Carlos José Eugenio de Mazenod, «servidor y sacerdote de los pobres», nace en Aix-en-Provence, Francia, el 1 de agosto de 1782, en el seno de una familia, creyente, noble y burguesa, de juristas. Su padre era el presidente del Tribunal de Cuentas de Aix. Perseguido por los revolucionarios, tiene que abandonar precipitadamente su patria. Así Eugenio, desde muy niño, conoce el sufrimiento y el exilio en Italia durante la Revolución Francesa y, más tarde, las pruebas familiares: separación y divorcio legal de sus padres. De regreso a su país, a la edad de 20 años, toma conciencia de la desolación de la Iglesia, de la pobreza espiritual del clero y de la gran ignorancia religiosa en los ambientes populares: «la Iglesia, Esposa de Cristo, por la cual derramó su sangre, se encuentra atrozmente abandonada».
Dotado del carácter vivo y dominante de los provenzales y animado por anhelos generosos, se decide a hacer todo lo posible de su parte para responder a las necesidades urgentes de la Iglesia. En 1808, con la oposición tenaz de su madre y mientras su padre sigue exiliado, ingresa en el seminario de San Sulpicio de París. Los formadores, expulsados por Napoleón, le dejan como rector del Seminario. Eugenio era sólo diácono. Es ordenado sacerdote en Amiens, el 21 de diciembre de 1811. El obispo ordenante le ofrece el cargo de vicario general de su diócesis. Pero Eugenio se mantiene en su opción: quiere ser «el servidor y sacerdote de los pobres» y vuelve a Provenza.
FUNDADOR Y OBISPO
Se lanza primero en la ciudad de Aix al ministerio entre la gente humilde, la juventud y los prisioneros. Funda la Congregación de Jóvenes Cristianos de Aix, bajo la advocación de la Inmaculada Virgen María y se entrega a dar misiones populares por las aldeas vecinas. Pero muy pronto, ante la ingente tarea, se da cuenta de que necesita reunir en torno a sí un grupo de sacerdotes celosos, principalmente para despertar «la fe a punto de extinguirse en el corazón de muchos». Éstos fueron, el 25 de enero de 1816, los comienzos de la «Sociedad de los Misioneros de Provenza».
El padre De Mazenod impulsó a sus compañeros a «vivir juntos como hermanos» y «a imitar las virtudes y los ejemplos de nuestro Salvador Jesucristo, consagrándose sobre todo a predicar la Palabra de Dios a los pobres». Los estimuló después a comprometerse definitivamente en la obra de las misiones, consagrándose con los votos de religión. Aunque, debido a su reducido número y a las necesidades apremiantes de los pueblos de su entorno, tenían que limitar su celo a los pobres de los núcleos rurales del contorno, su anhelo debía «abrazar, en santos deseos, la vasta extensión de toda la tierra», escribía ya en 1818. La pequeña sociedad recibirá la aprobación pontificia del papa León XII, el 17 de febrero de 1826, y se llamará en adelante la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Su lema expresa su carisma y le señala el camino a seguir: «Me ha enviado a evangelizar a los pobres».
Eugenio de Mazenod, además de la responsabilidad de su sociedad de misioneros, tuvo que asumir muy pronto la de la Iglesia diocesana de Marsella. Esta importante sede de Provenza había sido restablecida en 1823, y el tío de Eugenio, monseñor Carlos Fortunato de Mazenod, a pesar de su avanzada edad, había sido nombrado nuevo obispo. Éste pidió ayuda al sobrino, nombrándolo de entrada vicario general; después será ordenado obispo en 1832 y sucederá a su tío en 1837. Como pastor de esta Iglesia en plena evolución, Eugenio de Mazenod se desvive por todos y cada uno. Multiplica las parroquias, las asociaciones, los movimientos; acoge institutos religiosos que quieren establecerse allí y anima a la fundación de otros muchos; favorece las manifestaciones públicas de devoción; estimula la ayuda a los jóvenes, a los obreros, a los inmigrantes, a toda clase de excluidos. Emprende la construcción de una nueva catedral cercana al puerto y, en lo más alto de la ciudad, la de la basílica de Nuestra Señora de la Guardia, la «Madre Buena» tan querida de los marselleses. Se le ve implicado en los grandes problemas políticos y pastorales de su tiempo. Mantiene relaciones frecuentes con la Santa Sede y su adhesión al papa, de modo particular durante los años de «Risorgimento», será total e indefectible. Participará con gozo desbordante en la definición del dogma de la Inmaculada Concepción en Roma, el 8 de diciembre de 1854.
