mayor amigo del Pelé fue, sin embargo, un abogado excepcional y luego catedrático de Derecho y cónsul de Venezuela, don Nicolás Santos de Otto, que vivía en Barbastro y tenía un caserón señorial cerca de la catedral. Don Nicolás confiaba plenamente en el gitano. Ceferino iba a su casa con libertad y charlaba con él ante el asombro de las muchachas de servicio. Acompañó a don Nicolás en sus viajes a Madrid, en la toma de posesión de su cátedra de Oviedo y en los acontecimientos nacionales como la consagración de España al Corazón de Jesús por el rey Alfonso XIII, rodeado del Gobierno en pleno, representantes del episcopado y otros nobles.

Conoció el Pelé también a Joaquín Costa y al oírle hablar de la política hidráulica, de canales y pantanos que necesitaba España y especialmente Aragón, se convenció de que aquel político austero y honrado era el que necesitaban tantos pobres campesinos y parados y, en sus campañas electorales, pedía a los gitanos y a los payos que le votasen.

AMIGO DE LOS NIÑOS

Cuando don Nicolás se casó y vinieron los hijos, el Pelé charlaba con ellos, les contaba, antes de acostarse, historias bíblicas y nacionales, la vida de Genoveva de Brabante y la del «niño sin camisa», sin olvidar sus «aventuras con el bandido "Cucaracha"».

Al Pelé se le tenía en Barbastro y su comarca mucho respeto. «Era como el alcalde de los gitanos». Intervenía en los pequeños conflictos de los gitanos y de los payos, daba algo de razón a cada uno, restaba importancia a los motivos de ofensa y acababa invitándoles a darse la mano.

Ceferino reunía con frecuencia a los niños del barrio, payos y gitanos, y se los llevaba al campo abierto, con la excusa de recoger «cenojo», hinojo; pero en realidad era para catequizarlos con himnos religiosos y con pasmosas, tremendas, historias bíblicas y patrióticas. Los exhortaba a respetar a los pájaros, las flores y las hormigas. Y terminaba ofreciéndoles a cada uno un bollo de pan y una onza de chocolate. Les decía con frecuencia: «Sois huesitos de Dios». Era como un San Francisco de Asís, un santo ecologista. Ceferino hablaba con los niños como si fuesen ya mayores. «Nos trataba con mucha seriedad».

VIUDO Y ABUELO

En 1922 muere Teresa. La enterraron en el cementerio de Barbastro. Ceferino se quedó perdido, desangelado. Tenía consigo a Pepita, a la que casó con un tal Alfredo, el «Lisardo». Pronto el Pelé se vio rodeado de nietos y nietas. La casa se le hacía grande y decidió cedérsela a Pepita y su marido. Él se alojó en un piso del Entremuro, cuyo alquiler le pagaba Santos de Otto. Las nietas deseaban estar con él. Una de ellas recuerda: «Me ponía en sus rodillas y me contaba detalles de la pasión y muerte de Cristo; después me trazaba una cruz en el dorso de una mano con un lápiz». El Pelé, antes de dormir, les hacía recitar las oraciones. «Yo lo vi de espaldas, de pie, con el rosario en una mano, y en la otra un mechón de trenzas; lloraba y rezaba. En la mesilla había una fotografía de Teresa y una vela encendida».

El Pelé pertenecía a la Adoración Nocturna, se inscribió en la Tercera Orden Franciscana y en la Archicofradía del Corazón de María. En las procesiones, especialmente en las del Corpus y Semana Santa, lucía su hábito morado, ceñido con un cordón blanco.

LA GUERRA CIVIL: DETENIDO

Casi a medianoche del 18 de julio de 1936, al extenderse la noticia de que el ejército de África se había sublevado contra el Gobierno republicano, el ayuntamiento de Barbastro fue ocupado por casi doscientos obreros del «Frente Popular», la mayoría anarquistas. Se constituyó el primer Comité Revolucionario, cuyo secretario era Eugenio Sopena.

