domingo, 13 de marzo de 2016

Homilía


El pasaje evangélico de la mujer adúltera es uno de los que más resplandece en el presente Año Jubilar de la Misericordia.

Los personajes que aparecen en escena retratan a las sociedades de todos los tiempos.

Jesús se enfrenta por un lado a gente hipócrita, que quiere tenderle una trampa, tanto si absuelve como si condena a la mujer, y por otro su actitud, frente al pecado y frente al pecador.

Por eso guarda silencio y, en lugar de responder, escribe en el suelo, probablemente algo sonrojante para ellos.

¿Serán capaces de condenarla una vez que Jesús airee sus vergüenzas en el suelo?

Todos quieren juzgar y condenar a la mujer, pero nadie se expone a ser juzgado por lascivo, ladrón, tramposo, usurero, calumniador y toda una retahíla de pecados.

Hay quienes se creen justos, otros se dejan arrastrar irreflexivamente por el morbo del momento y, en medio, un chivo expiatorio, en este caso una mujer, a la que se debe sacrificar para salvaguardar la pureza de las costumbres y el mandato de la Ley.

Todo normal en una sociedad misógina, que condena a las mujeres adúlteras a la lapidación y justifica, por otro lado, a los hombres adúlteros.

Jesús rompe el silencio con un reto:

“El que de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra” (Juan)

Han tenido tiempo de reflexionar sobre su real catadura moral.

Todos van soltando el peso de la piedra que les quema en las manos y se van avergonzados, empezando por los mayores.

Nos situamos en la escena como espectadores. Seguro que condenamos la actitud intolerante e intransigente de quienes quieren lapidar a la mujer y aplaudimos la actitud valiente y misericordiosa de Jesús.

Mirémonos, porque esta historia no es ajena a nuestra vida. Tiramos la piedra y escondemos la mano cuando mancillamos la dignidad de las personas con acusaciones sin pruebas.

Tiramos la piedra y escondemos la mano cada vez que criticamos sin piedad al Gobierno y a la Iglesia y los hacemos culpables de todos los males que nos sobrevienen, mientras somos incapaces de juzgar nuestra falta de colaboración ciudadana.

Tiramos la piedra y escondemos la mano al tachar de corruptos y ladrones a quienes utilizan la hacienda pública en propio beneficio, mientras nosotros defraudamos, aunque sea a pequeña escala, los impuestos y utilizamos la picaresca para sentirnos víctimas del sistema económico y social.

No somos mejores que los que intentan apedrear a la mujer adúltera para cumplir la Ley de Moisés.

Nosotros hoy no la condenamos por ser adúltera, porque esto es algo que nos tiene sin cuidado.

Incluso la aplaudimos y justificamos, con el pretexto de que cada uno con su cuerpo hace lo que quiere, pero alzamos un grito al cielo si maltrata a su bebé o peor aún, lo tira al cubo de la basura, como ha habido casos, todos ellos deleznables.

Entonces sacamos a relucir los resortes de la justicia y aireamos el caso por las redes sociales a fin de que, cuanto antes, ingrese en la cárcel por homicida; pero no nos escandalizamos por los miles de abortos que diezman cada año nuestra sociedad.

Hay distintas varas de medir en una sociedad enferma y carente de criterios morales. Los juicios humanos dejan mucho que desear.

Juzgamos con dureza al débil o al caído en desgracia, haciéndole objeto de nuestras burlas y sátiras, y transigimos con el fuerte por cobardía.

En cambio, Dios condena el pecado, pero no al pecador, porque “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

Nos viene bien el planteamiento de Jesús para tomar una opción en nuestra vida.

No tiramos la primera piedra para no quedar en evidencia y ser tachados de malos ciudadanos. Sí escondemos la mano con palabrerías sobre la regeneración democrática de las instituciones, la reforma de la ley laboral, el establecimiento de un consenso en la educación, salarios dignos, sanidad pública gratuita… pero conversamos muy poco sobre la religión, la familia, los modales corteses, la relación con los vecinos, la alegría de vivir y, por supuesto, de nosotros mismos, porque no queremos descubrir nuestra pobreza moral, el vacío de Dios y la soledad que nos embarga.

No es lo mismo predicar que dar trigo.

La justicia humana se ejerce desde los tribunales y condena según el delito, a veces arbitrariamente o condicionada por la presión social o la política de partido.

Suele ser dura y sin piedad.

Y, comoquiera que abundan los testigos falsos y pruebas manipuladas, no siempre acierta en sus sentencias.

¿Cuántas veces etiquetamos a las personas y vertemos juicios difamantes y condenatorios, con los que cortamos su trayectoria civil y laboral?

¿No usurpamos, a menudo, el lugar de Dios, para juzgar a los demás, aunque hayan reconocido su pecado y pedido perdón?

Por algo el rey David, después de su grave pecado, elige caer antes en las manos de Dios que en las de los hombres.

La justicia de Dios actúa desde el tribunal de la misericordia y mira desde la perspectiva del amor.

Jesús, que es el rostro visible de Dios, mira, más allá de los hechos, la identidad de la mujer, y no dice nada sobre ella. Ve y respeta. Es una mirada de amor.

La única ley es el amor. El pecado más grave es la falta de amor.

Mirémonos con los ojos de Dios.
Examinemos nuestra vida, marcada por la debilidad y las continuas traiciones. Pecamos, nos sentimos pecadores y damos una imagen sucia de Dios.

La conciencia de pecado nos lleve a ser benevolentes, porque todos necesitamos ser alcanzados por la misericordia de Dios y escuchar su mensaje:

“Anda y no peques más”


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