La Azucena de Quito nace el año siguiente de la muerte de Santa Rosa de Lima. Mariana es una santa criolla, es decir, hispanoamericana. Su padre fue el capitán toledano Jerónimo de Paredes; su madre se llama doña Mariana Gra-nobles Jaramillo, y descendía de los Jaramillo de Alcalá de Henares, pero nació en Quito. Rosa y Mariana se parecen de tal manera, que es como si el espíritu de la una hubiera pasado a la otra: las dos tocan la guitarra, las dos viven en sus respectivas casas entregadas a las más terribles penitencias; las dos buscan la misma clase de suplicios para atormentar su cuerpo, y si la una reza a coro con los mosquitos, la otra invita a los pájaros para que acudan a acompañarla en su oración.
La vida de Mariana es un prodigio constante desde la más tierna edad. Al año ya sabe cuándo llega el viernes para abstenerse del pecho materno; a los tres años juega ya a dormir en el suelo; a los cuatro se cae al agua en su hacienda de Granobles, pero flota milagrosamente sobre la corriente del río; a los seis la encuentran en el bosque de Sagüanches, azotándose despiadadamente con un manojo de ortigas; a los siete, cual otra Teresa de Avila, sale de casa para ir a misiones con otros niños, viéndose obligada a volver ante la presencia de un toro, que le cierra el paso en el camino de la Virgen de Pichincha, y ya por esta fecha nos hablan sus biógrafos de procesiones con la cruz a cuestas, de disciplinas, de cilicios de zarzas, de garbanzos en los chapines, de lechos de cantos y de abrojos, del renunciamiento definitivo a las sedas y a las joyas. Y, no obstante, será una santa en el mundo, aunque se llame, no Mariana de Paredes, sino Mariana de Jesús. Todo estaba preparado para su ingreso en el convento de Santa Catalina, pero Dios la detiene por medio de sus directores; vivirá en la casa de sus hermanos, en el rincón más escondido, para no salir más que a la iglesia o a sus ejercicios de caridad; y su aposento se convierte, según la expresión de su biógrafo, en una espantosa armería. Su panoplia la forman manojos de varas de membrillo y de ortigas, cadenas de hierro, látigos de pita anudados, unos con una trenza, otros con estrellas de acero como agujas, cilicios de alambre, de cerdas, de cardas de hierro; cruces diversas, de pesos imponentes, sin que falte, como lecho, el potro o escalera de dar tormento, ni el ataúd con un leño vestido de sayal franciscano, al que la virgen llama su efigie, y rocía de agua bendita al salir y al entrar en la habitación, diciendo muy seriamente: «¡Dios te perdone, Mariana! »
Ningún anacoreta del yermo hizo penitencias tan escalofriantes. En una esquela escrita a los doce años expone la niña a su director el régimen de vida que, movida por Dios, se propone llevar: «A las cuatro me levantaré, haré disciplina, pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré por la memoria los puntos de la Pasión de Cristo; de cinco y media a seis, meditación y repaso de la Pasión; pondréme los cilicios, rezaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a la iglesia. De seis y media a siete me confesaré. De siete a ocho, el tiempo de una misa, prepararé el aposento de mi corazón para recibir a mi Esposo. Después que le haya recibido, el tiempo de una misa, daré gracias a mi Padre Eterno por haberme dado su Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa, le pediré muchas mercedes. De ocho a nueve sacaré ánimas del purgatorio y ganaré indulgencias por ellas. De nueve a diez rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. De diez, el tiempo de una misa, me encomendaré a los santos de mi devoción, y los domingos y fiestas, hasta las once. Después comeré, si tuviere necesidad. A las dos rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco, ejercicios de manos y levantar mi corazón a Dios; haré muchos actos de amor; de cinco a seis, lección espiritual y rezar completas. De seis a nueve, oración mental, y tendré mucho cuidado de no perder de vista a Dios. De nueve a diez saldré de mi aposento por un jarro de agua, y tomaré algún alivio moderado y decente. De diez a doce, oración mental. De doce a una, lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines. De una a cuatro dormiré: los viernes, en mi cruz; las demás noches, en la escalera; antes de acostarme tendré disciplina. Los lunes, miércoles y viernes de los advientos y cuaresmas, la oración, desde las diez hasta las doce, la tendré en cruz; los viernes, garbanzos en los pies; y me pondré una corona de cardas; ayunaré sin comer toda la semana. Los domingos comeré una onza de pan, y todos los días comenzaré con la gracia de Dios.»
