Sacerdote franciscano español, misionero y mártir en Marruecos.
Nació de familia noble hacia el año 1563 en el pequeño pueblo de Morgovejo, en las montañas de León, ya en las estribaciones de los Picos de Europa santanderinos y en la cabecera del río Cea. Estudió en Salamanca hasta que, a la edad de 21 años, vistió el hábito de san Francisco en el convento de Rocamador (Badajoz), perteneciente a la Provincia franciscana de San Gabriel. Cumplido el año de noviciado, profesó el 18 de noviembre de 1585. Completados los estudios y ordenado de sacerdote, se dedicó a la vida de oración y penitencia, armonizada con un intenso apostolado. Su buena preparación teológica hizo de él un predicador estimado; además, participó en la controversia en torno a la inmaculada Concepción de María, defendiendo, en sintonía con la escuela franciscana, el gran privilegio concedido por Dios a la Virgen.
Sus cualidades y sus virtudes le ganaron la confianza de los superiores de la Orden, que le confiaron cargos de responsabilidad: maestro de novicios, varias veces guardián de diferentes conventos, dos veces definidor o consejero del Provincial. Cuando el año 1620 la Provincia de San Gabriel se dividió en dos, fue nombrado primer Ministro de la recién formada con el título de San Diego en Andalucía. La gobernó hasta 1623, y ya liberado del cargo, quiso ir a la Isla de Guadalupe para evangelizar a los nativos; hizo las oportunas gestiones, y consiguió tanto la autorización civil como la eclesiástica, pero las múltiples complicaciones surgidas, ajenas a su voluntad, frustraron el proyecto.
La Misión de Marruecos, de tan larga tradición franciscana desde el mismo siglo XIII, consagrada en 1220 y precisamente en Marrakech con la sangre de los protomártires franciscanos, san Berardo y compañeros, y fecundada siete años más tarde en Ceuta por la predicación y martirio de san Daniel y sus compañeros, subsistía a principios del siglo XVI, si bien restringida a la asistencia de los cautivos cristianos. Después, a principios del siglo XVII, quedó interrumpida y se hallaba carente de predicadores evangélicos que atendieran a los esclavos e inmigrados católicos, sujetos a tan adversas circunstancias y a tan grande peligro de abandonar su fe. En estas circunstancias, un caballero y mercader toledano residente en Cádiz, que se llamaba Alonso Herrera de Torres y que tenía un agente de sus negocios en Marruecos, informó a Fr. Juan de la situación de abandono religioso en que se encontraban en Marrakech desde hacía años los cautivos cristianos. Esto impresionó a nuestro Beato y avivó en él la conciencia misionera. Entendió que era Dios quien le habría las puertas para cumplir sus antiguos deseos de ir entre infieles, lo trató con el mencionado Alonso Herrera y éste, mediante su agente, consiguió un salvoconducto y licencia del rey Muley Luali para ir a Marrakech a administrar los sacramentos a aquellos afligidos cristianos que tanta necesidad tenían de ministros del Señor.
Por su parte, fray Juan hizo rápidamente las pertinentes diligencias para obtener las preceptivas licencias de las autoridades civiles, eclesiásticas y de su propia Orden. Con todos los papeles en regla y, además, autorizado y bendecido por el papa Urbano VIII con singulares facultades y privilegios que lo convertían en Prefecto apostólico de las misiones de aquel imperio, el beato Juan de Prado, ya entrado en años, partió el día 27 de noviembre de 1630 de la ciudad de Cádiz, de cuyo convento de Nuestra Señora de los Ángeles era entonces guardián, con dos compañeros, Fr. Matías de San Francisco, sacerdote, y Fr. Ginés de Ocaña, hermano lego. Tras un viaje accidentado, la víspera de la Inmaculada llegaron a Mazagán (El Jadida), entonces plaza portuguesa, situada en la costa atlántica de Marruecos, a unos 90 Km. al sur de Casablanca. Fueron bien recibidos, pues hacía más de cuarenta años que no habían visto allí un hábito franciscano, y los frailes, por su parte, se ganaron la admiración y voluntad de todos por su apostolado y por el ejemplo de sus vidas. Aquella cuaresma, la de 1631, nuestros misioneros la pasaron predicando y confesando, confortando y edificando a los habitantes de la fortaleza con su palabra y su comportamiento.
