miércoles, 27 de mayo de 2015

San Agustín de Cantorbery

En el foro de Roma hormigueaba una muchedumbre de esclavos de todos los países: sirios de largo manto, negros de la Nubia, africanos de espaldas desnudas, griegos de hermoso perfil y hombres del Norte cubiertos de pieles. Por el mercado discurrían sacerdotes y monjes mezclados a la turba de compradores y vendedores. Entre ellos estaba Gregorio, el dulce abad de Monte Celio. Su alma piadosa le detuvo ante un grupo de jóvenes. Habíale sorprendido vivamente la belleza de aquellos mancebos, la blancura de su tez y la largura de sus cabellos rubios.

— ¿De dónde son estos esclavos?—preguntó el mercader.

—De la isla de Bretaña—dijo éste—, donde aún no se conoce a Cristo.

—¡Qué lástima—exclamó Gregorio—que la gracia de sus frentes coincida con un alma vacía de la gracia interior! Pero, ¿cuál es su nación?

—Son anglos.

—Sí, figura de ángeles tienen, y es preciso que lleguen a ser hermanos de los ángeles del Cielo. ¿Y su provincia?

—Su provincia es Deïra, uno de los reinos de Nortumbría.

— ¡Nombre simbólico también! De ira eruti, porque serán sacados de la ira de Dios para ir a la misericordia de Cristo. Y el rey de este país, ¿cómo se llama?

—Alle.

—Otro nombre de buen augurio; pronto se cantará el Alleluia en su reino.

Así cuenta el Venerable Beda el incidente que dio origen a la evangelización de Inglaterra. El buen abad compró los bellos esclavos y se los llevó á su monasterio de San Andrés, y en su cabeza brotó la idea de ir a la tierra de los anglos. Pero el pueblo romano no lo dejó, y poco después fue aclamado Papa y se llamó Gregorio Magno.

Había en su monasterio un prior muy santo y muy noble que se llamaba Agustín; y a él encomendó el gran Pontífice la misión que personalmente no había podido realizar. Aquel monasterio, hoy iglesia de San Gregorio, que se levantaba en la parte occidental del Monte Celio, entre el gran Circo, las termas de Caracalla y el Coliseo, había de ser la cuna de la civilización inglesa.

De allí salió Agustín con otros cuarenta compañeros en el año de gracia de 596. A pie y descalzos, llegaron a la famosa abadía de Leríns, donde les contaron terribles relatos acerca del pueblo que iban a convertir. Dijéronles, en resumen, que en aquel pueblo de bestias salvajes les aguardaba una muerte segura. Agustín volvió a Roma para representar a Gregorio tales peligros; pero recibió la orden de seguir adelante.

A pesar de las cartas pontificias, nuestros misioneros tuvieron que sufrir en muchas partes las burlas y aullidos de niños y mujeres, que se extrañaban de ver aquel pelotón de hombres mal trajeados y cubiertos del polvo del camino. A principios del año 597 desembarcaron en la región del Thanet, cerca del puerto romano de Richborugh, entre Sandwich y Ramsgate, en el mismo lugar donde había desembarcado Julio César y Hengist, el conquistador anglosajón.

Estaban en la tierra del reino de Kent, que obedecía entonces a Etelberto. Era éste generoso y liberal, aunque pagano. Al principio no permitió a los monjes romanos pasar adelante. Poco después, él mismo salió a su encuentro, pero los recibió debajo de una encina, temiendo que sería víctima de algún maleficio si se hallaba bajo un mismo techo con aquellos extranjeros. Sentáronse los cuarenta monjes delante de él, y Agustín expuso el objeto de su venida. La respuesta del rey fue sincera y leal: «Bellas son las palabras y promesas que nos traéis; pero, como podéis comprender, todo esto es nuevo e incierto para mí. No puedo dar fe a ello inmediatamente, abandonando todo lo que mi nación viene observando hace tanto tiempo. Mas, puesto que habéis venido para comunicarnos lo que, a vuestro juicio, es la verdad y el bien supremo, no os haremos ningún mal; al contrario, os daremos hospitalidad y medios de vivir; os dejaremos libertad para predicar vuestra religión y convertiréis a los que podáis.»

El carácter inglés tiene fama de amplio y liberal, y aunque no siempre ha sido consecuente consigo mismo, estas primeras relaciones de unos reyes con la Iglesia están de acuerdo con el artículo fundamental de sus cartas y libertades.

Los cuarenta misioneros hicieron luego su entrada triunfal en la capital de Kent, Cantorbery. Iban procesionalmente. San Agustín les precedía; su alta estatura y su prestancia patria atraían las miradas, pues su cabeza y sus hombros se alzaban por encima de la cabeza de los demás. Junto a él, un monje llevaba la cruz de plata y otro un estandarte de madera en que se veía dibujada la imagen de Cristo. Cuarenta voces cantaban en el ritmo gregoriano: «Conjurámoste, Señor, por tu misericordia, que apartes tu ira de esta ciudad y de tu santa casa, porque hemos pecado. Alleluia.» «La historia de la Iglesia—dice Bossuet—no tiene nada más bello que la entrada de este santo monje Agustín en el reino de Kent con cuarenta de sus compañeros, que precedidos de la cruz y de la imagen del gran Rey, Cristo, hacían votos solemnes por la conversión de Inglaterra.»