Mariana murió joven, a los veintiséis años. Naturalmente, dirá acaso un lector poco experto en las cosas de Dios; y es que, miradas esas penitencias con los ojos de la carne, nadie podrá librarse de considerarlas como una carnicería y casi como un suicidio. Pero hay normas que están por encima de la dirección común, que apuntan a la santidad heroica, por la cual hay que dar, si Dios lo manda, la salud y la vida misma. Nada importan cien años robustos, pero flojos en la virtud, al lado de veinte años elevados a las cimas de la perfección, y para la gloria de Dios y provecho del prójimo más vale un ejemplo alto y señero que muchas obras buenas esparcidas a lo largo de la vida, o muchos sermones y muchos libros llenos de sabiduría. Esto es lo que debió pensar el director de la santa quiteña, Padre Camacho, del cual son estas palabras: «Sus penitencias fueron raras y mayores que las que naturalmente parece pudiera tolerar un cuerpo débil; si bien por estar persuadido, después de mucha atención y examen, de que eran inspiradas de Dios, se las permití.» Y aun le permitió aumentarlas: la onza de pan, de diaria, pasó a alterna; después se redujo a un cuarto de onza cada quince días, y al final, durante siete años, se suprimió totalmente, siendo el único alimento de la santa la Sagrada Comunión; las cuatro horas de sueño se acortaron a tres, a dos, a una; los cilicios y las disciplinas, en cambio, aumentaban sin cesar.
Y, sin embargo, ninguna de estas austeridades podía desfigurar la gracia y frescura de aquel rostro juvenil. Dios la había concedido este privilegio excepcional, para que nadie pudiese criticar aquella entrega voluntaria a los tormentos, y aun para ocultarla, aunque, a la larga, todo ocultamiento fue imposible. A través de la ciudad de Quito y de todo el virreinato se hablaba de las penitencias de la hija del capitán toledano, de las obras prodigiosas que Dios hacía por ella, de cómo recibía en sus manos el Cuerpo vivo del Niño Jesús, y jugueteaba con él, y caminaba por la calle sin mojarse; y reunía en torno suyo a las golondrinas de los alrededores, y resucitaba a una india apuñalada por su marido, y multiplicaba diariamente el pan que daba a los pobres. «Su corazón—se decía—es un ascua de amor para todos los necesitados; sus manos estaban como cuajadas de perlas». Si la penitencia las ajaba, la caridad se encargaba de convertirlas en las más hermosas manos que se vieron en el mundo. Diariamente amasaba dos onzas de pan, y con ellas tenía para alimentar a tantos pobres, que a las puertas de su casa se veían verdaderas procesiones. Nunca se supo el origen de aquel pan, y por eso se le llamaba pan de los ángeles.
Víctima propiciatoria de su siglo, sabía, no obstante, Mariana de Paredes conjugar maravillosamente sus maceraciones con una alegría nunca turbada y derrochar su afecto con los desconocidos, y más todavía en el círculo de sus selectas amistades, y recrearse con ellos tocando el clave y la vihuela; y levantarlos por encima de las cosas de la tierra con la lectura de los escritos de Santa Teresa de Jesús y Santa Catalina de Sena; y enfervorizarlos comunicándoles los episodios inefables de sus místicos arrebatos.
—Hermana Petrona, ¡qué de cosas hay en el Cielo!—exclamaba un día al volver de uno de aquellos éxtasis, dirigiéndose a su amiga Petronila de San Bruno, que había ido a visitarla y le había rogado que tocara la guitarra, el instrumento con que de ordinario glosaba sus cantos religiosos.