Mientras tanto, cuando Fr. Juan llegó con sus compañeros a Mazagán, había muerto el rey que le había enviado el salvoconducto, por lo que el gobernador de la plaza, temiendo la crueldad del nuevo rey, les aconsejó que no llevaran adelante sus propósitos. Pero un buen día, empujados por sus ansias misioneras, Fr. Juan y Fr. Matías salieron disimuladamente de la fortaleza, dejando allí a Fr. Ginés para mayor disimulo. Cuando se enteró el gobernador, salió a buscarlos, los encontró y, con la promesa de que los enviaría con más facilidades y medios, los devolvió a Mazagán. Y en efecto, no tardó en enviar a los tres frailes con gente que los acompañaron hasta junto a Azamor, lugar de moros, distante unas seis leguas de Mazagán. Los misioneros se despidieron con amor y ternura de sus acompañantes a la vista de muchos moros, y fray Juan puso un paño blanco en su bordón convirtiéndolo en bandera de paz. Era el 2 de abril de 1631. Los moros los llevaron al alcaide, que los recibió bien porque llevaban una carta del gobernador de Mazagán en la que le decía al alcaide que los religiosos tenían salvoconducto y licencia del rey para pasar a Marruecos.
Luego, el alcaide le dijo a Fr. Juan que el rey que le había dado el salvoconducto había muerto y que, por tanto, él y sus compañeros eran cautivos del nuevo rey, y mandó que los llevaran a su presencia presos. Hicieron el viaje con las incomodidades y trabajos fáciles de imaginar. Cuando llegaron a Marrakech, entonces capital del reino, los presentaron al rey, que los recibió con buen semblante y los mandó llevar a la Sagena, que era la cárcel de los cautivos. Días después, el rey mandó llamar a Fr. Juan y le hizo algunas preguntas acerca de su viaje, a lo que el siervo de Dios respondió con humildad y libertad cristiana. Pasados pocos días, llamó a los tres frailes y, en presencia de otras autoridades del reino, preguntó a Fr. Juan a qué había ido sin licencia suya. El siervo de Dios le respondió que había ido con licencia de su hermano, ya difunto, a administrar los santos sacramentos a los cristianos cautivos. Y como el rey le preguntase cuál era mejor, la ley de los cristianos o la ley de Mahoma, Fr. Juan le respondió que la de Mahoma no era verdadera ley, y que sola la de los cristianos era la verdadera ley por la que se salvaban los fieles que creyéndola hacían buenas obras guardando lo que en ella se mandaba. Se enojó el rey y lo mandó azotar cruelmente en su presencia. Los volvieron a encerrar en prisión estrecha, oscura y húmeda, entregados a un guardián, renegado y cruel, que se ensañaba con ellos; y los tuvieron muchos días obligados a moler sal con la que luego se fabricaría pólvora. Allí se encontraron con Francisco Roque Bonet, natural de Vic, hombre importante con el anterior rey y que, una vez liberado, contaría lo que había presenciado. Los frailes soportaban con paciencia y humildad los malos tratos, y Fr. Juan, con devotas y fervorosas palabras, exhortaba a sus compañeros y los animaba a padecer por Dios tantas penalidades.
Volvió el rey a llamar a nuestro Beato, y después de discutir con él largo rato sobre cuestiones de fe sin conseguir doblegar su firmeza, lo mandó azotar de nuevo con tanta crueldad que lo dejaron como para expirar, tras de lo cual lo devolvió a la prisión. Aquella noche la pasó el siervo de Dios con sus hermanos en oración, bendiciendo y alabando al Señor. Antes del amanecer, dijo misa, dio la comunión a los que estaban con él en la mazmorra y les dirigió una devotísima y fervorosa plática espiritual exhortándolos y animándolos a padecer por Dios y por su fe. Por la mañana, fueron los funcionarios reales y se llevaron a Fr. Juan y a sus dos compañeros a la presencia del rey, el cual hizo varias preguntas a nuestro Beato y luego trató de persuadir a sus hermanos de la falsedad de la secta cristiana. Entonces el siervo de Dios, levantando la voz, dijo al rey: «¡Tirano, que quieres hacer prevaricar las almas que Dios crió para sí!». El rey montó en cólera e hirió con su alfanje a Fr. Juan en la cabeza. También los servidores del rey lo hirieron en la boca con sus armas porque seguía predicando. Ordenó el rey que le trajeran un arco y saetas, y le tiró cuatro, malhiriéndolo. Luego mandó que lo llevasen a las puertas de su palacio y allí lo quemaran vivo. El siervo de Dios estaba tan debilitado, que no se podía tener en pie. Los cautivos cristianos, a quienes les ordenaron que lo llevasen, por lástima se excusaban y no querían, por lo que les daban muchos palos. El siervo de Dios les decía com amor y ternura: «¡Ea, hijos!, llevadme que no ofendéis a Dios al llevarme; mirad que me lastima el que os traten mal, llevadme». Y lo llevaron a la puerta principal del palacio real. El rey salió a una ventana para verlo. Trajeron al lugar mucha leña y, mientras la apilaban y lo disponían todo, un moro le propinó tales golpes con un palo grueso, que dio con él en tierra. Luego lo pusieron sobre la leña y le prendieron fuego mientras el bendito fraile aún estaba predicando. Los moros presentes le tiraron muchas piedras y así, torturado, apedreado y quemado vivo, acabó su dichosa vida en Marrakech el 24 de mayo de 1631.
