Mi nombre, Avila; mi posada, la tierra; el Cielo, mi patria; mi oficio, ser cosechero de Cristo; hasta la extrema vejez manejé incansable la hoz, amontonando la mies en los celestes graneros.» Así resumía la vida del [santo] su más ilustre discípulo, fray Luis de Granada. Fue, ante todo, un agostero evangélico. Niño aún, sus padres, ricos propietarios de Almodóvar del Campo, le enviaron a estudiar derecho en Salamanca; pero no era ésta su vocación. Más tarde solía repetir: «¿Qué se me dan a mí las negras leyes?» A él, la penitencia, la teología, el don prodigioso de conmover los corazones. Dejó las Pandectas y las Extravagantes, y el Gayo y el Graciano, y volviendo al Campo de Calatrava, se encerró en el granero de su casa de Almodóvar, y dispuesto a ganar el Cielo a fuerza de ayunos, azotes y oraciones. Pero su mano se agitaba nerviosa buscando el dalle; su corazón temblaba pensando en los hermanos que se perdían en la ignorancia y en el pecado. Había que prepararse para la gran misión. A los veinte años aparece en Alcalá, escucha a Domingo de Soto y se apasiona por la teología, buscando entre la letra el espíritu, convirtiendo los sutiles distingos en llamas celestes y las controversias en escalas de místicas ascensiones.
Cuando, a los veinticinco años, se ordena de sacerdote, las buenas gentes de Almodóvar menean la cabeza y se dicen al oído: « ¡Vaya! Una rareza más del hijo de Alonso de Ávila, que gloria haya.» Todos creían que, como sucedía de ordinario, la primera misa iba a convertirse en una fiesta callejera con arcos de hiedra, cohetes, tañidos de campanas, raciones de vino y carne, cantares y chirimías. Pero se llevaron un chasco. Después de salir de la iglesia, el noble mancebo buscó a los doce mendigos más andrajosos del pueblo, les lavó los pies, dio a cada uno un vestido nuevo, les sirvió de comer cumplidamente y les despidió. Después, sin acordarse de tomar las sobras, cayó de rodillas exhalando profundos sollozos y presa el alma de una congoja mortal. La nueva dignidad le aterraba; le llenaba de miedo y de vergüenza, y le obligaba ya a sentir lo que dirá más tarde: «Creed, hermano, que no otro sino el diablo ha puesto a los hombres de estos tiempos de procurar tan rotamente el sacerdocio, para que, teniéndolos subidos en lo más alto del templo, de allí los derribe. Cierto-, mejor seria aprender un oficio de manos o entrar en un hospital a servir a los enfermos o hacerse esclavo de algún ministro de Dios, que con osadía temeraria atreverse a hollar el Cielo para pasar a la tierra.»
Su afán de ganar almas a Cristo le había alentado a él para echar sobre sus hombros aquella carga, «que—como solía decir—haría temblar a los mismos ángeles». Por eso, todo esfuerzo le parecía pequeño para hacer su vida angélica en la pureza y seráfica en el amor. Jamás perdia de vista el pensamiento de la misa diaria. Aun durante el sueño, parecíale oir las palabras del Evangelio: «He aquí que viene el esposo; sal a su encuentro.» Lo que él sentía y practicaba está bellamente expresado en aquello que escribía a un amigo: «Pues el haber de recibir a un amigo, especialmente si es gran señor, tiene suspenso y cuidadoso a quien lo ha de recibir, ¿cuanta más razón es que del todo nos ocupe el corazón este Huésped, siendo tan alto y tan a nosotros conjunto, que es adorado de ángeles y hermano nuestro? Y con esta consideración, póngase de reposo, a lo menos hora y media, y espántese de que un gusano hediondo haya de tratar familiarmente a su Dios y pregúntele: Señor, ¿quién te ha traido a manos de un tal pecador, y otra vez al portal y pesebre de Belén? ¡Qué confusión para un ánima, cuando ve que tiene en sus manos al que tuvo nuestra Señora, y coteja los brazos de Ella y sus manos y sus ojos con los propios! Estas cosas no son palabras secas, no consideraciones nuestras, sino saetas arrojadas del poderoso arco de Dios, que hieren y trasmudan el corazón, y le hacen desear que en acabando la misa se fuese el hombre a considerar aquella palabra del Señor: Scitis, quid fascerim vobis? ¡Oh, Señor quién supiese lo que has hecho con nosotros en esta hora! ¡Quién lo gustase con el paladar del ánima! ¡Quién tuviese balanzas no mentirosas para pesarlo! ¡Qué bienaventurado sería en la tierra! ¡Y cómo en acabando la misa le sería gran asco ver las criaturas, y gran tormento tratar con ellas, y su descanso sería estar pensando lo que el Señor ha hecho con él, hasta otro día que tornase a decir la misa!»