No obstante, de su vida interior sabemos muy poco, pues le repugnaba escribir lo que sentía, en la convicción de que toda palabra es pobre ante la grandeza y la riqueza de las experiencias sublimes del amor divino. En cierta ocasión, obligada por su director, escribió unas páginas acerca de las ascensiones de la oración; pero al día siguiente encontraron el papel enteramente limpio. Sabemos, sólo por confesión del Padre Camacho, «que nuestro Señor la levantó a lo supremo de la contemplación, que consiste en conocer a Dios y sus perfecciones sin discursos, y en amarle sin interrupción».
«Largos años de santidad en cortos años de vida», pudo decir un predicador al pronunciar su oración fúnebre; vida cortada, al fin, por una entrega definitiva en un acto heroico de caridad. Fue el 26 de marzo de 1645. Tronaba aquel día su confesor contra los vicios en un sermón apasionado, que terminó ofreciéndose como víctima por los pecados de la ciudad. Mariana, que le oía, considerando que su vida era menos útil para la gloria de Dios, rogó a nuestro Señor que cambiase la oferta, pero que retirase la peste que afligía a sus conciudadanos. La peste cesó, efectivamente, pero ella, al volver a su casa, empezó a sentir una fiebre que en dos meses acabó con su vida. Una sed furiosa la consumía; un dolor terrible la atenazaba la cabeza, los costados, los huesos todos; pero ni aun entonces se quitó los cilicios, ni dejó la corona de espinas, ni cambió su régimen diario. Cuatro días antes de morir, recibió el viático, y a las pocas horas perdió el habla, como lo había pedido al Señor, «porque ese tiempo no era para hablar con los hombres, sino para estarse con Dios». Poco después recibió la visita de Cristo y de su Madre, que venían acompañados de Santa Teresa y Santa Catalina, y el 26 de mayo se durmió en el Señor. Sus funerales fueron un triunfo. La ciudad entera pasó a venerar su cuerpo; tres hábitos fueron destrozados por el fervor de la multitud, ávida de reliquias, y gracias a una guardia de soldados, no se llevaron los virginales despojos. La ciudad de Quito no se olvidó nunca de ella; los poetas la cantaron; los predicadores hicieron su panegírico, y bien pronto corrieron varios libros contando sus virtudes y sus prodigios.
La vida de Mariana es un prodigio constante desde la más tierna edad. Al año ya sabe cuándo llega el viernes para abstenerse del pecho materno; a los tres años juega ya a dormir en el suelo; a los cuatro se cae al agua en su hacienda de Granobles, pero flota milagrosamente sobre la corriente del río; a los seis la encuentran en el bosque de Sagüanches, azotándose despiadadamente con un manojo de ortigas; a los siete, cual otra Teresa de Avila, sale de casa para ir a misiones con otros niños, viéndose obligada a volver ante la presencia de un toro, que le cierra el paso en el camino de la Virgen de Pichincha, y ya por esta fecha nos hablan sus biógrafos de procesiones con la cruz a cuestas, de disciplinas, de cilicios de zarzas, de garbanzos en los chapines, de lechos de cantos y de abrojos, del renunciamiento definitivo a las sedas y a las joyas. Y, no obstante, será una santa en el mundo, aunque se llame, no Mariana de Paredes, sino Mariana de Jesús. Todo estaba preparado para su ingreso en el convento de Santa Catalina, pero Dios la detiene por medio de sus directores; vivirá en la casa de sus hermanos, en el rincón más escondido, para no salir más que a la iglesia o a sus ejercicios de caridad; y su aposento se convierte, según la expresión de su biógrafo, en una espantosa armería. Su panoplia la forman manojos de varas de membrillo y de ortigas, cadenas de hierro, látigos de pita anudados, unos con una trenza, otros con estrellas de acero como agujas, cilicios de alambre, de cerdas, de cardas de hierro; cruces diversas, de pesos imponentes, sin que falte, como lecho, el potro o escalera de dar tormento, ni el ataúd con un leño vestido de sayal franciscano, al que la virgen llama su efigie, y rocía de agua bendita al salir y al entrar en la habitación, diciendo muy seriamente: «¡Dios te perdone, Mariana! »