Después recogieron lo que quedó de sus huesos con los tizones y cenizas y lo echaron en el sumidero que había cerca del lugar en que lo inmolaron. Los cristianos recogieron como reliquias los huesos que pudieron, y los guardaron escondidos. Los compañeros del beato, Fr. Matías y Fr. Ginés, continuaron encarcelados, y el rey tuvo con ellos reiteradas disputas, particularmente con el P. Matías, a quien el soberano mandó azotar una y otra vez con tal crueldad, que Fr. Ginés y Francisco Roque llegaron a tenerlo por muerto.
Pero las cosas cambiaron pronto. Un hermano del rey, a quien éste tenía encarcelado, se amotinó apoyado por los renegados y mató al tirano, proclamándose nuevo rey. Éste dio la libertad a algunos cautivos y a los dos religiosos les dio la facultad de marcharse y de continuar administrando libremente su iglesia. Con la mediación del duque de Medina Sidonia, los restos del beato Juan se trajeron a España, vía Mazagán, llegando a Sanlúcar de Barrameda; luego reposaron primero en Sevilla y a partir de 1888 en Santiago de Compostela. Fray Juan fue beatificado por el papa Benedicto XIII el 24 de mayo de 1728.
Nació de familia noble hacia el año 1563 en el pequeño pueblo de Morgovejo, en las montañas de León, ya en las estribaciones de los Picos de Europa santanderinos y en la cabecera del río Cea. Estudió en Salamanca hasta que, a la edad de 21 años, vistió el hábito de san Francisco en el convento de Rocamador (Badajoz), perteneciente a la Provincia franciscana de San Gabriel. Cumplido el año de noviciado, profesó el 18 de noviembre de 1585. Completados los estudios y ordenado de sacerdote, se dedicó a la vida de oración y penitencia, armonizada con un intenso apostolado. Su buena preparación teológica hizo de él un predicador estimado; además, participó en la controversia en torno a la inmaculada Concepción de María, defendiendo, en sintonía con la escuela franciscana, el gran privilegio concedido por Dios a la Virgen.
Sus cualidades y sus virtudes le ganaron la confianza de los superiores de la Orden, que le confiaron cargos de responsabilidad: maestro de novicios, varias veces guardián de diferentes conventos, dos veces definidor o consejero del Provincial. Cuando el año 1620 la Provincia de San Gabriel se dividió en dos, fue nombrado primer Ministro de la recién formada con el título de San Diego en Andalucía. La gobernó hasta 1623, y ya liberado del cargo, quiso ir a la Isla de Guadalupe para evangelizar a los nativos; hizo las oportunas gestiones, y consiguió tanto la autorización civil como la eclesiástica, pero las múltiples complicaciones surgidas, ajenas a su voluntad, frustraron el proyecto.