Esta bella efusión nos ha descubierto el alma inflamada del nuevo sacerdote, y ha poidido servirnos para conocer el carácter de aquella elocuencia arrebatada, abundante, colorista, que parecía impaciente de salir al campo para ganar las santas victorias del apostolado. Sin embargo, no es el humo de la gloria lo que ofusca aquel joven corazón, agitado por vehemencias andaluzas, puesto al servicio de Cristo. Quiere un escenario donde nadie Ie conozca, donde pueda triunfar sin que nadie le aplauda, donde pueda trabajar y sufrir bajo la sola mirada de Dios, y acaso, acaso derramar su sangre por sus hermanos. Quiere ir a las Indias; ya lo tiene todo dispuesto, ya está en Sevilla aguardando la nave que le ha de trasladar a Méjico, cuando una orden del arzobispo Manrique le detiene, poniendo ante sus ojos el hermoso campo andaluz, necesitado de obreros entusiastas y abnegados; dispuesto a dar frutos magníficos, pero amenazado por todos los peligros: paganismo en las costumbres, brotes satánicos de alumbrados y de brujerías, focos protestantes, residuos de mahometismo, ignorancia religiosa y confusión moral. Será el apóstol de Andalucía.
Su primer sermón le pronunció en Sevilla el día de la Magdalena de 1527. —Viéndome muy apretado—decía él mismo—, fijé los ojos en un crucifijo, y dije: Señor mío, por aquella vergüenza que Vos padecisteis cuando os desnudaron, os suplico me quitéis esta vergüenza mía y me deis vuestra palabra para gloria vuestra.» Fue aquél uno de los grandes sermones que predicó; fue la revelación de un orador, uno de los más exelsos oradores que han manejado la lengua castellana. Desde entonces su fama crece constantemente; las multitudes le siguen, los obispos le llaman, y empiezan sus peregrinaciones apostólicas. Córdoba, Sevilla y Granada son los centros principales de su actividad, pero desde ellos se lanza a través de todos los pueblos andaluces. Predica en écija; en Baeza, en Montilla; penetra en la Alpujarra, llega hasta Extremadura, pasa dejando en todas partes regueros de luz, fuego de caridad, conversiones prodigosas, consuelos y arrepentimiento. Es valiente en el decir, austero en la doctrina, fogoso, vehemente. La libertad de su elocuencia alarma a los cobardes; sus éxitos soliviantan a los envidiosos; le acusan de inquietar las conciencias, de hacer imposible a los ricos la salvación, de cerrar las puertas del Cielo. Intervino la Inquisición, se le encerró en las cárceles de Sevilla, y después de un maduro examen de las proposiciones incriminadas, sin que él diese el menor paso en su propia defensa, fue reconocida la pureza de su fe. Solía decir después que la prisión fue la mejor escuela de su vida, pues en ella llegó al conocimiento del misterio de Cristo.