Ningún anacoreta del yermo hizo penitencias tan escalofriantes. En una esquela escrita a los doce años expone la niña a su director el régimen de vida que, movida por Dios, se propone llevar: «A las cuatro me levantaré, haré disciplina, pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré por la memoria los puntos de la Pasión de Cristo; de cinco y media a seis, meditación y repaso de la Pasión; pondréme los cilicios, rezaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a la iglesia. De seis y media a siete me confesaré. De siete a ocho, el tiempo de una misa, prepararé el aposento de mi corazón para recibir a mi Esposo. Después que le haya recibido, el tiempo de una misa, daré gracias a mi Padre Eterno por haberme dado su Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa, le pediré muchas mercedes. De ocho a nueve sacaré ánimas del purgatorio y ganaré indulgencias por ellas. De nueve a diez rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. De diez, el tiempo de una misa, me encomendaré a los santos de mi devoción, y los domingos y fiestas, hasta las once. Después comeré, si tuviere necesidad. A las dos rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco, ejercicios de manos y levantar mi corazón a Dios; haré muchos actos de amor; de cinco a seis, lección espiritual y rezar completas. De seis a nueve, oración mental, y tendré mucho cuidado de no perder de vista a Dios. De nueve a diez saldré de mi aposento por un jarro de agua, y tomaré algún alivio moderado y decente. De diez a doce, oración mental. De doce a una, lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines. De una a cuatro dormiré: los viernes, en mi cruz; las demás noches, en la escalera; antes de acostarme tendré disciplina. Los lunes, miércoles y viernes de los advientos y cuaresmas, la oración, desde las diez hasta las doce, la tendré en cruz; los viernes, garbanzos en los pies; y me pondré una corona de cardas; ayunaré sin comer toda la semana. Los domingos comeré una onza de pan, y todos los días comenzaré con la gracia de Dios.»
Mariana murió joven, a los veintiséis años. Naturalmente, dirá acaso un lector poco experto en las cosas de Dios; y es que, miradas esas penitencias con los ojos de la carne, nadie podrá librarse de considerarlas como una carnicería y casi como un suicidio. Pero hay normas que están por encima de la dirección común, que apuntan a la santidad heroica, por la cual hay que dar, si Dios lo manda, la salud y la vida misma. Nada importan cien años robustos, pero flojos en la virtud, al lado de veinte años elevados a las cimas de la perfección, y para la gloria de Dios y provecho del prójimo más vale un ejemplo alto y señero que muchas obras buenas esparcidas a lo largo de la vida, o muchos sermones y muchos libros llenos de sabiduría. Esto es lo que debió pensar el director de la santa quiteña, Padre Camacho, del cual son estas palabras: «Sus penitencias fueron raras y mayores que las que naturalmente parece pudiera tolerar un cuerpo débil; si bien por estar persuadido, después de mucha atención y examen, de que eran inspiradas de Dios, se las permití.» Y aun le permitió aumentarlas: la onza de pan, de diaria, pasó a alterna; después se redujo a un cuarto de onza cada quince días, y al final, durante siete años, se suprimió totalmente, siendo el único alimento de la santa la Sagrada Comunión; las cuatro horas de sueño se acortaron a tres, a dos, a una; los cilicios y las disciplinas, en cambio, aumentaban sin cesar.