Al mismo tiempo, Eugenio sigue siendo superior general de su congregación religiosa. Desde Provenza, en 1834, los misioneros se habían establecido en Córcega. Pero es sobre todo a partir de 1841 cuando la pequeña sociedad emprende un vuelo importante. Pese al número aún limitado de sus efectivos, Eugenio responde desde la fe a los llamamientos del extranjero: de Canadá (1841) donde, en pocos años, verá a sus hijos internarse en las vastas planicies del Oeste y llegar hasta el círculo polar; de Inglaterra (1842) e Irlanda (1855); de los Estados Unidos y de Ceilán, hoy Sri Lanka (1847); de Sudáfrica (1851). Mantiene con sus misioneros una correspondencia constante, se revela como pastor que se interesa por todo, un hombre verdaderamente apostólico que anima, aconseja, corrige y sostiene. Posee por encima de todo un sentido profundo de la paternidad espiritual y vive intensamente en unión con sus hijos que misionan lejos, en medio de dificultades diversas y muy graves. Aunque nunca rebasó las fronteras de Europa, Eugenio lleva en su corazón el desvelo por todas las Iglesias.
Poco antes de morir, el 21 de mayo de 1861, fiel a su temperamento, el anciano obispo enfermo dirá a los que le rodean: «,¡Si me adormezco o me agravo, despertadme, os lo ruego, quiero morir sabiendo que muero!». Y a los oblatos les dejará como última voluntad este testamento que es el resumen de su vida: «Practicad entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad; y, fuera, el celo por la salvación de las almas». Eugenio se durmió en el Señor el domingo de Pentecostés, mientras se entonaba la Salve, último saludo en la tierra a la que él consideraba como «la Madre de la misión».
SU ITINERARIO ESPIRITUAL
En la formación cristiana de Eugenio de Mazenod se destacan algunas influencias particulares. En primer lugar, durante el exilio en Venecia (1794-1797), quedó marcado por un santo sacerdote, penetrado del espíritu de la Compañía de Jesús, don Bartolo Zinelli. Aprenderá de él la práctica de la oración y de los sacramentos, la mortificación, la devoción a la Virgen María. «De allí arranca mi vocación al estado eclesiástico», escribirá más tarde.
Dos gracias interiores transformarán a este joven en torno a los veinte años. La primera, al adorar la cruz un Viernes Santo, probablemente en 1807, una gracia de conversión, que comprende tres aspectos: una experiencia personal del amor de Cristo que ha derramado su sangre por él, un sentimiento de profunda confianza en la misericordia divina y el deseo de reparación por el don completo de sí mismo a Jesús Salvador. La segunda gracia que él denomina una «conmoción extraña» es una verdadera moción del Espíritu que lo decidió a orientarse hacia el sacerdocio.
De 1808 a 1812, Eugenio de Mazenod tendrá como guías espirituales a los sacerdotes Emery y Duclaux, ambos fieles discípulos de Jean-Jacques Olier. Reina en el seminario de San Sulpicio espíritu de fervor, de regularidad y de trabajo. Ahí se aprende a querer al papa por entonces prisionero de Napoleón en Fontainebleau. Eugenio toma parte en las actividades de la Congregación Mariana y de un grupo misionero fundado por su amigo y colega Carlos de Forbin-Janson. Se afianza en el deseo de ser sacerdote, y sacerdote de los pobres. Dentro de esta orientación, siempre hay en él un deseo de reparación: por sus propios pecados y por los pecados de numerosos cristianos que han abandonado la Iglesia. Quiere sobre todo cooperar con Cristo en la obra de la redención del mundo: que la sangre de Cristo, que no ha sido inútil para él, no lo sea tampoco para los otros.