Su reaparición en la cateral de Sevilla tuvo todos los caracteres de una apoteosis. Sonaron trompetas y tambores, hubo aplausos frenéticos, y la iglesia ofrecía el espectáculo de los días más grandes. El predicador empezó pidiendo las oraciones del auditorio por sus acusadores, y en el discurso del sermón confesó que aquellas manifestaciones habían sido para él un tormento más grande que todas las privaciones del calabozo. Desde este momento su prestigio aumenta y la admiración del pueblo ya no tiene límites. Predica, no solo en los templos, sino en los hospitales y en las plazas; comenta al pueblo ignorante, con escándalo de los sabios, las verdades sublimes de las epístolas paulinas; reune a los niños en las calles y les enseña el catecismo; entra en convento cuando las monjas se preparan a representar una comedia delante de sus convidados, y los obliga a despojarse de los sacrílegos vestidos de la escena. Pasa como un fuego purificador, como un torrente que limpia, sanea y fecunda. A veces, decía el maestro Granada, su voz parecía hacer temblar las paredes de la iglesia; no es un orador erudito; no esmalta sus sermones de latines y sentencias, según el uso del tiempo; no se le puede considerar como un artista de la palabra, pero tiene el arte intuitivo de llegar a los corazones, de transformar, de mover, de iluminar. No arranca los aplausos, sino las lágrimas. Un contemporáneo suyo describía así aquella elocuencia: «En nuestros tiempos hemos conocido al maestro Juan de Avila, que no revolvía muchos libros, ni decía muchos conceptos, ni esos que decía los enriquecía mucho de Escritura, ejemplos ni otras palas, y con una razón que decía y un grito que daba, abrasaba las entrañas de los oyentes. Y en tiempo que predicaba él en Granada, predicaba juntamente otro predicador, el más insigne y de mayor fama que ha tenido nuestra edad, y cuando salían los oyentes del sermón de este, todos iban haciéndose cruces, espantados de tantas y tan lindas cosas, tan linda y tan gravemente dichas y tan provechosas. Mas cuando salían de oír al maestro De Avila, iban todas las cabezas bajas, callando, sin mirarse unos a otros, encogidos y compungidos, a pura fuerza de la virtud y excelencia del predicador.»
No obstante, brillaban en el santo Juan de Avila todas las grandes cualidades del orador evangélico. Era «buen romancista», decía fray Luis; sabía las Escrituras de coro»; llevaba una preparación maciza, conseguida en la lectura de los Santos Padres; tenía una presencia venerable una voz «sonorosa» y fuerte, una imaginación brillante, un alma fogosa y tierna y una blandura de caridad», que conmovía los corazones. Todavía podemos admirar el nervio de aquel persuasivo decir la grandeza de aquel gran carácter, el fervor de aquel espíritu admirable, el fuego de aquel corazón, su valentía, su ingenio, su decisión, su mansedumbre, sus bellísimas cartas de dirección, en discursos inflamados sobre los grandes misterios del cristianismo, en tratados admirables de vida espiritual, que, como el Audi filia, nos revelan al hombre enamorado de Dios, al místico y ascético popular, al contemplativo humilde y ávido, al piloto experimentado de las almas. Fue el maestro Ávila quien primero comprendió a Santa Teresa, quien llevó la tranquilidad a su espíritu cuando navegaba entre las olas de la contradicción y la incertidumbre. «Siga vuestra merced su camino—escribía el santo a la santa—; mas siempre con recelo de los ladrones y preguntando siempre, y dé gracias a nuestro Señor, que le ha dado su amor y el propio conocimiento, y amor de penitencia y de cruz; y de esotras cosas no haga mucho caso, aunque tampoco las desprecie, pues hay señales que muy parte de ellas son de parte de nuestro Señor.»