El 19 de julio, domingo, se empezaron a cerrar las iglesias y a detener a sacerdotes y a católicos de relieve. «Mezclado con la multitud de las calles, sobre las once de la mañana, Ceferino vio cómo unos "escopeteros" subían por el Rollo hacia la cárcel al primer sacerdote detenido, José Martínez, tenor de la catedral. El Pelé los recriminó: La Virgen me valga. ¿No os da vergüenza llevar así a un hombre? ¡Tantos contra uno y, además, inocente!

Los anarquistas se le echaron encima, lo registraron y le encontraron en los bolsillos del chaleco un rosario y una especie de juego de navajitas. Eso bastó para detenerlo y llevarlo, maniatado, a la cárcel.

Pepita acudió, al enterarse, al Comité, a preguntar por su «tío»». Por toda respuesta los carceleros le dijeron que «podía llevarle la cena y una manta».

CON SU ROSARIO, HASTA EL MARTIRIO

Pepita fue a ver a Eugenio Sopena, que vivía en su misma casa y eran amigos, y le dijo: Eugenio, quítale el rosario, que es muy peligroso. Si se lo ven los que lo han metido en la cárcel, no lo dejan vivir.

Sopena trató de que el Pelé le entregase el rosario. «Déjate de fanatismos, Pelé. No enseñes el rosario, que es muy peligroso. Dámelo y disimula eso de rezar» —le dijo en dos ocasiones.

Ceferino le agradeció su interés, pero no aceptó su consejo. «Y se entregó desde ese momento más de lleno a sus prácticas de piedad». Sopena se lamentaba luego con la Pepita: —No lo consigo, es tozudo. No me lo quiere dar. ¡Pídeselo tú!

Y así lo hacía Pepita, día tras día, al subirle la comida. Estaba embarazada de seis meses y solía ir acompañada por una de sus hijas:

—Tío, deme el rosario, que lo van a matar si lo reza.

—Hija mía, me lo han quitado todo. ¿Qué me queda? Rezar y rezar el rosario.

Encontraban al Pelé resignado, tranquilo, entregado a la oración. Antes de que rayara el alba del 2 de agosto de 1936 fueron sacados de la cárcel dos grupos de veinte presos, entre ellos, el Pelé.

El Pelé murió con el rosario entre las manos y gritando: «¡Viva Cristo Rey!» Murió fuera del cementerio, atado con un sacerdote.

Los ejecutores no enterraron los cuerpos aquella primera noche. Entrada la mañana, enviaron una brigada de gitanos del Comité, obligados a abrir zanjas, entre ellos José Cortés, «El Perdigacho», amigo íntimo del Pelé. Vio el cadáver del anciano tendido boca abajo, lleno de sangre negra y con un balazo bajo la frente. Le habían robado los pantalones, costumbre frecuente en aquellos días de miseria.

Pepita, su hija adoptiva, se desmayó, al enterarse y perdió el hijo. Todos los gitanos y payos de Barbastro se conmovieron. Ya sabían que el Pelé era un santo. Ahora lo veneraban también como un mártir.

El papa Juan Pablo II lo beatificó, el 4 de mayo de 1997, junto al obispo, mártir también, Florentino Asensio. Las biznietas del Pelé, de Zaragoza, actuaron como lectoras en la beatificación del primer mártir gitano de la Iglesia.

En la homilía, dijo el papa en aquella fecha histórica: El Beato Ceferino Jiménez Malla supo sembrar concordia y solidaridad entre los suyos, mediando también en los conflictos que a veces empañan las relaciones entre payos y gitanos, demostrando que la caridad de Cristo no conoce límites de razas ni culturas. Hoy «el Pelé» intercede por todos ante el Padre común, y la Iglesia lo propone como modelo a seguir y muestra significativa de la universal vocación a la santidad, especialmente para los gitanos que tienen con él estrechos vínculos culturales y étnicos.

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