Hermosa, pura y blanca era la niña a los seis años: jugaba y revoloteaba en los jardines de la casa paterna, y, si acontecía manchársele el vestido con tierra o lodo, escondíase luego y solita lavaba su traje, poníalo al sol y poníase ella a rezar candorosamente al Niño Jesús y a las benditas almas para que se secara pronto". Era un espejo de limpieza: no podía sufrir manchas ni aun en su ropa, ni quería con ellas ofender por un momento la vista de su buena madre.
Tan buena y delicada era Joaquinita de Vedruna. Había nacido el 16 de abril de 1783 en Barcelona, la gran urbe condal. Sus padres, don Lorenzo de Vedruna y doña Teresa Vidal, formaron su hogar como un nido de amores cristianos a prueba de todos los sacrificios. Eran ricos y nobles. Don Lorenzo ejercía el cargo de procurador de número en la Audiencia del principado y vio bendecida su sagrada unión con numerosa prole. Doña Teresa era una de aquellas mujeres fuertes alabadas por el sabio: noble, hacendosa y abnegada en sus deberes maternales. Cuando nació Joaquinita todo fue alegría y pura felicidad: huyó el dolor ante aquel ser que nacía para aliviar a cuantos encontrase al paso en su larga y fecunda vida.
Criada en el regazo materno dócil y sumisa, sintió al despertar su razón en los besos amorosos de su cristiana madre el aliento de lo divino, y brotó en su alma la primera, revelación de su destino en cuanto supo amar a Dios. Así, a los doce años, notando el vacío que dejaba en su alma lo de acá abajo, lanzándose con valor fuera del nido donde había nacido, llamó a las puertas del convento de madres carmelitas de Barcelona, pidiendo con insistencia el santo hábito.
No fue, por cierto, admitida su humilde demanda: era jovencita y las religiosas no creyeron prudente ni aun mantener sus ilusiones para un corto plazo. Volvióse, pues, al hogar paterno: allí haría otro indefinido noviciado que la preparase para los designios de Dios sobre ella. ¡Designios realmente inescrutables! Dios tiene muchos caminos, y, nueva Juana de Lestonnac o Francisca Frémiot de Chantal, será como ellas una santa viuda y madre de familia, además de religiosa y fundadora, pasando así por todos los estados.
Efectivamente, el 24 de marzo de 1799 se casa con don Teodoro de Mas, rico hacendado de Vich, procurador de los Tribunales al igual que su suegro —con el que le unía de antes, por su mismo oficio, gran amistad—, y que había reparado en las excepcionales dotes y sencillez de la menor de las tres hijas de don Lorenzo. Dieciséis años vive santamente con él, con una descendencia de ocho hijos, hasta que su esposo fallece el 5 de marzo de 1816.
La estampa de sus hijos es fiel retrato de tan buenos padres. Dos mueren en temprana edad; pero de los seis supervivientes, cuatro hijas se consagran a Dios por medio del estado religioso: dos franciscanas en Pedralbes, dos religiosas cistercienses en Vallbona, y hasta su hijo José Luis llegó a entrar en la Trapa, pero su salud no le permitió seguir, habiendo sido luego un ferviente católico y modelo de padres cristianos. La otra hija, casada también, Inés, tuvo seis hijos, varios de ellos religiosos.
Entretanto, tiempos aciagos corrían para España en el primer decenio del siglo XIX. Las tropas de Napoleón habían invadido la Península, sembrando la desolación y la muerte doquiera hallaban resistencia; y... la hallaron por todas partes, más o menos. Todos fueron soldados y héroes; se organizaron milicias nacionales, y el heroísmo dejó de parecer tal en fuerza de practicarlo todos hasta la muerte. Don Teodoro de Mas, noble por tradiciones de sangre y de valor militar, no desmintió su linaje, y, dejando las pingües ganancias que le daba su ocupación en la Magistratura de Barcelona, se retiró con su familia a su posesión "El Manso de El Escorial”, de Vich, para tomar parte en la defensa desesperada de la Patria. Alistóse en las filas del heroico barón de Sabassona, que le nombró su ayudante de campo, y en el mes de abril de 1807 se le encuentra en cinco batallas sangrientas. En Vich entraron los franceses el 17 de abril a sangre y fuego, y don Teodoro batióse en retirada épica, causando al enemigo no pocas bajas. Entretanto doña Joaquina hubo de abandonar la casa solariega de Mas, refugiándose en las montañas del Montseny con sus pequeños hijos hasta que pasó la tromba bélica.