«Esotras cosas», las extraordinarias, parecen ausentes de la vida de Juan de Ávila; pero el amor de penitencia y de cruz y de pobreza poseíalo en un grado eminente. Su vida era una mortificación continua: cuatro horas de sueño, seis horas de oración, un dominio constante sobre sí mismo, pobreza extremada, renunciamiento absoluto. Vivía de limosna, comía parcamente, vestía como un mendigo. Más de una vez sus devotos quisieron cambiar por uno nuevo su manto viejo y raído, pero él se oponía a estos hurtos piadosos, diciendo: «Denme mi manto, denme mi manto.» Hombre de fe, había encomendado su vida a la penitencia. En su Biblia tenía subrayadas aquellas palabras evangélicas que son el alma de toda su existencia: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.» Y hablando con el Padre Granada, le decía: «Si un genovés me diera una cédula en que esto me prometiera, tuviérame por bien proveído y seguro de que nada había de faltarme. Pues ¿cuánto más debo fiarme de la palabra y promesa del Hijo de Dios, la cual es tan cierta que, como él dice, antes faltarán el Cielo y la tierra?»
A la abstinencia se juntó en los últimos años la enfermedad: «los miembros interiores estragados, el estómago perdido, dolores agudísimos en las junturas de los brazos y las piernas, y, además, un corrimiento de ojos que le dejó casi ciego». Nada logró alterar la serenidad de su semblante, ni acortar los ímpetus de su oración, ni interrumpir el raudal de su elocuencia. Cuando el médico le avisó que llegaba su última hora, dijo a los que le rodeaban: «Denme a mi Señor, denme a mi Señor.» Y como una ilustre dama le preguntase qué quería que se hiciese por él, contestó:
«Misas, señora, misas.» Uno de sus discípulos, que tenía un crucifijo en las manos, se lo entregó, y él lo tomó, lo abrazó y lo besó, sin cesar de pronunciar los nombres de Jesús y de María, cada vez más débilmente, hasta que entregó su espíritu, sin que se advirtiese la menor turbación en sus ojos, sin que desapareciese de su rostro aquella serenidad amable que llenaba de unción a cuantos le miraban.
La vida de Juan de Ávila se desarrolla paralelamente con la de otro hombre famoso de aquellos días. Pero si el tiempo les junta, las tierras les distancian, y en el mundo del espíritu se encuentran en el polo opuesto. Martín Lutero es el principio de lo que se ha llamado la Reforma; Juan de Ávila inaugura la obra de los contrarreformadores, es el primer campeón de la reforma verdadera. La de Martín Lulero no tenía nada de reformador, de creador, de restaurador, ni en su origen, ni en su desarrollo, ni en sus consecuencias. Frente a esa máquina de destrucción se alza esta otra empresa callada, eficaz, constructiva, que no nace de la rebeldía, que no promueve el escándalo, que no ensangrienta la tierra, que sólo busca la paz y la verdad.
Cuando, a los veinticinco años, se ordena de sacerdote, las buenas gentes de Almodóvar menean la cabeza y se dicen al oído: « ¡Vaya! Una rareza más del hijo de Alonso de Ávila, que gloria haya.» Todos creían que, como sucedía de ordinario, la primera misa iba a convertirse en una fiesta callejera con arcos de hiedra, cohetes, tañidos de campanas, raciones de vino y carne, cantares y chirimías. Pero se llevaron un chasco. Después de salir de la iglesia, el noble mancebo buscó a los doce mendigos más andrajosos del pueblo, les lavó los pies, dio a cada uno un vestido nuevo, les sirvió de comer cumplidamente y les despidió. Después, sin acordarse de tomar las sobras, cayó de rodillas exhalando profundos sollozos y presa el alma de una congoja mortal. La nueva dignidad le aterraba; le llenaba de miedo y de vergüenza, y le obligaba ya a sentir lo que dirá más tarde: «Creed, hermano, que no otro sino el diablo ha puesto a los hombres de estos tiempos de procurar tan rotamente el sacerdocio, para que, teniéndolos subidos en lo más alto del templo, de allí los derribe. Cierto-, mejor seria aprender un oficio de manos o entrar en un hospital a servir a los enfermos o hacerse esclavo de algún ministro de Dios, que con osadía temeraria atreverse a hollar el Cielo para pasar a la tierra.»