Los primeros años de sacerdocio conocieron en Eugenio una búsqueda de equilibrio entre la oración y la dedicación al prójimo. Algunas gracias especiales, o signos de Dios, lo afianzarán en el camino emprendido. En septiembre de 1815, a impulsos de una nueva «conmoción extraña», se decidió por el camino de la acción apostólica. Se entrega en cuerpo y alma a la realización de su proyecto de sociedad misionera. Y verá más tarde, tras el éxito de sus gestiones para obtener la aprobación pontificia, la prueba palpable de que Dios quería de él esa obra.
El Señor lo esperará ahí. Una noche oscura, un tiempo de purificación profunda sucederá a este período gozoso y lleno de promesas. De 1827 a 1836 se suceden las pruebas: divisiones, defecciones, muertes, pérdida temporal de su ciudadanía francesa e incluso recelos de la Santa Sede. Los efectos inmediatos, además de una enfermedad personal seria, momentos de desaliento y depresión. Eugenio experimenta en su propia carne el precio de entregarse al Señor y de servir a la Iglesia. Se sentirá por ello profundamente herido, pero saldrá de ahí más humilde, más comprensivo frente a los demás, más fortalecido en su amor y en su fe.
Durante el período de su episcopado en Marsella, Eugenio se encuentra en plena madurez espiritual. Pastor infatigable, lleno de celo, sólidamente arraigado en su amor a Cristo y a la Iglesia, no piensa más en sí mismo, sino en todas las personas que tiene a su cargo y en la obra de evangelización que se le ha confiado, en Marsella y en el ancho mundo. Durante todo su ministerio, seguirá siendo un hombre de oración. Saca de modo muy particular de la Eucaristía la inspiración y el sostén de su vida de sacerdote que se ofrece y que se inmola para la vida del mundo. Tomaba muy a pecho celebrar la misa a diario, muchas veces, a costa de grandes privaciones, sobre todo cuando iba de viaje. Pasa largo tiempo en adoración ante el Santísimo, incluso en las visitas pastorales por su diócesis. Ámbito privilegiado para la identificación con Cristo, la Eucaristía es también para San Eugenio el punto de encuentro con sus amigos, con los miembros de su familia religiosa, «el centro vivo que les sirve de comunicación». Piensa mucho en sus hijos, sobre todo en los que misionan lejos de él; les recomienda que hagan ellos lo mismo. «Al identificarnos cada uno de nosotros con Jesucristo, no seremos más que uno en él, y por él y en él no seremos más que uno entre nosotros.
La síntesis principal de vida espiritual que ha escrito San Eugenio es el libro de las Constituciones y Reglas de su instituto, una especie de manual de acción misionera y de vida religiosa apostólica. A partir de su experiencia personal y de la toma de conciencia de las necesidades religiosas de su época, el fundador de los misioneros oblatos supo utilizar numerosos elementos de vida espiritual que se le ofrecían. Los entresacó de sus maestros sulpicianos y jesuitas, pero también de los grandes misioneros que admiraba: Carlos Borromeo, Vicente de Paúl, Alfonso María de Ligorio. Infundió a esos elementos una nueva inspiración, un espíritu particular que se caracteriza por su raigambre evangélica y por el ardor que lo anima. «El espíritu de total abnegación por la gloria de Dios, el servicio a la Iglesia y la salvación de las almas, es el espíritu propio de nuestra congregación», escribía él ya en 1817. Proseguirá en 1830, afirmando que hay que considerarse «como los servidores del padre de familia encargados de socorrer, ayudar y atraer de nuevo a sus hijos mediante el trabajo más constante, en medio de tribulaciones, persecuciones de toda clase, sin esperar más recompensa que la que el Señor prometió a los servidores fieles que cumplen dignamente con su misión».
San Eugenio ha buscado durante toda su vida, como sacerdote, como misionero y obispo, anunciar a los pobres «quién es Jesucristo». Pablo VI, que lo beatificó el 19 de octubre de 1975, dijo de él que había sido «un apasionado por Jesucristo y un incondicional de la Iglesia». Juan Pablo II, el día de su canonización, el 3 de diciembre de 1995, lo propuso como «un hombre del Adviento que abre los caminos del Señor, cuya nueva venida espera confiadamente la humanidad».