La Misión de Marruecos, de tan larga tradición franciscana desde el mismo siglo XIII, consagrada en 1220 y precisamente en Marrakech con la sangre de los protomártires franciscanos, san Berardo y compañeros, y fecundada siete años más tarde en Ceuta por la predicación y martirio de san Daniel y sus compañeros, subsistía a principios del siglo XVI, si bien restringida a la asistencia de los cautivos cristianos. Después, a principios del siglo XVII, quedó interrumpida y se hallaba carente de predicadores evangélicos que atendieran a los esclavos e inmigrados católicos, sujetos a tan adversas circunstancias y a tan grande peligro de abandonar su fe. En estas circunstancias, un caballero y mercader toledano residente en Cádiz, que se llamaba Alonso Herrera de Torres y que tenía un agente de sus negocios en Marruecos, informó a Fr. Juan de la situación de abandono religioso en que se encontraban en Marrakech desde hacía años los cautivos cristianos. Esto impresionó a nuestro Beato y avivó en él la conciencia misionera. Entendió que era Dios quien le habría las puertas para cumplir sus antiguos deseos de ir entre infieles, lo trató con el mencionado Alonso Herrera y éste, mediante su agente, consiguió un salvoconducto y licencia del rey Muley Luali para ir a Marrakech a administrar los sacramentos a aquellos afligidos cristianos que tanta necesidad tenían de ministros del Señor.
Por su parte, fray Juan hizo rápidamente las pertinentes diligencias para obtener las preceptivas licencias de las autoridades civiles, eclesiásticas y de su propia Orden. Con todos los papeles en regla y, además, autorizado y bendecido por el papa Urbano VIII con singulares facultades y privilegios que lo convertían en Prefecto apostólico de las misiones de aquel imperio, el beato Juan de Prado, ya entrado en años, partió el día 27 de noviembre de 1630 de la ciudad de Cádiz, de cuyo convento de Nuestra Señora de los Ángeles era entonces guardián, con dos compañeros, Fr. Matías de San Francisco, sacerdote, y Fr. Ginés de Ocaña, hermano lego. Tras un viaje accidentado, la víspera de la Inmaculada llegaron a Mazagán (El Jadida), entonces plaza portuguesa, situada en la costa atlántica de Marruecos, a unos 90 Km. al sur de Casablanca. Fueron bien recibidos, pues hacía más de cuarenta años que no habían visto allí un hábito franciscano, y los frailes, por su parte, se ganaron la admiración y voluntad de todos por su apostolado y por el ejemplo de sus vidas. Aquella cuaresma, la de 1631, nuestros misioneros la pasaron predicando y confesando, confortando y edificando a los habitantes de la fortaleza con su palabra y su comportamiento.
Mientras tanto, cuando Fr. Juan llegó con sus compañeros a Mazagán, había muerto el rey que le había enviado el salvoconducto, por lo que el gobernador de la plaza, temiendo la crueldad del nuevo rey, les aconsejó que no llevaran adelante sus propósitos. Pero un buen día, empujados por sus ansias misioneras, Fr. Juan y Fr. Matías salieron disimuladamente de la fortaleza, dejando allí a Fr. Ginés para mayor disimulo. Cuando se enteró el gobernador, salió a buscarlos, los encontró y, con la promesa de que los enviaría con más facilidades y medios, los devolvió a Mazagán. Y en efecto, no tardó en enviar a los tres frailes con gente que los acompañaron hasta junto a Azamor, lugar de moros, distante unas seis leguas de Mazagán. Los misioneros se despidieron con amor y ternura de sus acompañantes a la vista de muchos moros, y fray Juan puso un paño blanco en su bordón convirtiéndolo en bandera de paz. Era el 2 de abril de 1631. Los moros los llevaron al alcaide, que los recibió bien porque llevaban una carta del gobernador de Mazagán en la que le decía al alcaide que los religiosos tenían salvoconducto y licencia del rey para pasar a Marruecos.
Luego, el alcaide le dijo a Fr. Juan que el rey que le había dado el salvoconducto había muerto y que, por tanto, él y sus compañeros eran cautivos del nuevo rey, y mandó que los llevaran a su presencia presos. Hicieron el viaje con las incomodidades y trabajos fáciles de imaginar. Cuando llegaron a Marrakech, entonces capital del reino, los presentaron al rey, que los recibió con buen semblante y los mandó llevar a la Sagena, que era la cárcel de los cautivos. Días después, el rey mandó llamar a Fr. Juan y le hizo algunas preguntas acerca de su viaje, a lo que el siervo de Dios respondió con humildad y libertad cristiana. Pasados pocos días, llamó a los tres frailes y, en presencia de otras autoridades del reino, preguntó a Fr. Juan a qué había ido sin licencia suya. El siervo de Dios le respondió que había ido con licencia de su hermano, ya difunto, a administrar los santos sacramentos a los cristianos cautivos. Y como el rey le preguntase cuál era mejor, la ley de los cristianos o la ley de Mahoma, Fr. Juan le respondió que la de Mahoma no era verdadera ley, y que sola la de los cristianos era la verdadera ley por la que se salvaban los fieles que creyéndola hacían buenas obras guardando lo que en ella se mandaba. Se enojó el rey y lo mandó azotar cruelmente en su presencia. Los volvieron a encerrar en prisión estrecha, oscura y húmeda, entregados a un guardián, renegado y cruel, que se ensañaba con ellos; y los tuvieron muchos días obligados a moler sal con la que luego se fabricaría pólvora. Allí se encontraron con Francisco Roque Bonet, natural de Vic, hombre importante con el anterior rey y que, una vez liberado, contaría lo que había presenciado. Los frailes soportaban con paciencia y humildad los malos tratos, y Fr. Juan, con devotas y fervorosas palabras, exhortaba a sus compañeros y los animaba a padecer por Dios tantas penalidades.