Su afán de ganar almas a Cristo le había alentado a él para echar sobre sus hombros aquella carga, «que—como solía decir—haría temblar a los mismos ángeles». Por eso, todo esfuerzo le parecía pequeño para hacer su vida angélica en la pureza y seráfica en el amor. Jamás perdia de vista el pensamiento de la misa diaria. Aun durante el sueño, parecíale oir las palabras del Evangelio: «He aquí que viene el esposo; sal a su encuentro.» Lo que él sentía y practicaba está bellamente expresado en aquello que escribía a un amigo: «Pues el haber de recibir a un amigo, especialmente si es gran señor, tiene suspenso y cuidadoso a quien lo ha de recibir, ¿cuanta más razón es que del todo nos ocupe el corazón este Huésped, siendo tan alto y tan a nosotros conjunto, que es adorado de ángeles y hermano nuestro? Y con esta consideración, póngase de reposo, a lo menos hora y media, y espántese de que un gusano hediondo haya de tratar familiarmente a su Dios y pregúntele: Señor, ¿quién te ha traido a manos de un tal pecador, y otra vez al portal y pesebre de Belén? ¡Qué confusión para un ánima, cuando ve que tiene en sus manos al que tuvo nuestra Señora, y coteja los brazos de Ella y sus manos y sus ojos con los propios! Estas cosas no son palabras secas, no consideraciones nuestras, sino saetas arrojadas del poderoso arco de Dios, que hieren y trasmudan el corazón, y le hacen desear que en acabando la misa se fuese el hombre a considerar aquella palabra del Señor: Scitis, quid fascerim vobis? ¡Oh, Señor quién supiese lo que has hecho con nosotros en esta hora! ¡Quién lo gustase con el paladar del ánima! ¡Quién tuviese balanzas no mentirosas para pesarlo! ¡Qué bienaventurado sería en la tierra! ¡Y cómo en acabando la misa le sería gran asco ver las criaturas, y gran tormento tratar con ellas, y su descanso sería estar pensando lo que el Señor ha hecho con él, hasta otro día que tornase a decir la misa!»
Esta bella efusión nos ha descubierto el alma inflamada del nuevo sacerdote, y ha poidido servirnos para conocer el carácter de aquella elocuencia arrebatada, abundante, colorista, que parecía impaciente de salir al campo para ganar las santas victorias del apostolado. Sin embargo, no es el humo de la gloria lo que ofusca aquel joven corazón, agitado por vehemencias andaluzas, puesto al servicio de Cristo. Quiere un escenario donde nadie Ie conozca, donde pueda triunfar sin que nadie le aplauda, donde pueda trabajar y sufrir bajo la sola mirada de Dios, y acaso, acaso derramar su sangre por sus hermanos. Quiere ir a las Indias; ya lo tiene todo dispuesto, ya está en Sevilla aguardando la nave que le ha de trasladar a Méjico, cuando una orden del arzobispo Manrique le detiene, poniendo ante sus ojos el hermoso campo andaluz, necesitado de obreros entusiastas y abnegados; dispuesto a dar frutos magníficos, pero amenazado por todos los peligros: paganismo en las costumbres, brotes satánicos de alumbrados y de brujerías, focos protestantes, residuos de mahometismo, ignorancia religiosa y confusión moral. Será el apóstol de Andalucía.