Agustín empezó la conquista espiritual derramando a sus monjes por el reino. Mucho le ayudó la reina Berta, que era católica y descendiente de Clodoveo. Dios quiso bendecir con grandes prodigios estos primeros trabajos, y grandes muchedumbres iban a pedir el bautismo; el mismo rey, el bueno y generoso Etelberto, renunció a la religión de Odín el día de Pentecostés del año 597. Como prueba de la sinceridad de su conversión, cedió a Cristo su palacio, que desde entonces fue la iglesia catedral de Cantorbery y primada de Inglaterra.

San Gregorio no pudo contener el arrebato de su alegría cuando supo tales sucesos. Esa alegría se desborda en las cartas que escribió por esta época: «Gloria a Dios—escribía a su amigo Agustín—; gloria a Dios en lo más alto de los Cielos; gloria a Dios, que no ha querido reinar solamente en los Cielos; cuya muerte es nuestra vida; cuya debilidad es nuestra fuerza; cuyo amor nos envía a buscar hasta la isla de Bretaña hermanos desconocidos; cuya bondad nos hace encontrar lo que buscábamos sin conocerlo. ¿Quién podrá contar la exaltación de todos los corazones fieles desde que la nación inglesa, por la gracia de Dios y su trabajo fraternal, está inundada de la santa luz y se prosterna ante el Dios Todopoderoso?»

«Ved esa Bretaña—decía predicando—, cuya lengua no sabía más que lanzar bárbaros sonidos; ved cómo hace resonar el Alleluia de los hebreos. Ved esos mares furiosos que se humillan dócilmente a los pies de los santos, y esas razas salvajes que los principes de la tierra no podían doblar por el hierro, encadenadas por las palabras de los sacerdotes. Ese pueblo fiero se turba ante la lengua de los humildes; tiene miedo, pero del pecado, y sus concupiscencias han sido encaminadas hacia la gloria eterna.»

Al mismo tiempo escribía al jefe de los misioneros, exhortándole a la humildad, a pesar de los milagros que Dios hacía por su mano, y dándole tan sabios consejos sobre la organización de la misión, que alguien ha llamado a esa epístola el «código de las misiones». En el año 601 le enviaba el palio arzobispal, con el poder de erigir cuantos obispados creyese convenientes. A la vez llegaba a Inglaterra una nueva colonia de monjes romanos. Agustín envió algunos de ellos al reino del Sur, Essex, donde también se abría camino la luz del Evangelio.

La mies era mucha, los operarios pocos. El arzobispo quiso aprovechar la ayuda de los sacerdotes y monjes bretones del País de Gales; pero éstos odiaban a los anglosajones, que les habían arrojado de su tierra. La mayor parte de estos monjes pertenecían al monasterio de Bangor, donde vivían entonces 3.000 religiosos. En la primera conferencia que San Agustín tuvo con ellos, no pudo conseguir nada, a pesar de que Dios había confirmado su misión con un milagro. Reunióse otra conferencia, a la que asistieron los más sabios doctores de Bangor. Estos habían consultado a un santo monje, preguntándole si debían escuchar a Agustín y abandonar sus tradiciones sobre la Pascua, sobre la tonsura y sobre la administración del bautismo.

—Sí—les había dicho el anacoreta—, con tal de que sea un hombre de Dios.

—Y ¿cómo sabremos esto?

—Si es dulce y humilde de corazón, es prueba de que lleva el yugo de Cristo; si es duro y orgulloso, no debéis escucharlo. Para conocerlo, dejadlo llegar el primero al lugar del Concilio; si se levanta al veros, es un siervo de Jesucristo; si no se levanta, devolved desprecio con desprecio.

Desgraciadamente, cuando llegaron los bretones, Agustín estaba ya sentado more romano, y no se levantó para recibirlos; lo cual hizo fracasar todas las negociaciones. Esta vez San Agustín se despidió diciendo a los monjes de Bangor: «Puesto que no queréis enseñar a los ingleses el camino de la vida, recibiréis de ellos el castigo de la muerte.»

Algunos años más tarde, Etelfrido, rey de los anglos del Norte, todavía paganos, invadió la región de Cambria. Al empezar el combate vio una columna de hombres sin armas, postrados en tierra; preguntó quiénes eran, y le dijeron que los monjes de Bangor, venidos para rezar por sus hermanos durante la lucha. «Si rezan por mis enemigos, combaten contra mí», dijo el rey, y mandó dirigir contra ellos el primer ataque. Mil doscientos monjes murieron allí, mártires de la fe y de su patria.

San Agustín continuó la evangelización, prescindiendo del clero indígena; en muchas partes, los neófitos subían por millares de las aguas heladas del Támesis, de suerte que se vio obligado a crear los obispados de Londres y Rochester.

No faltaban, sin embargo, los trabajos. Muchas veces los paganos los recibían con burlas y desprecios, y en cierta ocasión un pueblo marítimo salió contra los misioneros, arrojándoles las colas y desperdicios de los peces, que se pegaron a los hábitos de los siervos de Dios.

La vida de este gran apóstol fue muy corta; pero al morir dejaba organizada la magna empresa de la evangelización de los anglosajones. Su muerte acaeció en 605, dos meses después de la de San Gregorio, y su apostolado sólo había durado siete años, espacio muy breve para la obra que realizó.

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