Su relación filial con María va de la mano con su amor apasionado por Jesucristo. Amarla y hacerla amar fue el impulso constante de toda su vida. Escribía en su testamento: «Invoco la intercesión de la Santísima e Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, atreviéndome a recordarle, con toda humildad y consuelo, la devoción filial de toda mi vida y el deseo que siempre he tenido de procurar que sea conocida y amada y de propagar su culto por todas partes mediante el ministerio de aquellos que la Iglesia me ha dado como hijos y que se han asociado a mis planes». Y estará seguro de que estos sus hijos «la tendrán siempre por Madre» y la predicarán por doquier «con sólo decir su nombre»: Misioneros Oblatos de María Inmaculada.
Dotado del carácter vivo y dominante de los provenzales y animado por anhelos generosos, se decide a hacer todo lo posible de su parte para responder a las necesidades urgentes de la Iglesia. En 1808, con la oposición tenaz de su madre y mientras su padre sigue exiliado, ingresa en el seminario de San Sulpicio de París. Los formadores, expulsados por Napoleón, le dejan como rector del Seminario. Eugenio era sólo diácono. Es ordenado sacerdote en Amiens, el 21 de diciembre de 1811. El obispo ordenante le ofrece el cargo de vicario general de su diócesis. Pero Eugenio se mantiene en su opción: quiere ser «el servidor y sacerdote de los pobres» y vuelve a Provenza.
FUNDADOR Y OBISPO
Se lanza primero en la ciudad de Aix al ministerio entre la gente humilde, la juventud y los prisioneros. Funda la Congregación de Jóvenes Cristianos de Aix, bajo la advocación de la Inmaculada Virgen María y se entrega a dar misiones populares por las aldeas vecinas. Pero muy pronto, ante la ingente tarea, se da cuenta de que necesita reunir en torno a sí un grupo de sacerdotes celosos, principalmente para despertar «la fe a punto de extinguirse en el corazón de muchos». Éstos fueron, el 25 de enero de 1816, los comienzos de la «Sociedad de los Misioneros de Provenza».
El padre De Mazenod impulsó a sus compañeros a «vivir juntos como hermanos» y «a imitar las virtudes y los ejemplos de nuestro Salvador Jesucristo, consagrándose sobre todo a predicar la Palabra de Dios a los pobres». Los estimuló después a comprometerse definitivamente en la obra de las misiones, consagrándose con los votos de religión. Aunque, debido a su reducido número y a las necesidades apremiantes de los pueblos de su entorno, tenían que limitar su celo a los pobres de los núcleos rurales del contorno, su anhelo debía «abrazar, en santos deseos, la vasta extensión de toda la tierra», escribía ya en 1818. La pequeña sociedad recibirá la aprobación pontificia del papa León XII, el 17 de febrero de 1826, y se llamará en adelante la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Su lema expresa su carisma y le señala el camino a seguir: «Me ha enviado a evangelizar a los pobres».
Eugenio de Mazenod, además de la responsabilidad de su sociedad de misioneros, tuvo que asumir muy pronto la de la Iglesia diocesana de Marsella. Esta importante sede de Provenza había sido restablecida en 1823, y el tío de Eugenio, monseñor Carlos Fortunato de Mazenod, a pesar de su avanzada edad, había sido nombrado nuevo obispo. Éste pidió ayuda al sobrino, nombrándolo de entrada vicario general; después será ordenado obispo en 1832 y sucederá a su tío en 1837. Como pastor de esta Iglesia en plena evolución, Eugenio de Mazenod se desvive por todos y cada uno. Multiplica las parroquias, las asociaciones, los movimientos; acoge institutos religiosos que quieren establecerse allí y anima a la fundación de otros muchos; favorece las manifestaciones públicas de devoción; estimula la ayuda a los jóvenes, a los obreros, a los inmigrantes, a toda clase de excluidos. Emprende la construcción de una nueva catedral cercana al puerto y, en lo más alto de la ciudad, la de la basílica de Nuestra Señora de la Guardia, la «Madre Buena» tan querida de los marselleses. Se le ve implicado en los grandes problemas políticos y pastorales de su tiempo. Mantiene relaciones frecuentes con la Santa Sede y su adhesión al papa, de modo particular durante los años de «Risorgimento», será total e indefectible. Participará con gozo desbordante en la definición del dogma de la Inmaculada Concepción en Roma, el 8 de diciembre de 1854.