Su primer sermón le pronunció en Sevilla el día de la Magdalena de 1527. —Viéndome muy apretado—decía él mismo—, fijé los ojos en un crucifijo, y dije: Señor mío, por aquella vergüenza que Vos padecisteis cuando os desnudaron, os suplico me quitéis esta vergüenza mía y me deis vuestra palabra para gloria vuestra.» Fue aquél uno de los grandes sermones que predicó; fue la revelación de un orador, uno de los más exelsos oradores que han manejado la lengua castellana. Desde entonces su fama crece constantemente; las multitudes le siguen, los obispos le llaman, y empiezan sus peregrinaciones apostólicas. Córdoba, Sevilla y Granada son los centros principales de su actividad, pero desde ellos se lanza a través de todos los pueblos andaluces. Predica en écija; en Baeza, en Montilla; penetra en la Alpujarra, llega hasta Extremadura, pasa dejando en todas partes regueros de luz, fuego de caridad, conversiones prodigosas, consuelos y arrepentimiento. Es valiente en el decir, austero en la doctrina, fogoso, vehemente. La libertad de su elocuencia alarma a los cobardes; sus éxitos soliviantan a los envidiosos; le acusan de inquietar las conciencias, de hacer imposible a los ricos la salvación, de cerrar las puertas del Cielo. Intervino la Inquisición, se le encerró en las cárceles de Sevilla, y después de un maduro examen de las proposiciones incriminadas, sin que él diese el menor paso en su propia defensa, fue reconocida la pureza de su fe. Solía decir después que la prisión fue la mejor escuela de su vida, pues en ella llegó al conocimiento del misterio de Cristo.
Su reaparición en la cateral de Sevilla tuvo todos los caracteres de una apoteosis. Sonaron trompetas y tambores, hubo aplausos frenéticos, y la iglesia ofrecía el espectáculo de los días más grandes. El predicador empezó pidiendo las oraciones del auditorio por sus acusadores, y en el discurso del sermón confesó que aquellas manifestaciones habían sido para él un tormento más grande que todas las privaciones del calabozo. Desde este momento su prestigio aumenta y la admiración del pueblo ya no tiene límites. Predica, no solo en los templos, sino en los hospitales y en las plazas; comenta al pueblo ignorante, con escándalo de los sabios, las verdades sublimes de las epístolas paulinas; reune a los niños en las calles y les enseña el catecismo; entra en convento cuando las monjas se preparan a representar una comedia delante de sus convidados, y los obliga a despojarse de los sacrílegos vestidos de la escena. Pasa como un fuego purificador, como un torrente que limpia, sanea y fecunda. A veces, decía el maestro Granada, su voz parecía hacer temblar las paredes de la iglesia; no es un orador erudito; no esmalta sus sermones de latines y sentencias, según el uso del tiempo; no se le puede considerar como un artista de la palabra, pero tiene el arte intuitivo de llegar a los corazones, de transformar, de mover, de iluminar. No arranca los aplausos, sino las lágrimas. Un contemporáneo suyo describía así aquella elocuencia: «En nuestros tiempos hemos conocido al maestro Juan de Avila, que no revolvía muchos libros, ni decía muchos conceptos, ni esos que decía los enriquecía mucho de Escritura, ejemplos ni otras palas, y con una razón que decía y un grito que daba, abrasaba las entrañas de los oyentes. Y en tiempo que predicaba él en Granada, predicaba juntamente otro predicador, el más insigne y de mayor fama que ha tenido nuestra edad, y cuando salían los oyentes del sermón de este, todos iban haciéndose cruces, espantados de tantas y tan lindas cosas, tan linda y tan gravemente dichas y tan provechosas. Mas cuando salían de oír al maestro De Avila, iban todas las cabezas bajas, callando, sin mirarse unos a otros, encogidos y compungidos, a pura fuerza de la virtud y excelencia del predicador.»
