domingo, 17 de mayo de 2015

Homilía



Hay tres elementos, hilvanados por un hilo conductor, el Espíritu Santo, que destacan poderosamente en los dos libros escritos por Lucas:

El Evangelio y los Hechos de los Apóstoles.

El primer elemento es Jesús y su misterio salvífico.

El segundo es el Espíritu Santo, que mueve ahora a los Apóstoles a realizar la misión que el Maestro les había encomendado.

El tercer elemento es Jerusalén, centro desde el que se expandirá la salvación “hasta los confines de la tierra”.

Por eso, para Lucas, la ascensión de Jesús al cielo es el culmen de su subida a Jerusalén, que viene fraguándose en varios capítulos del evangelio.

El término “ascendió” es utilizado para colocar la divinidad en las alturas, según la mentalidad semítica, y a los Apóstoles en una esfera puramente humana de restauración del “Reino de Israel”.

El Espíritu Santo es quien se encarga de clarificar la misión de los seguidores de Jesús, que no es precisamente la de una restauración política o religiosa, sino la de ser testigos del Resucitado.

La experiencia de Jesús vivo y la seguridad de sentir su luz en los ojos del corazón, impulsa a los Apóstoles a cumplir el designio de Dios, dejando de lado el éxito por el éxito y alimentando una vida fecunda basada en el amor y en la unidad de sentimientos y voluntades.

Miremos nuestra vida.

Es fácil dejarnos arrastrar por las seducciones del mundo y la oferta de una vida aislada, segura y egoísta, pero carente del amor.

Dios, sin embargo, nos llama a la fraternidad, donde sólo cuenta el amor, en el que todos cabemos y todos ascendemos juntos al encuentro del Señor.

La iluminación, de la que nos habla la Carta a los Efesios, resulta vital para disipar las sombras del desamor, de la desunión y de la desintegración, en las que nos vemos sumergidos cuando se frustran los planes, se acumulan los fracasos y todo parece torcerse negativamente.

El mismo Jesús “desciende a los infiernos”, llega hasta el mismo fondo, hasta el abismo de nuestra condición humana, para elevarnos y para que recuperemos la dignidad perdida.

En la medida en que nos humillemos y muramos con Él, ascenderemos con Él al Padre y seremos liberados de las ataduras que nos esclavizan.

La luz de la gracia nos eleva, nos da una plusvalía para sacar el pasaporte de entrada al cielo, pero mirando de reojo las realidades terrenas.

No podemos quedarnos pasmados mirando al cielo y dando la espalda a Jerusalén y al resto del mundo.

Tampoco podemos dejar de ser testigos de Jesús ni de comunicar a los demás los carismas recibidos para la edificación del cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Santa Teresa de Ávila es un buen ejemplo para aprender a compaginar la vida contemplativa y la activa.

Estamos celebrando el Año de la Vida Consagrada y el Año Santo Teresiano. Ambos acontecimientos nos invitan a reflexionar sobre la vocación cristiana en general y sobre la radicalidad del seguimiento de Jesús desde una vida de entrega a la causa del evangelio. Retornar al “amor primero” es un reto para todos.

No es cierto que quienes entran en la clausura de un convento para dedicarse por entero a Dios, lo hagan para huir de los problemas del mundo y de la lucha por la subsistencia. Si así fuere traicionarían la misma esencia de la vida consagrada para buscar refugio y seguridad.

De hecho, tanto las Congregaciones, las Órdenes Religiosas, como los Laicos consagrados, centran las oraciones en alabar a Dios, suplicar por todos los hombres y darle gracias por su misericordia y su perdón.

Santa Teresita del Niño Jesús es, con San Francisco Javier, patrona de las Misiones sin haber salido de sus convento.

Santa Teresa de Ávila, su predecesora en el carisma carmelita, es también un buen ejemplo de saber compaginar la vida contemplativa, a la que se siente llamada, con la activa.

Pocas personas, como ella, han sabido leer la realidad del mundo a través de las fundaciones de nuevos conventos y la reforma de los mismos por requerimiento de la Orden.

Cuenta sus peripecias viajeras y la vida cotidiana del convento en el libro de “Las Fundaciones”. Una frase salida de su pluma:

“También entre los pucheros está el Señor”,

define la personalidad de esta gran mujer, capaz de elevarse de la tierra al cielo de la experiencia mística, hasta el punto de identificarse, al igual que San Pablo, con Cristo:

“Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”.

En resumen: la liturgia nos invita hoy a no perder nunca de vista el cielo y la gloria, que nos aguarda si sabemos comportarnos como auténticos creyentes en Jesús.

Ser creyente implica convivir en armonía con todos los hombres, de tal modo que nuestra manera de trabajar, de sufrir, de relacionarnos refleje que la redención se va cumpliendo en nosotros.

No debemos dejar que nadie aprisione nuestro corazón a esta tierra ni nos seduzca con promesas de éxitos inmediatos.


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