Y, sin embargo, ninguna de estas austeridades podía desfigurar la gracia y frescura de aquel rostro juvenil. Dios la había concedido este privilegio excepcional, para que nadie pudiese criticar aquella entrega voluntaria a los tormentos, y aun para ocultarla, aunque, a la larga, todo ocultamiento fue imposible. A través de la ciudad de Quito y de todo el virreinato se hablaba de las penitencias de la hija del capitán toledano, de las obras prodigiosas que Dios hacía por ella, de cómo recibía en sus manos el Cuerpo vivo del Niño Jesús, y jugueteaba con él, y caminaba por la calle sin mojarse; y reunía en torno suyo a las golondrinas de los alrededores, y resucitaba a una india apuñalada por su marido, y multiplicaba diariamente el pan que daba a los pobres. «Su corazón—se decía—es un ascua de amor para todos los necesitados; sus manos estaban como cuajadas de perlas». Si la penitencia las ajaba, la caridad se encargaba de convertirlas en las más hermosas manos que se vieron en el mundo. Diariamente amasaba dos onzas de pan, y con ellas tenía para alimentar a tantos pobres, que a las puertas de su casa se veían verdaderas procesiones. Nunca se supo el origen de aquel pan, y por eso se le llamaba pan de los ángeles.
Víctima propiciatoria de su siglo, sabía, no obstante, Mariana de Paredes conjugar maravillosamente sus maceraciones con una alegría nunca turbada y derrochar su afecto con los desconocidos, y más todavía en el círculo de sus selectas amistades, y recrearse con ellos tocando el clave y la vihuela; y levantarlos por encima de las cosas de la tierra con la lectura de los escritos de Santa Teresa de Jesús y Santa Catalina de Sena; y enfervorizarlos comunicándoles los episodios inefables de sus místicos arrebatos.
—Hermana Petrona, ¡qué de cosas hay en el Cielo!—exclamaba un día al volver de uno de aquellos éxtasis, dirigiéndose a su amiga Petronila de San Bruno, que había ido a visitarla y le había rogado que tocara la guitarra, el instrumento con que de ordinario glosaba sus cantos religiosos.
No obstante, de su vida interior sabemos muy poco, pues le repugnaba escribir lo que sentía, en la convicción de que toda palabra es pobre ante la grandeza y la riqueza de las experiencias sublimes del amor divino. En cierta ocasión, obligada por su director, escribió unas páginas acerca de las ascensiones de la oración; pero al día siguiente encontraron el papel enteramente limpio. Sabemos, sólo por confesión del Padre Camacho, «que nuestro Señor la levantó a lo supremo de la contemplación, que consiste en conocer a Dios y sus perfecciones sin discursos, y en amarle sin interrupción».
«Largos años de santidad en cortos años de vida», pudo decir un predicador al pronunciar su oración fúnebre; vida cortada, al fin, por una entrega definitiva en un acto heroico de caridad. Fue el 26 de marzo de 1645. Tronaba aquel día su confesor contra los vicios en un sermón apasionado, que terminó ofreciéndose como víctima por los pecados de la ciudad. Mariana, que le oía, considerando que su vida era menos útil para la gloria de Dios, rogó a nuestro Señor que cambiase la oferta, pero que retirase la peste que afligía a sus conciudadanos. La peste cesó, efectivamente, pero ella, al volver a su casa, empezó a sentir una fiebre que en dos meses acabó con su vida. Una sed furiosa la consumía; un dolor terrible la atenazaba la cabeza, los costados, los huesos todos; pero ni aun entonces se quitó los cilicios, ni dejó la corona de espinas, ni cambió su régimen diario. Cuatro días antes de morir, recibió el viático, y a las pocas horas perdió el habla, como lo había pedido al Señor, «porque ese tiempo no era para hablar con los hombres, sino para estarse con Dios». Poco después recibió la visita de Cristo y de su Madre, que venían acompañados de Santa Teresa y Santa Catalina, y el 26 de mayo se durmió en el Señor. Sus funerales fueron un triunfo. La ciudad entera pasó a venerar su cuerpo; tres hábitos fueron destrozados por el fervor de la multitud, ávida de reliquias, y gracias a una guardia de soldados, no se llevaron los virginales despojos. La ciudad de Quito no se olvidó nunca de ella; los poetas la cantaron; los predicadores hicieron su panegírico, y bien pronto corrieron varios libros contando sus virtudes y sus prodigios.
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