No obstante, brillaban en el santo Juan de Avila todas las grandes cualidades del orador evangélico. Era «buen romancista», decía fray Luis; sabía las Escrituras de coro»; llevaba una preparación maciza, conseguida en la lectura de los Santos Padres; tenía una presencia venerable una voz «sonorosa» y fuerte, una imaginación brillante, un alma fogosa y tierna y una blandura de caridad», que conmovía los corazones. Todavía podemos admirar el nervio de aquel persuasivo decir la grandeza de aquel gran carácter, el fervor de aquel espíritu admirable, el fuego de aquel corazón, su valentía, su ingenio, su decisión, su mansedumbre, sus bellísimas cartas de dirección, en discursos inflamados sobre los grandes misterios del cristianismo, en tratados admirables de vida espiritual, que, como el Audi filia, nos revelan al hombre enamorado de Dios, al místico y ascético popular, al contemplativo humilde y ávido, al piloto experimentado de las almas. Fue el maestro Ávila quien primero comprendió a Santa Teresa, quien llevó la tranquilidad a su espíritu cuando navegaba entre las olas de la contradicción y la incertidumbre. «Siga vuestra merced su camino—escribía el santo a la santa—; mas siempre con recelo de los ladrones y preguntando siempre, y dé gracias a nuestro Señor, que le ha dado su amor y el propio conocimiento, y amor de penitencia y de cruz; y de esotras cosas no haga mucho caso, aunque tampoco las desprecie, pues hay señales que muy parte de ellas son de parte de nuestro Señor.»
«Esotras cosas», las extraordinarias, parecen ausentes de la vida de Juan de Ávila; pero el amor de penitencia y de cruz y de pobreza poseíalo en un grado eminente. Su vida era una mortificación continua: cuatro horas de sueño, seis horas de oración, un dominio constante sobre sí mismo, pobreza extremada, renunciamiento absoluto. Vivía de limosna, comía parcamente, vestía como un mendigo. Más de una vez sus devotos quisieron cambiar por uno nuevo su manto viejo y raído, pero él se oponía a estos hurtos piadosos, diciendo: «Denme mi manto, denme mi manto.» Hombre de fe, había encomendado su vida a la penitencia. En su Biblia tenía subrayadas aquellas palabras evangélicas que son el alma de toda su existencia: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.» Y hablando con el Padre Granada, le decía: «Si un genovés me diera una cédula en que esto me prometiera, tuviérame por bien proveído y seguro de que nada había de faltarme. Pues ¿cuánto más debo fiarme de la palabra y promesa del Hijo de Dios, la cual es tan cierta que, como él dice, antes faltarán el Cielo y la tierra?»
A la abstinencia se juntó en los últimos años la enfermedad: «los miembros interiores estragados, el estómago perdido, dolores agudísimos en las junturas de los brazos y las piernas, y, además, un corrimiento de ojos que le dejó casi ciego». Nada logró alterar la serenidad de su semblante, ni acortar los ímpetus de su oración, ni interrumpir el raudal de su elocuencia. Cuando el médico le avisó que llegaba su última hora, dijo a los que le rodeaban: «Denme a mi Señor, denme a mi Señor.» Y como una ilustre dama le preguntase qué quería que se hiciese por él, contestó:
«Misas, señora, misas.» Uno de sus discípulos, que tenía un crucifijo en las manos, se lo entregó, y él lo tomó, lo abrazó y lo besó, sin cesar de pronunciar los nombres de Jesús y de María, cada vez más débilmente, hasta que entregó su espíritu, sin que se advirtiese la menor turbación en sus ojos, sin que desapareciese de su rostro aquella serenidad amable que llenaba de unción a cuantos le miraban.
La vida de Juan de Ávila se desarrolla paralelamente con la de otro hombre famoso de aquellos días. Pero si el tiempo les junta, las tierras les distancian, y en el mundo del espíritu se encuentran en el polo opuesto. Martín Lutero es el principio de lo que se ha llamado la Reforma; Juan de Ávila inaugura la obra de los contrarreformadores, es el primer campeón de la reforma verdadera. La de Martín Lulero no tenía nada de reformador, de creador, de restaurador, ni en su origen, ni en su desarrollo, ni en sus consecuencias. Frente a esa máquina de destrucción se alza esta otra empresa callada, eficaz, constructiva, que no nace de la rebeldía, que no promueve el escándalo, que no ensangrienta la tierra, que sólo busca la paz y la verdad.
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