Al mismo tiempo, Eugenio sigue siendo superior general de su congregación religiosa. Desde Provenza, en 1834, los misioneros se habían establecido en Córcega. Pero es sobre todo a partir de 1841 cuando la pequeña sociedad emprende un vuelo importante. Pese al número aún limitado de sus efectivos, Eugenio responde desde la fe a los llamamientos del extranjero: de Canadá (1841) donde, en pocos años, verá a sus hijos internarse en las vastas planicies del Oeste y llegar hasta el círculo polar; de Inglaterra (1842) e Irlanda (1855); de los Estados Unidos y de Ceilán, hoy Sri Lanka (1847); de Sudáfrica (1851). Mantiene con sus misioneros una correspondencia constante, se revela como pastor que se interesa por todo, un hombre verdaderamente apostólico que anima, aconseja, corrige y sostiene. Posee por encima de todo un sentido profundo de la paternidad espiritual y vive intensamente en unión con sus hijos que misionan lejos, en medio de dificultades diversas y muy graves. Aunque nunca rebasó las fronteras de Europa, Eugenio lleva en su corazón el desvelo por todas las Iglesias.
Poco antes de morir, el 21 de mayo de 1861, fiel a su temperamento, el anciano obispo enfermo dirá a los que le rodean: «,¡Si me adormezco o me agravo, despertadme, os lo ruego, quiero morir sabiendo que muero!». Y a los oblatos les dejará como última voluntad este testamento que es el resumen de su vida: «Practicad entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad; y, fuera, el celo por la salvación de las almas». Eugenio se durmió en el Señor el domingo de Pentecostés, mientras se entonaba la Salve, último saludo en la tierra a la que él consideraba como «la Madre de la misión».
SU ITINERARIO ESPIRITUAL
En la formación cristiana de Eugenio de Mazenod se destacan algunas influencias particulares. En primer lugar, durante el exilio en Venecia (1794-1797), quedó marcado por un santo sacerdote, penetrado del espíritu de la Compañía de Jesús, don Bartolo Zinelli. Aprenderá de él la práctica de la oración y de los sacramentos, la mortificación, la devoción a la Virgen María. «De allí arranca mi vocación al estado eclesiástico», escribirá más tarde.
Dos gracias interiores transformarán a este joven en torno a los veinte años. La primera, al adorar la cruz un Viernes Santo, probablemente en 1807, una gracia de conversión, que comprende tres aspectos: una experiencia personal del amor de Cristo que ha derramado su sangre por él, un sentimiento de profunda confianza en la misericordia divina y el deseo de reparación por el don completo de sí mismo a Jesús Salvador. La segunda gracia que él denomina una «conmoción extraña» es una verdadera moción del Espíritu que lo decidió a orientarse hacia el sacerdocio.
De 1808 a 1812, Eugenio de Mazenod tendrá como guías espirituales a los sacerdotes Emery y Duclaux, ambos fieles discípulos de Jean-Jacques Olier. Reina en el seminario de San Sulpicio espíritu de fervor, de regularidad y de trabajo. Ahí se aprende a querer al papa por entonces prisionero de Napoleón en Fontainebleau. Eugenio toma parte en las actividades de la Congregación Mariana y de un grupo misionero fundado por su amigo y colega Carlos de Forbin-Janson. Se afianza en el deseo de ser sacerdote, y sacerdote de los pobres. Dentro de esta orientación, siempre hay en él un deseo de reparación: por sus propios pecados y por los pecados de numerosos cristianos que han abandonado la Iglesia. Quiere sobre todo cooperar con Cristo en la obra de la redención del mundo: que la sangre de Cristo, que no ha sido inútil para él, no lo sea tampoco para los otros.
Los primeros años de sacerdocio conocieron en Eugenio una búsqueda de equilibrio entre la oración y la dedicación al prójimo. Algunas gracias especiales, o signos de Dios, lo afianzarán en el camino emprendido. En septiembre de 1815, a impulsos de una nueva «conmoción extraña», se decidió por el camino de la acción apostólica. Se entrega en cuerpo y alma a la realización de su proyecto de sociedad misionera. Y verá más tarde, tras el éxito de sus gestiones para obtener la aprobación pontificia, la prueba palpable de que Dios quería de él esa obra.