De doña Joaquina como esposa y madre nos hace el más cumplido elogio el mismo decreto de beatificación por Su Santidad Pío XII (19 de mayo de 1940): “Unida en matrimonio, cuanto le fue permitido, detestó las vanidades y cosas del mundo, estuvo completamente sometida a su marido, cumplió diligentemente sus obligaciones de esposa y madre, y educó a sus hijos con admirables resultados, formándolos en sus deberes religiosos y ciudadanos".
Mas era necesario que la tribulación templara su espíritu, y así la divina Providencia amorosamente probó aquel feliz hogar con la muerte del esposo y del padre. Privada de su marido y conformada en su viudez, entregóse ahincadamente al cuidado de sus hijos y de su hacienda por espacio de diez años, consagrándose totalmente a su educación, a las obras de piedad para con Dios y de caridad para con el prójimo, mientras con oraciones y ásperas penitencias imploraba luz y fuerzas para conocer claramente la voluntad de Dios y para seguirla. Así, por cama tenía una estera, y por almohada una piedra; frecuentaba los hospitales de Vich e Igualada, confortando a los enfermos con su palabra, sonrisa y limosnas. Doña Joaquina vino a ser pronto popular entre los pobres y asilados.
Mas su corazón se iba despegando cada vez más de los bienes terrenos. Ahora ella es solamente esposa de Cristo. Un director espiritual, muerto en olor de santidad, el capuchino padre Esteban de Olot, conocido por el “apóstol del Ampurdán", es el que la llevará por la más alta senda de la perfección. Y aunque ella prefiere la vida contemplativa, el santo fraile le advierte que Dios la llama para fundadora de una Orden religiosa de vida activa, de enseñanza y de caridad. En esto un personaje providencial tercia entre las dos almas: el obispo de Vich, doctor Corcuera. No habrá de llevar hábito de terciaria capuchina, sino de religiosa carmelita; es lo que decide el virtuoso prelado. Aquel su deseo infantil de los doce años se cumple ahora, tras un largo rodeo. ¡Rutas maravillosas del Señor!
El padre Esteban de Olot redacta las reglas, reglas sapientísimas que a lo largo de un siglo no han sufrido la menor variación, y después de su profesión religiosa ante el obispo de Vich (6 de enero de 1826) inicia su obra de fundadora el 26 de febrero del mismo año con ocho doncellas. Pronto surgen contrariedades; le toca beber el cáliz de Jesús, en frase suya. Dos incipientes vuelven la vista atrás. No se desanima; pronto serán trece, y a no tardar, como el grano de mostaza, pasarán del centenar. Vich es la primera fundación: la cuna de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, Luego el hospital de Tárrega (1829), y en el mismo año la Casa de Caridad de Barcelona, donde permanece hasta 1830; Solsona, Manresa, hospital de peregrinos de Vich y Cardona son otras tantas fundaciones tras no pocas peripecias.
En esto la guerra civil se echa encima. Después de fundar en el hospital de Berga, plaza ocupada por los carlistas, tiene que internarse en Francia al caer aquella población en manos de las tropas liberales. Después de penoso calvario por los Pirineos llega a Prades (1836) y sigue hasta Perpiñán, donde halla a una señora conocida suya, de Barcelona, que fue el ángel protector en el destierro de la pequeña comunidad. Pasada la ráfaga, vuelve a España en 1842, reabre el noviciado, y, después de nuevas fundaciones, tiene el consuelo de ver aprobar canónicamente la Congregación en 1850. Otro obispo español, el santo padre Claret, antes de salir para su sede de Cuba aporta su granito de arena a los estatutos de la Congregación, aunque siguiendo indicaciones del doctor Casadevall, prelado vicense a la sazón.
Vuelve entonces a Barcelona, su ciudad natal, donde Dios la reclamará para sí. En efecto, en la Casa de Caridad le sobreviene un ataque de apoplejía, y hasta el cólera morbo, que entonces domina en la ciudad condal, se ceba en ella, y así muere santamente el 28 de agosto de 1854. Dios permitió que su cadáver no padeciera los trastornos de los apestados para consuelo de cuantos acudieron a implorar favores por medio de su sierva. En 1881 se trasladaron sus restos a Vich, donde aún hoy yacen. Beatificada por el papa Pío XII, ha sido la primera santa canonizada, el 12 de abril de 1959, por S. S. Juan XXIII.
Después de su muerte siguió desde el cielo estimulando su obra. Rápido fue el incremento de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, rebasando primero los lindes de Cataluña y luego los de la Península para saltar más allá de las fronteras y de los mares. Ahora son 160 casas con un total de 2.218 religiosas, 40.739 las niñas educadas en sus colegios y 4.443 las personas asistidas en diversos hospitales.