Volvió el rey a llamar a nuestro Beato, y después de discutir con él largo rato sobre cuestiones de fe sin conseguir doblegar su firmeza, lo mandó azotar de nuevo con tanta crueldad que lo dejaron como para expirar, tras de lo cual lo devolvió a la prisión. Aquella noche la pasó el siervo de Dios con sus hermanos en oración, bendiciendo y alabando al Señor. Antes del amanecer, dijo misa, dio la comunión a los que estaban con él en la mazmorra y les dirigió una devotísima y fervorosa plática espiritual exhortándolos y animándolos a padecer por Dios y por su fe. Por la mañana, fueron los funcionarios reales y se llevaron a Fr. Juan y a sus dos compañeros a la presencia del rey, el cual hizo varias preguntas a nuestro Beato y luego trató de persuadir a sus hermanos de la falsedad de la secta cristiana. Entonces el siervo de Dios, levantando la voz, dijo al rey: «¡Tirano, que quieres hacer prevaricar las almas que Dios crió para sí!». El rey montó en cólera e hirió con su alfanje a Fr. Juan en la cabeza. También los servidores del rey lo hirieron en la boca con sus armas porque seguía predicando. Ordenó el rey que le trajeran un arco y saetas, y le tiró cuatro, malhiriéndolo. Luego mandó que lo llevasen a las puertas de su palacio y allí lo quemaran vivo. El siervo de Dios estaba tan debilitado, que no se podía tener en pie. Los cautivos cristianos, a quienes les ordenaron que lo llevasen, por lástima se excusaban y no querían, por lo que les daban muchos palos. El siervo de Dios les decía com amor y ternura: «¡Ea, hijos!, llevadme que no ofendéis a Dios al llevarme; mirad que me lastima el que os traten mal, llevadme». Y lo llevaron a la puerta principal del palacio real. El rey salió a una ventana para verlo. Trajeron al lugar mucha leña y, mientras la apilaban y lo disponían todo, un moro le propinó tales golpes con un palo grueso, que dio con él en tierra. Luego lo pusieron sobre la leña y le prendieron fuego mientras el bendito fraile aún estaba predicando. Los moros presentes le tiraron muchas piedras y así, torturado, apedreado y quemado vivo, acabó su dichosa vida en Marrakech el 24 de mayo de 1631.
Después recogieron lo que quedó de sus huesos con los tizones y cenizas y lo echaron en el sumidero que había cerca del lugar en que lo inmolaron. Los cristianos recogieron como reliquias los huesos que pudieron, y los guardaron escondidos. Los compañeros del beato, Fr. Matías y Fr. Ginés, continuaron encarcelados, y el rey tuvo con ellos reiteradas disputas, particularmente con el P. Matías, a quien el soberano mandó azotar una y otra vez con tal crueldad, que Fr. Ginés y Francisco Roque llegaron a tenerlo por muerto.
Pero las cosas cambiaron pronto. Un hermano del rey, a quien éste tenía encarcelado, se amotinó apoyado por los renegados y mató al tirano, proclamándose nuevo rey. Éste dio la libertad a algunos cautivos y a los dos religiosos les dio la facultad de marcharse y de continuar administrando libremente su iglesia. Con la mediación del duque de Medina Sidonia, los restos del beato Juan se trajeron a España, vía Mazagán, llegando a Sanlúcar de Barrameda; luego reposaron primero en Sevilla y a partir de 1888 en Santiago de Compostela. Fray Juan fue beatificado por el papa Benedicto XIII el 24 de mayo de 1728.
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