El Señor lo esperará ahí. Una noche oscura, un tiempo de purificación profunda sucederá a este período gozoso y lleno de promesas. De 1827 a 1836 se suceden las pruebas: divisiones, defecciones, muertes, pérdida temporal de su ciudadanía francesa e incluso recelos de la Santa Sede. Los efectos inmediatos, además de una enfermedad personal seria, momentos de desaliento y depresión. Eugenio experimenta en su propia carne el precio de entregarse al Señor y de servir a la Iglesia. Se sentirá por ello profundamente herido, pero saldrá de ahí más humilde, más comprensivo frente a los demás, más fortalecido en su amor y en su fe.
Durante el período de su episcopado en Marsella, Eugenio se encuentra en plena madurez espiritual. Pastor infatigable, lleno de celo, sólidamente arraigado en su amor a Cristo y a la Iglesia, no piensa más en sí mismo, sino en todas las personas que tiene a su cargo y en la obra de evangelización que se le ha confiado, en Marsella y en el ancho mundo. Durante todo su ministerio, seguirá siendo un hombre de oración. Saca de modo muy particular de la Eucaristía la inspiración y el sostén de su vida de sacerdote que se ofrece y que se inmola para la vida del mundo. Tomaba muy a pecho celebrar la misa a diario, muchas veces, a costa de grandes privaciones, sobre todo cuando iba de viaje. Pasa largo tiempo en adoración ante el Santísimo, incluso en las visitas pastorales por su diócesis. Ámbito privilegiado para la identificación con Cristo, la Eucaristía es también para San Eugenio el punto de encuentro con sus amigos, con los miembros de su familia religiosa, «el centro vivo que les sirve de comunicación». Piensa mucho en sus hijos, sobre todo en los que misionan lejos de él; les recomienda que hagan ellos lo mismo. «Al identificarnos cada uno de nosotros con Jesucristo, no seremos más que uno en él, y por él y en él no seremos más que uno entre nosotros.
La síntesis principal de vida espiritual que ha escrito San Eugenio es el libro de las Constituciones y Reglas de su instituto, una especie de manual de acción misionera y de vida religiosa apostólica. A partir de su experiencia personal y de la toma de conciencia de las necesidades religiosas de su época, el fundador de los misioneros oblatos supo utilizar numerosos elementos de vida espiritual que se le ofrecían. Los entresacó de sus maestros sulpicianos y jesuitas, pero también de los grandes misioneros que admiraba: Carlos Borromeo, Vicente de Paúl, Alfonso María de Ligorio. Infundió a esos elementos una nueva inspiración, un espíritu particular que se caracteriza por su raigambre evangélica y por el ardor que lo anima. «El espíritu de total abnegación por la gloria de Dios, el servicio a la Iglesia y la salvación de las almas, es el espíritu propio de nuestra congregación», escribía él ya en 1817. Proseguirá en 1830, afirmando que hay que considerarse «como los servidores del padre de familia encargados de socorrer, ayudar y atraer de nuevo a sus hijos mediante el trabajo más constante, en medio de tribulaciones, persecuciones de toda clase, sin esperar más recompensa que la que el Señor prometió a los servidores fieles que cumplen dignamente con su misión».
San Eugenio ha buscado durante toda su vida, como sacerdote, como misionero y obispo, anunciar a los pobres «quién es Jesucristo». Pablo VI, que lo beatificó el 19 de octubre de 1975, dijo de él que había sido «un apasionado por Jesucristo y un incondicional de la Iglesia». Juan Pablo II, el día de su canonización, el 3 de diciembre de 1995, lo propuso como «un hombre del Adviento que abre los caminos del Señor, cuya nueva venida espera confiadamente la humanidad».
Su relación filial con María va de la mano con su amor apasionado por Jesucristo. Amarla y hacerla amar fue el impulso constante de toda su vida. Escribía en su testamento: «Invoco la intercesión de la Santísima e Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, atreviéndome a recordarle, con toda humildad y consuelo, la devoción filial de toda mi vida y el deseo que siempre he tenido de procurar que sea conocida y amada y de propagar su culto por todas partes mediante el ministerio de aquellos que la Iglesia me ha dado como hijos y que se han asociado a mis planes». Y estará seguro de que estos sus hijos «la tendrán siempre por Madre» y la predicarán por doquier «con sólo decir su nombre»: Misioneros Oblatos de María Inmaculada.
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