La madre Vedruna vive en un siglo turbulento, siglo de impiedad filosófica, de revolución y discordias civiles e intestinas. Su vida no contiene milagros ni cosas extraordinarias, ciertamente; pero esa su vida abnegada, paciente, humilde y laboriosa, santificando todos los estados en que puede encontrarse una mujer, contiene una gran dosis de callado heroísmo y sacrificio, secreto de la santidad de esa humilde y fragante violeta.
Tan buena y delicada era Joaquinita de Vedruna. Había nacido el 16 de abril de 1783 en Barcelona, la gran urbe condal. Sus padres, don Lorenzo de Vedruna y doña Teresa Vidal, formaron su hogar como un nido de amores cristianos a prueba de todos los sacrificios. Eran ricos y nobles. Don Lorenzo ejercía el cargo de procurador de número en la Audiencia del principado y vio bendecida su sagrada unión con numerosa prole. Doña Teresa era una de aquellas mujeres fuertes alabadas por el sabio: noble, hacendosa y abnegada en sus deberes maternales. Cuando nació Joaquinita todo fue alegría y pura felicidad: huyó el dolor ante aquel ser que nacía para aliviar a cuantos encontrase al paso en su larga y fecunda vida.
Criada en el regazo materno dócil y sumisa, sintió al despertar su razón en los besos amorosos de su cristiana madre el aliento de lo divino, y brotó en su alma la primera, revelación de su destino en cuanto supo amar a Dios. Así, a los doce años, notando el vacío que dejaba en su alma lo de acá abajo, lanzándose con valor fuera del nido donde había nacido, llamó a las puertas del convento de madres carmelitas de Barcelona, pidiendo con insistencia el santo hábito.
No fue, por cierto, admitida su humilde demanda: era jovencita y las religiosas no creyeron prudente ni aun mantener sus ilusiones para un corto plazo. Volvióse, pues, al hogar paterno: allí haría otro indefinido noviciado que la preparase para los designios de Dios sobre ella. ¡Designios realmente inescrutables! Dios tiene muchos caminos, y, nueva Juana de Lestonnac o Francisca Frémiot de Chantal, será como ellas una santa viuda y madre de familia, además de religiosa y fundadora, pasando así por todos los estados.
Efectivamente, el 24 de marzo de 1799 se casa con don Teodoro de Mas, rico hacendado de Vich, procurador de los Tribunales al igual que su suegro —con el que le unía de antes, por su mismo oficio, gran amistad—, y que había reparado en las excepcionales dotes y sencillez de la menor de las tres hijas de don Lorenzo. Dieciséis años vive santamente con él, con una descendencia de ocho hijos, hasta que su esposo fallece el 5 de marzo de 1816.
La estampa de sus hijos es fiel retrato de tan buenos padres. Dos mueren en temprana edad; pero de los seis supervivientes, cuatro hijas se consagran a Dios por medio del estado religioso: dos franciscanas en Pedralbes, dos religiosas cistercienses en Vallbona, y hasta su hijo José Luis llegó a entrar en la Trapa, pero su salud no le permitió seguir, habiendo sido luego un ferviente católico y modelo de padres cristianos. La otra hija, casada también, Inés, tuvo seis hijos, varios de ellos religiosos.
Entretanto, tiempos aciagos corrían para España en el primer decenio del siglo XIX. Las tropas de Napoleón habían invadido la Península, sembrando la desolación y la muerte doquiera hallaban resistencia; y... la hallaron por todas partes, más o menos. Todos fueron soldados y héroes; se organizaron milicias nacionales, y el heroísmo dejó de parecer tal en fuerza de practicarlo todos hasta la muerte. Don Teodoro de Mas, noble por tradiciones de sangre y de valor militar, no desmintió su linaje, y, dejando las pingües ganancias que le daba su ocupación en la Magistratura de Barcelona, se retiró con su familia a su posesión "El Manso de El Escorial”, de Vich, para tomar parte en la defensa desesperada de la Patria. Alistóse en las filas del heroico barón de Sabassona, que le nombró su ayudante de campo, y en el mes de abril de 1807 se le encuentra en cinco batallas sangrientas. En Vich entraron los franceses el 17 de abril a sangre y fuego, y don Teodoro batióse en retirada épica, causando al enemigo no pocas bajas. Entretanto doña Joaquina hubo de abandonar la casa solariega de Mas, refugiándose en las montañas del Montseny con sus pequeños hijos hasta que pasó la tromba bélica.
De doña Joaquina como esposa y madre nos hace el más cumplido elogio el mismo decreto de beatificación por Su Santidad Pío XII (19 de mayo de 1940): “Unida en matrimonio, cuanto le fue permitido, detestó las vanidades y cosas del mundo, estuvo completamente sometida a su marido, cumplió diligentemente sus obligaciones de esposa y madre, y educó a sus hijos con admirables resultados, formándolos en sus deberes religiosos y ciudadanos".
Mas era necesario que la tribulación templara su espíritu, y así la divina Providencia amorosamente probó aquel feliz hogar con la muerte del esposo y del padre. Privada de su marido y conformada en su viudez, entregóse ahincadamente al cuidado de sus hijos y de su hacienda por espacio de diez años, consagrándose totalmente a su educación, a las obras de piedad para con Dios y de caridad para con el prójimo, mientras con oraciones y ásperas penitencias imploraba luz y fuerzas para conocer claramente la voluntad de Dios y para seguirla. Así, por cama tenía una estera, y por almohada una piedra; frecuentaba los hospitales de Vich e Igualada, confortando a los enfermos con su palabra, sonrisa y limosnas. Doña Joaquina vino a ser pronto popular entre los pobres y asilados.
Mas su corazón se iba despegando cada vez más de los bienes terrenos. Ahora ella es solamente esposa de Cristo. Un director espiritual, muerto en olor de santidad, el capuchino padre Esteban de Olot, conocido por el “apóstol del Ampurdán", es el que la llevará por la más alta senda de la perfección. Y aunque ella prefiere la vida contemplativa, el santo fraile le advierte que Dios la llama para fundadora de una Orden religiosa de vida activa, de enseñanza y de caridad. En esto un personaje providencial tercia entre las dos almas: el obispo de Vich, doctor Corcuera. No habrá de llevar hábito de terciaria capuchina, sino de religiosa carmelita; es lo que decide el virtuoso prelado. Aquel su deseo infantil de los doce años se cumple ahora, tras un largo rodeo. ¡Rutas maravillosas del Señor!
El padre Esteban de Olot redacta las reglas, reglas sapientísimas que a lo largo de un siglo no han sufrido la menor variación, y después de su profesión religiosa ante el obispo de Vich (6 de enero de 1826) inicia su obra de fundadora el 26 de febrero del mismo año con ocho doncellas. Pronto surgen contrariedades; le toca beber el cáliz de Jesús, en frase suya. Dos incipientes vuelven la vista atrás. No se desanima; pronto serán trece, y a no tardar, como el grano de mostaza, pasarán del centenar. Vich es la primera fundación: la cuna de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, Luego el hospital de Tárrega (1829), y en el mismo año la Casa de Caridad de Barcelona, donde permanece hasta 1830; Solsona, Manresa, hospital de peregrinos de Vich y Cardona son otras tantas fundaciones tras no pocas peripecias.
En esto la guerra civil se echa encima. Después de fundar en el hospital de Berga, plaza ocupada por los carlistas, tiene que internarse en Francia al caer aquella población en manos de las tropas liberales. Después de penoso calvario por los Pirineos llega a Prades (1836) y sigue hasta Perpiñán, donde halla a una señora conocida suya, de Barcelona, que fue el ángel protector en el destierro de la pequeña comunidad. Pasada la ráfaga, vuelve a España en 1842, reabre el noviciado, y, después de nuevas fundaciones, tiene el consuelo de ver aprobar canónicamente la Congregación en 1850. Otro obispo español, el santo padre Claret, antes de salir para su sede de Cuba aporta su granito de arena a los estatutos de la Congregación, aunque siguiendo indicaciones del doctor Casadevall, prelado vicense a la sazón.
Vuelve entonces a Barcelona, su ciudad natal, donde Dios la reclamará para sí. En efecto, en la Casa de Caridad le sobreviene un ataque de apoplejía, y hasta el cólera morbo, que entonces domina en la ciudad condal, se ceba en ella, y así muere santamente el 28 de agosto de 1854. Dios permitió que su cadáver no padeciera los trastornos de los apestados para consuelo de cuantos acudieron a implorar favores por medio de su sierva. En 1881 se trasladaron sus restos a Vich, donde aún hoy yacen. Beatificada por el papa Pío XII, ha sido la primera santa canonizada, el 12 de abril de 1959, por S. S. Juan XXIII.
Después de su muerte siguió desde el cielo estimulando su obra. Rápido fue el incremento de la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, rebasando primero los lindes de Cataluña y luego los de la Península para saltar más allá de las fronteras y de los mares. Ahora son 160 casas con un total de 2.218 religiosas, 40.739 las niñas educadas en sus colegios y 4.443 las personas asistidas en diversos hospitales.
La madre Vedruna vive en un siglo turbulento, siglo de impiedad filosófica, de revolución y discordias civiles e intestinas. Su vida no contiene milagros ni cosas extraordinarias, ciertamente; pero esa su vida abnegada, paciente, humilde y laboriosa, santificando todos los estados en que puede encontrarse una mujer, contiene una gran dosis de callado heroísmo y sacrificio, secreto de la santidad de esa humilde y fragante violeta.
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